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Saludos fans de la Ciencia Ficción!!!Me llamo Iván Avila y os doy la bienvenida a mi blog. En él encontraréis un espacio en el que compartir nuestras inquietudes, visiones y gustos sobre la Ciencia Ficción y la literatura Fantástica en general. Cada semana iré introduciendo un relato de cosecha propia, junto con comentarios sobre mis lecturas, recomendaciones, clásicos, novedades y demás historias.Espero que lo visitéis a menudo y paséis un buen rato leyendo y compartiendo conmigo nuestra pasión común por la Ciencia Ficción.

viernes, 10 de enero de 2014

BOLSILIBRO Nº4

He aquí por fin mi cuarto bolsilibro. Una trepidante aventura de piratas, alejada del ideal romántico, pero con mucha acción. Es mi bolsilibro más trabajado y revisado. Espero que se note y sobre todo que os guste y os haga pasar un buen rato con su lectura.


TIBIAS Y CALAVERAS: BAJO BANDERA PIRATA.


Caribe. Septiembre 1604.


La tarde transcurría lenta, pegajosa, en el puerto de Saint George, en Isla Tortuga. El Bullicio matinal se había convertido en una tediosa calma, de la cual, hasta el inmenso gigante azulado se había contagiado.
La pequeña ciudad portuaria, encajonada entre unas prominentes y verdosas elevaciones de terreno, era una amalgama de intrincadas callejuelas dispuestas en múltiples direcciones. Su anarquía constructiva semejaba el espíritu libre de aquellos que la habitaban, en su mayoría comerciantes y piratas.
En aquel tiempo, los ladrones del mar aún disponían de la impunidad que otorgaba ser útiles a las potencias internacionales en época de litigio y podían establecerse, sin peligro alguno, en paraísos como aquel, verdadera despensa de frutos, agua y carne de cerdo salvaje, amen de mujeres y antros de muy diversa índole.
Rock & Wood - Piedra y Madera – así se llamaba una de las más concurridas, que no prestigiosas, tabernas de la parte baja de la ciudad. Un nombre, a decir verdad, poco ocurrente aunque apropiado, ya que éstos eran los materiales más abundantes, por no decir los únicos, que componían aquel amplio y rectangular tugurio.
En él se hallaba gran parte de la sucia y maloliente tripulación del Capitán Zoltar, la mayoría tirados por el suelo, borrachos como cubas, y aquellos que aún se mantenían en pie, se les podía ver correteando detrás de alguna que otra meretriz, solicitando sus favores a cambio de unas cuantas monedas.
Tan sólo Mc.Alisther, el quatermaster o segundo de a bordo, se afanaba, prácticamente sobrio, en elaborar mentalmente un listado de provisiones aún por adquirir antes de zarpar a la mañana siguiente: agua, ron, cerveza, galletas de maiz, cocos, gallinas, un par de ovejas y otro par de tortugas… ¡Su plato favorito! Los que llevaban muchos años en el oficio aborrecían el pescado y los crustáceos, fruto de la asiduidad con la que se veían abocados a consumirlos. A Mc.Alisther, incluso, empezaban a desagradarle las galletas, fueran del tipo que fueran.
No iba a ser fácil conseguir tantos víveres en tan poco tiempo si realmente pretendían levar anclas con los primeros rayos de sol, así que, de inmediato, Mc.Alisther, dando un pequeño salto, se incorporó sobre la mesa frente a la que hallaba bebiendo una pinta de cerveza e hizo todo lo posible por llamar la atención de sus desarrapados compañeros de fechorías.
- ¡Asamblea, asamblea! – comenzó a gritar.
Nadie parecía hacer caso al segundo de a bordo a pesar de su elevada estatura y su robusta figura de gigante. Aquella caterva de indeseables lobos de mar seguía bebiendo y cantando como si tan sólo hubiesen escuchado el zumbido de un mosquito que pasase cerca de sus oídos. Así pues, Mc.Alisther creyó conveniente adoptar una medida algo más contundente.
- ¡Bang!
Súbitamente, todos y cada uno de los presentes en la taberna se volvieron hacia el lugar del que procedía la detonación; de esa manera pudieron observar la hercúlea silueta de Mc.Alisther empuñando un mosquete y solicitando su atención con el dedo índice sobre los labios.
- ¡Callaos de una vez, perros malditos, y escuchadme! – recriminó al grupo.- Sé que hemos trabajado duro estos días para carenar el Kari-Anne y deseáis un rato de esparcimiento, pero como mañana no tengamos todos los víveres que necesitamos para embarcar, Zoltar nos colgará uno por uno del palo más alto que encuentre de entre todas las naves del puerto. Así que vamos a organizarnos…
Todos entendieron sobradamente, entre risas y miradas cómplices, lo que el segundo de a bordo había querido decir con aquello de “vamos a organizarnos”, lo cual se podía traducir como “a ver que pillamos por ahí” o los más atrevidos como “vamos a divertirnos un rato”. 
El único inconveniente que encontraba Mc.Alisther a tamaña empresa era el estado tan lamentable en el que se hallaban sus efectivos, pero no cabía otra posibilidad si querían zarpar de madrugada con las bodegas repletas de alimento.
Un minuto después, tan sólo Daugherty, antiguo nostramo del Kari-Anne, permanecía sentado tranquilamente en la taberna, disfrutando de su merecida retribución y descanso por mutilación. Había sido herido dos meses atrás al asaltar un navío mercante frente a las costas de San Juan de Ulúa y la ausencia de medicamentos, junto con la impericia del cirujano-barbero de a bordo, hizo que su brazo derecho se gangrenase y tuviera que ser amputado con una sierra de carpintero e ingentes cantidades de alcohol. Era costumbre entre los piratas, antes de enrolarse, firmar un acuerdo de retribución pecuniaria sobre este tipo de sucesos, para de ese modo poderse retirar del oficio sin verse abocados a la mendicidad. Pero, de igual manera, era usual que dilapidasen dicha fortuna en juergas y borracheras en un breve espacio de tiempo y pretendiesen embarcar de nuevo para poder procurarse el sustento.
Entre tanto, el resto de la tripulación ya se encontraba con los pies sobre el frío pavés de las intrincadas callejuelas de la ciudad portuaria, bajo una fina lluvia tropical, en busca de los víveres solicitados por Mc.Alisther. La luz del Sol ya había desaparecido y eso facilitaba la labor de los ladrones del mar. La coordinación entre los filibusteros para conseguir las viandas no es que fuera ejemplar, pero existía un proceder consuetudinario que hacía prácticamente innecesaria una excesiva planificación en este tipo de acciones.
Tonsen, el borracho, y el enano Buck ascendían por una empinada, serpenteante y poco iluminada calleja entre chistes y jácaras cuando toparon con una joven que portaba un par de tonelillos de encurtido. La muchacha, cuya melena azabache resplandecía a la luz de la Luna, aceleró el paso al escuchar la voz de los marinos, sin detenerse siquiera un instante para observar a los dueños de tan desmesurados gruñidos.
Tonsen, un tipo grande y desaliñado, con una larga cicatriz que le surcaba casi toda la cara, era oriundo de tierras septentrionales y empedernido bebedor de sangría a la inglesa, de ahí su apodo; Buck, por su parte, era bastante más corto de estatura, pero de fornidos músculos y natural del condado de Wessex, del cual había partido, huérfano de padre, en busca de aventuras cuando tan sólo era un adolescente.
Ambos, al divisar a la muchacha, comenzaron a emitir por sus malolientes bocas un sin fin de imprecaciones alusivas a las diversas partes del cuerpo de la joven, en particular, muslos, pechos y nalgas.
- Oye, guapa, ¿ no tendrás algo de comer para estos hambrientos marineros ? – preguntó Buck, dando un claro y obsceno doble sentido a su interrogación, la cual fue aplaudida por un Tonsen que la consideró sumamente graciosa a la par que ocurrente.
La joven no contestó y definitivamente echó a correr calle arriba. Los dos diminutos barriles que portaba le impedían adquirir una velocidad considerable y fue inmediatamente alcanzada por los dos piratas a pesar del estado de embriaguez en el que se hallaban.
- No corras, preciosa, que no vamos a hacerte nada que no te guste – importunó Buck con la consiguiente aclamación de Tonsen a carcajada viva.
Pero cuando los dos harapientos filibusteros se disponían a violentar a la joven de oscuros y rizados cabellos, una voz a sus espaldas les hizo detenerse hasta tal punto que semejaban estatuas de sal maldecidas por mágicas palabras.
- ¿ No deberíais ser más silenciosos ? – interrogó sin crispación alguna, pero sabedor de su autoridad, el recién llegado.- Coged la comida y llevadla al Kari-Anne de inmediato.
Con una afirmación silenciosa, apoyada en un leve movimiento de cabeza, ambos piratas asieron los barriletes y se dirigieron, calle abajo, hacia el puerto, perdiéndose en la penumbra de aquella noche otoñal.
Segundos más tarde, el milagroso salvador, un hombre moreno, alto, delgado, elegantemente vestido y de cuidados y finos bigotes, se dirigió a la muchacha con una leve y cautivadora sonrisa:
- No son horas para que una mujer tan joven y bella como usted camine sola por las calles de esta ciudad…
La asustada jovenzuela no fue capaz de articular palabra. En vista de ello, el misterioso hombre se despojó del sombrero de ala ancha y con una teatral reverencia se inclinó hacia la joven:
- Capitán Zoltar, para servirla, hermosa dama…- y girando sobre sí mismo se encaminó raudo en idéntica dirección que sus secuaces.
La, a priori, imperceptible y fina lluvia tropical comenzaba a calar hasta los huesos.



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Solitario y pensativo en el castillo de proa, Zoltar no apartaba la vista del puerto. No parecía preocupado, pero comenzaba a amanecer y la chalupa del Kari-Anne, con Mc.Conelly y Buck a bordo, se hallaba amarrada a puerto, pendiente, sin duda, de realizar un último periplo hasta el barco. Al parecer, aún permanecían en tierra algunos miembros de la tripulación que, presumiblemente, preferían demorar su embarque, con la consiguiente reprimenda del capitán, que llegar con las manos vacías y sufrir la pertinente humillación por parte de sus compañeros.
La lluvia no había cesado de caer en toda la noche y parecía no tener intención de hacerlo en varias horas e incluso días, cosa que no importunaba a los rudos navegantes del Kari-Anne mientras la mar estuviese en calma, y por supuesto, tampoco inquietaba lo más mínimo a Zoltar, que se había visto en más de una ocasión inmerso en temporales capaces de hacerle pedir la absolución, temiendo por su vida, al más fiero  corsario de Su Graciosa Majestad.
De repente, una voz de alarma rompió el silencio aparentemente imperturbable de la mañana.
- ¡ Levad anclas ! – gritaba Mc.Conelly desde la barcaza amarrada a puerto haciendo ostensibles señales de peligro con el candil que portaba en la diestra.
Segundos después, aparecían como una exhalación en el muelle Paterson, Lenny y Gómez de entre la penumbra de una de las bocacalles que bajaban hasta el puerto.
Lenny, apodado el loco por sus compañeros, y Gómez, un renegado español fornido y moreno, llevaban en ambas manos, asidas por las patas, unas cuantas gallinas de color pardusco y considerable tamaño; por su parte, Paterson, el típico irlandés pecoso de enmarañada y rojiza cabellera, acogía en su regazo a un aterido corderillo.
Tras ellos, cinco individuos armados hasta los dientes se desgañitaban furiosos reclamando las presas capturadas por los piratas. Dos de ellos asían en su mano derecha una especie de alfanje de filo estriado, y en la siniestra un garrote con numerosos nudos; los tres restantes portaban dagas de menores dimensiones y cuchillos de carnicero tremendamente afilados.
No era de extrañar que los bravos piratas intentasen huir de tan improvisado y feroz batallón de linchamiento; pues sí, en verdad eran bravos, pero no estúpidos, y en aquel instante no disponían ni de armas eficaces, ni de superioridad en el combate.
Fue Buck, desde la chalupa, quien sacando de sus ceñidos calzones un mosquete, comenzó a equilibrar la reyerta disparando sobre uno de los que con toda seguridad debían ser los antiguos dueños de los animales.
Aún hallándose a diez o quince pasos, distancia más que suficiente para errar el tiro tratándose de un impreciso mosquete, éste impactó en el hombro del más inmediato de los perseguidores, destrozándoselo por completo, lo que le hizo caer al suelo y obstaculizar a sus compañeros, provocando unos segundos de confusión que fueron aprovechados por los filibusteros para subir a la barca y distanciarse unos metros del muelle. Una segunda, aunque infructuosa, detonación de pistola protagonizada por Mc.Conelly disuadió por completo al bando contrario, que hubo de conformarse con insultar desde el borde del agua a los miembros del cada vez más lejano bote.
Al subir a bordo fueron recibidos como héroes, entre vítores, chanzas y comentarios diversos por parte de sus compañeros. Tan sólo Zoltar, nada amigo de este tipo de sucesos, a los que consideraba trabajos mal realizados, bajó del puesto de mando y con voz parca y queda dijo:
- Si sois conscientes de vuestra actuación, ya os podéis ir despojando de la camisa…
- ¡ Pero, traen comida, Capitán ! – argumentó Mc.Alisther, señalando las gallinas y el cordero que portaban los tres rezagados.
- Otros también la han traído y no retrasaron nuestra partida… Diez latigazos a cada uno – afirmó secamente – y no demoremos más nuestra marcha.- Dicho lo cual, se retiró a su camarote a paso ligero, sin soberbia alguna, como si aquella orden que había salido de sus labios le disgustase pero como capitán se había visto abocado a procurarla para recato de los presentes.

Con las velas totalmente desplegadas, aprovechando al máximo el viento, el Kari-Anne puso rumbo al Este, cortando las olas con su estilizada silueta como si de un gigantesco pez espada se tratase. Era el Kari-Anne un veloz patache de dos palos, la embarcación más utilizada en aquella época por los piratas británicos en sus correrías, con doce puestos de artillería por banda. Zoltar se lo había comprado en Port Royal a un comerciante holandés llamado Van der Pool por una módica cantidad, ya que el viejo mercader deseaba retirarse del duro y peligroso oficio de la mar y disfrutar de sus beneficios en los últimos años de su vida.
Oscurecía ya cuando Zoltar salió de su camarote. Sin apenas ser percibido, se detuvo a observar cómo su tripulación se afanaba en el perfecto funcionamiento de la nave. Aún después de tantos años compartiendo peripecias con aquellos hombres, se seguía sorprendiendo al ver cómo en ocasiones como aquella, y siempre en el mar, se comportaban de forma tan responsable y disciplinada, dejando toda su bellaquería y perversión para las estancias en tierra.
- ¡ Así, muchachos, seguid trabajando ! – los alentaba casi uno por uno acompañando sus palabras con suaves palmadas en la espalda.
Se dirigían hacia Nassau, la mayor de las islas que conformaban el archipiélago de Las Bahamas, con la intención de esperar allí el paso de la flota española en su ruta de regreso a la Península Ibérica. Las naves hispanas partían generalmente desde los puertos de Veracruz y La Habana repletas de oro, plata, semillas de frutos exóticos y madera, principalmente. Era un botín preciado, pero su consecución era harto peligrosa.
Pretendían seguir al contingente español una vez abandonadas las aguas del Caribe, ya en mar abierto, y aguardar que alguna de las embarcaciones de carga se alejara del resto – en especial de la escolta de naves artilladas – bien por descuido, impericia del capitán o bien debido a condiciones atmosféricas adversas, para atacarla entonces como el rayo y huir como el cierzo.
Lo cierto es que aquellas eran las últimas semanas de calma en el Caribe, ya que enseguida llegaría la temporada de tifones, tornados y huracanes, y por lo tanto, debían aprovecharlas para conseguir un suculento e importante botín y poder así descansar placidamente durante todo el invierno.
Al cuarto día de navegación por aquellas, hasta el momento, mansas e inconfundibles aguas cristalinas, llegaron a la capital de Nassau, Port Nassau. Ésta era una ciudad de unos cuatro mil habitantes, entre los que se contaban gran número de esclavos negros traídos de África. Era un centro comercial con un gran mercado de pieles y tabaco, en manos de una clase privilegiada constituida por los primeros colonos y sus descendientes, que poseían, además, cabezas de ganado y plantaciones de cacao. Otro grupo de población importante en cuanto al número se refiere lo conformaban los rezagados, también conocidos como chapetones, por oposición a los baqueanos, los avecindados con anterioridad. Las haciendas eran, por tanto, de los baqueanos, aquellos que habían tenido la suerte de ser los primeros europeos en conquistar aquellas tierras; por el contrario, los chapetones o rezagados, desposeídos de todo privilegio, habían llegado incluso, en algunas ocasiones, a levantar motines y alimentar guerras civiles, pero mucho más común era verles favorecer, por despecho, resentimiento, envidia o necesidad, a los piratas. Y así, a la sombra de ellos y con peligro de su propia vida, auxiliaban a los invasores contra los grandes comerciantes y hacendados, aunque, por lo general, solían ser mal pagados por los filibusteros.
Una vez en el puerto, Zoltar mandó descender a cuatro de sus hombres, a modo de avanzadilla, para reconocer el terreno e informarse sobre la situación de la flota española y sobre otros temas de relevancia que pudieran fraguarse en la isla y sus alrededores. El resto de la tripulación se manifestaba impaciente por bajar a tierra, pero Zoltar era siempre extremadamente previsor y no quería ninguna clase de problema o imprevisto y no los dejaría descender hasta estar seguro de la ausencia de riesgos.
La patrulla formada por Mc.Alisther, Torsen, Mc.Conelly y el enano Buck, que fueron los elegidos para realizar la labor de reconocimiento, alcanzaron tierra con aparente facilidad a bordo de la pequeña y destartalada chalupa del Kari-Anne. Tras echar un vistazo general, abandonaron inmediatamente el puerto, dejando atrás el bullicio de las numerosas tabernas que frente a éste se sucedían, continuando por una calle perpendicular al muelle que conducía directamente a la plaza del mercado. La mayoría de las casas de la plaza y las calles colindantes estaban fabricadas por entero en madera y algunas de ellas lucían amplios soportales en los que se apiñaban puestos y tenderos. La variedad de productos a la venta era verdaderamente llamativa.
En el centro de la plaza se desplegaba un rudimentario templete de madera; al parecer, y según pudieron oir los cuatro piratas, en poco más de una hora iba a comenzar allí la subasta de un recién llegado lote de ciento cincuenta prostitutas sacadas de las calles de Londres a las que se les había dado a elegir entre la cárcel o Las Bahamas. Era algo común que presos de las abarrotadas cárceles europeas que no tuvieran delitos de sangre acabaran como esclavos en América, ya fueran hombres o mujeres.
Los colonos, que charlaban animados en numerosos corros dispersos por toda la plaza, tenían ya todo dispuesto para pujar por aquellas mujeres. No parecía importarles el pasado que pudieran llevar a cuestas, pero seguro que tomarían sobrada venganza si en el futuro, una vez adquiridas, les eran infieles…
De vuelta al Kari-Anne y tras relatar Mc.Alisther el relajado ambiente festivo que se respiraba en la ciudad, gracias en parte a la gran subasta de mujeres, el Capitán Zoltar decidió liberar a los hombres de sus obligaciones para que se divirtiesen a sus anchas.
Muy pocos quedaron a bordo, entre ellos el propio Zoltar, no muy amigo de la juerga, pero que se hizo subir previamente unas botellas de ron para pasar la noche jugando a los dados con los hombres de guardia o leyendo en su camarote sonetos de Shaquespeare a la tenue luz de un candil. El resto, ansiosos por pisar tierra firme, desembarcaron en tropel dirigiéndose de inmediato hacia los numerosos tugurios del muelle. No tenían, eso sí, mucho dinero para gastar y eso, a lo largo de la velada, podría convertirse en un auténtico problema…
El ambiente de las tabernas del puerto era realmente depravado, totalmente propicio a los festines, timbas y broncas, en las que por algún extraño motivo pululaba siempre un buen puñado de mujeres de dudosa reputación, que era, al fin y al cabo, lo que precisamente necesitaban los hombres de Zoltar en aquellos momentos.
Se dispersaron por los diversos antros, irrumpiendo en ellos con denodados modales, altivez y grandes dosis de socarronería. En un primer momento se decantaron por la cerveza, sola o con brandy, para pasar más tarde al ron, que era consumido por galones en un visto y no visto, causando verdaderos estragos.
Cuando los vapores de la borrachera nublaban ya la visión de los filibusteros, algunos de ellos, los más serenos o resistentes a la bebida, empezaron a dar rienda suelta a su imaginación, maquinando las mayores gamberradas.
Mientras algo más de un tercio dormitaba entre las sillas y mesas o incluso en el suelo de las tabernas, incapaces de moverse y articular palabra, el resto de la tripulación de Zoltar, junto con otros desconocidos chapetones advenedizos, invadieron las calles de la ciudad dispuestos a llevar a la práctica sus fechorías favoritas.
- ¡ Vamos a armarla buena ! – gritaba uno.
- ¡ Juergaaaa,  juergaaaa ! – vociferaba otro.
Nada más comenzar el improvisado periplo, asaltaron el patio de un pequeño pero lujoso palacete que se encontraba no muy lejos del muelle, apoderándose de varias sillas de mano ricamente decoradas, reservadas a las damas más relevantes de la isla. Gómez, el españolito, Paterson y algunos más, se hicieron transportar en las sillas, entre risas y exabruptos, por unos esclavos negros raptados y encañonados para tal efecto por una escolta de piratas que llevaban a su vez, en la mano que les quedaba libre, unos cirios encendidos en candelabros.
- ¡ Vamos, perros sarnosos, que no servís ni para llevar a tan distinguidos caballeros ! – ironizaban entre carcajadas los piratas.
En cada taberna por la que pasaba la más que curiosa y disparatada comitiva de filibusteros, chapetones y esclavos, se detenían a beber – de balde y tras amenazar de muerte a su dueño – para acto seguido, continuar la procesión.       
Con el fin de dar más aliciente a la descarnada pantomima, prendieron fuego con los cirios de los candelabros a una de las tascas, entregándose inmediatamente después a una danza frenética en torno a la descomunal hoguera que en pocos minutos se había formado. Gómez, Paterson y compañía descendían de las sillas para unirse al fraternal baile cuando uno de los piratas disparó su mosquete de forma accidental hiriendo mortalmente a uno de los esclavos negros que segundos antes les porteaban.
- ¡ Maldito hijo de perra ! – le increparon entre golpes - ¡ Podías habernos matado !
Mientras, el esclavo negro yacía fulminado en el suelo en medio de un charco de sangre, ignorado por todos.
Qué duda cabe que tuvieron que huir precipitadamente de Port Nassau después de lo ocurrido aquella noche. Así pues, aún de madrugada y bajo una fina lluvia, levaron anclas antes de que las autoridades gubernamentales de la isla averiguasen lo sucedido y acudiesen en su busca.
Zoltar estaba bastante disgustado con sus hombres, porque no había cosa en el mundo que más odiase que ver desbaratados sus planes. En su corta estancia en Port Nassau, ni tan siquiera un día, no habían podido conseguir prácticamente ninguna información sobre la flota de Indias: cuándo zarparían hacia España, desde dónde, cuántas naves lo harían, el valor de la carga, el itinerario concreto, la escolta que llevarían…¡ Nada !
Por tal motivo y a modo de escarmiento, Zoltar decidió dirigirse a la costa de Cuba para asaltar alguna villa, trabajo más penoso y de menor botín que las suculentas naves del oro españolas.
Abandonaron Nassau doblando el Cabo de Andros, el punto más meridional de la isla, poniendo rumbo hacia el Sur. Al tercer día de travesía y favorecidos por las corrientes, avistaron, al fin, la costa cubana.
Zoltar se hallaba jugando una partida de ajedrez con Samuelson, el cirujano de a bordo, un tipo pequeño, enjuto y completamente calvo, cuando Mc.Alisther les interrumpió:
- ¡ Capitán, tierra !
Al instante, Zoltar se incorporó y tomó su catalejo. El mar estaba algo revuelto; soplaba el viento, pero no había apenas nubes en el horizonte. Al fondo de una pequeña bahía, entre suaves colinas y extensas plantaciones se distinguían unas construcciones.
- ¿ Qué población es aquella ? – preguntó el capitán.
- He consultado varios mapas…y por mis cálculos nos encontramos a la altura de Gibara… Sí, debe tratarse de Gibara – afirmó Mc.Alisther.
- ¡ Estupendo ! – exclamó Zoltar con una leve sonrisa, atusándose el bigote.
Echaron el ancla en mitad de la bahía y comenzaron a descender del Kari-Anne en dirección a Gibara. Hicieron varios viajes con la chalupa hasta dejar a la mayor parte de la tripulación en una recóndita cala a poco más de media milla del poblado, mientras los más jóvenes y hábiles alcanzaban la costa a nado y una decena se quedaba salvaguardando el barco.
Cuando los piratas pisaron las calles de Gibara pocas horas después, los habitantes de la villa ya habían abandonado sus casas. Seguramente, nada más percatarse de la llegada de los filibusteros a la bahía, habían decidido refugiarse en la foresta.
- ¡ Todos han huido, Capitán ! – argumentó Mc.Alisther.
- ¡ Aún así, no os fiéis ! – Refutó Zoltar – ¡ Estad atentos a posibles emboscadas; no os disperséis ni para mear. Entrad en las casas de tres en tres y coged todo aquello de valor que hayan podido dejar y que se pueda transportar con facilidad al Kari-Anne !
- ¡ Entendido, Capitán !
- ¡ Tonsen, Schultz, Gómez, Mc.Conelly, Smith !
- ¡ Sí, Capitán ! – contestaron al unísono los nombrados.
- Id a ver si alcanzáis algún colono rezagado que nos pueda contar algo… Pero tened mucho cuidado.
Los cinco piratas esbozaron una sonrisa y con un gesto afirmativo se introdujeron de inmediato en la espesura.
No hallaron gran botín en las viviendas de la población. Sin duda los colonos acarrearon con todo lo que no les imposibilitara la huída o fuera susceptible de ser ocultado. A pesar de ello, lo filibusteros subieron al Kari-Anne algunas bandejas, candelabros y cubiertos de plata, así como sacos de cereal, fruta y agua.
Al caer la tarde, Tonsen y compañía regresaron con un buen puñado de lugareños, la mayoría mujeres, niños y esclavos, pero también algunos campesinos chapetones y un par de baqueanos. Los llevaban atados de pies y manos por una soga común. Sus rostros reflejaban angustia, miedo, horror. Algunas mujeres y sus pequeñas criaturas no podían reprimir un llanto mitad desesperación y mitad nerviosismo.
- Interrogad a todos y cada uno de ellos, a ver qué nos cuentan… Sacadles la mayor información posible de la forma que sea, ya me entendéis; no escatiméis en dureza. Preguntad a los esclavos si desean unirse a nosotros, si contestan que no, los encerráis junto con los hombres y los niños en la iglesia.- ordenó Zoltar.
- ¿ Y con las mujeres, Capitán ?
- ¡ Con las mujeres haced lo que os plazca ! – concluyó secamente el capitán pirata.
Tras unas horas de tortura, y mientras parte de la tripulación se dedicaba ya a la fiesta o a descansar en alguna de las abandonadas casonas de la villa, algunos colonos delataron la existencia de riquezas escondidas e informaron de otros aspectos; por ejemplo, les hicieron saber que muchos habían huido con sus pertenencias más valiosas a la población cercana de Santa Cecilia, al otro lado de la bahía, y sin duda habrían avisado a la población del ataque pirata y más en concreto al grupo de mosqueteros que se hallaban destacados en un fortín próximo al enclave.
La situación no resultaba nada halagüeña y el botín era sumamente escaso. Aún así, Zoltar, que no era en absoluto un cobarde y en ningún momento se había planteado levar anclas con tan parco tributo, decidió, asegurados el pueblo y el pequeño puerto de Gibara, encaminarse hacia Santa Cecilia con las primeras luces del alba y con el mayor número de efectivos posible. Sus hombres no rechistarían ante tan temeraria decisión. Tal era el espíritu altivo de aquellos valerosos piratas.
Así pues, los malolientes, feroces y desarrapados filibusteros, con su capitán a la cabeza, partieron de madrugada con dirección a Santa Cecilia. Avanzaron rodeados por un silencio sepulcral y bancos de espesa bruma – con el cuchillo entre los dientes y la mirada atenta – atravesando ciénagas plagadas de mosquitos y senderos infectados de culebras, hasta que por fin alcanzaron a vislumbrar la villa.
Sobre una suave elevación de terreno hallaron el fortín que protegía la población, pero estaba deshabitado y prácticamente reducido a cenizas. Sin duda, los propios soldados lo habían incendiado en su huida para que así no pudiera ser utilizado como cuartel provisional por las huestes del Capitán Zoltar. Parecía claro que la guarnición de mosqueteros había decidido, tras percatarse de la llegada de los filibusteros y tal vez por su reducido número, partir en busca de refuerzos en lugar de hacer frente a los piratas, abandonando a su suerte a los habitantes de Santa Cecilia, que se habían quedado para luchar y defender sus bienes.
Entre todos los colonos habían construido decenas de barricadas alrededor de la población y aguardaban la llegada de los filibusteros armados con palos, machetes, rastrillos, hoces y toda clase de utensilios capaces de servir como proyectil arrojadizo, sin importar el material del que estuvieran hechos. Por el contrario, los hombres de Zoltar portaban armas de fuego, sables, alfanjes y hachas de abordaje.
- ¡ No hay tiempo que perder, Capitán – argumentaba Mc.Alisther – seguramente no tarden en llegar refuerzos !
- Bien, escuchadme todos: romperemos el cerco por uno de sus puntos y una vez dentro del poblado nos dispersaremos en grupos de diez arrasando con todo lo que encontremos a nuestro paso…No haremos prisioneros…- fueron las instrucciones de Zoltar.
- ¡ Sin cuartel ! – gritaban unos.
- ¡ Muerteeeee, muerteeee ! – aullaban otros, mientras se dirigían en tropel hacia la que parecía la barricada más accesible y fácil de franquear. Ascendieron por el intrincado parapeto protector a golpe de intimidatorio mosquete y una vez salvado el obstáculo, al otro lado de la cerca, les salieron al encuentro la multitud de improvisados soldados de Santa Cecilia, entre los que había campesinos y hacendados a partes iguales.
La lucha fue encarnizada, disputando palmo a palmo cada una de las calles y casas de la población. Los colonos se defendían con uñas y dientes, sin rehuir el combate cuerpo a cuerpo en ningún momento; pero pronto su empuje cedió ante la sanguinaria comitiva de hermanos de la costa. La matanza fue atroz; los secuaces de Zoltar disparaban y acuchillaban, sin distinción, a hombres, mujeres y niños, ya fuera cara a cara o por la espalda, a sangre fría. También hubo bajas en el bando pirata, pero la extinción de los colonos fue total; pocos pudieron huir de la que había sido su propia trampa…
Sin perder un instante, los filibusteros que se hallaban en condiciones de salud aceptables, cargaron con todo aquello de valor que habían encontrado durante el ataque en las estancias y sótanos de las casas y mansiones de la población, poniendo de inmediato rumbo a Gibara. Otros tantos, magullados y heridos, formaban una segunda comitiva que caminaba más lentamente hacia el puerto en el que fondeaba el Kari-Anne.
La noche se les echaba encima, pero no parecía importarles gran cosa después de haber salido airosos de la batalla y portando un botín bastante más sustancioso que el conseguido en Gibara. Cuando el último de los piratas abandonó Santa Cecilia, en la malaventurada villa no quedaba más que el hedor de los cadáveres, los enjambres de mosquitos y alguna bandada de alcatraces…
Ya a bordo del Kari-Anne y habiéndose distanciado unas millas de la costa, hicieron el reparto del dinero al contado, del que tocaron a doscientos sesenta reales de a ocho cada filibustero, además de algunas piezas de seda, lino, plata labrada y toda clase de joyas incrustadas de gemas, que venderían nada más llegar a Tortuga. La parte del botín que correspondía a los muertos fue a parar a los hermanados, compañeros con los que pactaban protección mutua y herencia antes de entrar en combate; y tanto mutilados como heridos recibieron lo que por sus daños merecían, con arreglo a las indemnizaciones establecidas.
Habían hecho todos juramento, como era costumbre entre los hermanos de la costa, de no guardar subrepticiamente joya alguna. Por tal motivo, Zoltar ordenó colgar de una verga del Kari-Anne a Johnson, uno de sus marineros, al que habían hallado oculta una esmeralda sustraída del fondo comunitario. Este lamentable suceso apaciguó, por no decir que echó a perder, la incipiente fiesta y algarabía que se estaba formando entre la tripulación debido al éxito de la expedición y a pesar de sus maltrechos cuerpos. El desdichado Johnson fue ahorcado sin demora y una vez que expiró lo desataron y arrojaron a un mar que se encrespaba por momentos.
- Espero que no se vuelva a repetir – fue todo lo que Zoltar dijo al respecto.

Durante la noche comenzó a soplar un viento huracanado que dificultaba sobremanera la navegación. El trayecto hasta Saint George, en Isla Tortuga, en condiciones normales no debería exceder, en principio, de tres o cuatro días, pero con el temporal que se avecinaba, la travesía se antojaba bastante impredecible e incierta.
Nadie pegó ojo en toda la noche. El fuerte oleaje que azotaba la embarcación mecía bruscamente a los piratas en sus coys y zarandeaba todo de un lado para otro. Las primeras luces del alba llegaron acompañadas por una fría lluvia torrencial que tapizaba por completo la cubierta del Kari-Anne con una cristalina capa de agua. En el rostro de los rudos y temerarios filibusteros se atisbaba una mueca de preocupación o cuanto menos de contrariedad. Llegar a Tortuga con el botín y pasar allí un plácido y relajado invierno dilapidando la copiosa fortuna capturada era lo único que tenían en mente y no deseaban que aquel temporal, nunca mejor dicho, les aguase la fiesta.
Pero pronto la embarcación se tornó ingobernable. Collins, el timonel, se esforzaba por controlar la nave, pero la fuerza del mar era muy superior. Recogido por completo el velamen, en parte ya deteriorado por la tormenta, el Kari-Anne estaba totalmente a merced de la corriente y las gigantescas olas del embravecido océano.
- Si hubiera alguna cala o bahía próxima menos expuesta al oleaje podríamos intentar adentrarnos en ella y anclar hasta que amainase – sugirió Mc.Alisther – lo malo es que en este litoral sólo hay acantilados...
- Es peligroso, pero quizá sea la única solución. Aún así, es un riesgo enorme, en cualquier momento podríamos estrellarnos contra las rocas si nos dirigimos hacia la costa... ¡ Por nada del mundo arriesgaría el botín, ni el Kari-Anne !
Mientras Zoltar y Mc.Alisther dilucidaban sobre la solución más idónea para tan extrema situación, el patache se aproximaba a la abrupta costa cubana sin pedir permiso a nadie, arrastrado por las olas...
- ¡ Capitán, es inútil ! - se desesperaba Collins golpeando el timón – No hay nada que hacer...
El capitán miró al timonel a los ojos unos segundos. En las pupilas de aquel pobre diablo se reflejaba la decepción del que piensa que todo está perdido.
- ¡ No puede ser, aparta ! - exclamó Zoltar agarrando el timón con ambas manos, esforzándose al máximo por enderezar el rumbo de la nave.
Pero el Kari-Anne era inexorablemente arrastrado hacia los acantilados zarandeándose como un desdichado pirata que camina borracho en una noche de juerga.
Sobre el mediodía, bajo un intenso aguacero que tornaba el cielo de un gris plomizo, y azotado por el enfurecido viento, el Kari-Anne se estrellaba contra unos escollos a poco más de cuarenta metros de la costa.
Tras el impacto, el casco de la embarcación presentaba varias vías de agua imposibles de achicar; así pues, los piratas, acarreando con pequeños sacos en los que habían guardado sus pertenencias más valiosas y la parte más menuda del botín, especialmente monedas y joyas, se lanzaron al agua para alcanzar a nado la costa.
Embestidos por las olas, algunos piratas fueron golpeados brutalmente contra las rocas, resultando gravemente heridos. Otros, tras el impacto, perdieron el conocimiento y perecieron arrastrados por las corrientes hasta el fondo del mar.
Sin embargo, la mayoría consiguió arribar hasta la zona menos abrupta de los acantilados, ascendiendo desde allí a la cima de los mismos. Entre los supervivientes se encontraban Zoltar y Mc.Alisther. Samuelson, en cambio, más viejo y débil que sus compañeros, murió ahogado.
Una vez a salvo en tierra firme y liderados como siempre por su bravo capitán, comenzaron a agruparse. Mientras se reunían, observaban absortos desde lo alto del acantilado cómo los restos del semihundido Kari-Anne se batían una y otra vez contra los escollos. Alguno de los piratas, sin poder apartar la vista de la nave, se mordía la lengua para no gritar o llorar de rabia al contemplar cómo se hundía con el Kari-Anne aquello por lo que habían luchado; cosas materiales, sí, pero también un sueño y una promesa de futuro y prosperidad...
El chaparrón embarraba la especie de tundra costera sobre la que pisaban, convirtiendo aquello en un auténtico lodazal. Una vez unidos todos los supervivientes, acordaron adentrarse en la isla y encontrar una población cercana en la que tomar al asalto víveres y una nueva embarcación que les llevase hasta Tortuga, apenas separada por un brazo de mar de aquella parte de la costa en la que se encontraban.
Pero fue entonces cuando de entre la espesura del bosque colindante comenzaron a aparecer numerosos soldados españoles y civiles armados en una aparente formación en línea. Seguramente habían sido avistados y seguidos desde tierra, ya que las condiciones del mar eran pésimas, y más probable aún era que se tratase de una guarnición de mosqueteros avisados y guiados por el pequeño destacamento de Santa Cecilia que había huido pocos días atrás de su puesto.
Efectivamente, aquel ejército estaba constituido por la compañía de mosqueteros de Santiago, comandada por el Capitán Hurtado y reforzada por civiles ávidos de recompensa, ya fuera pecuniaria o se tratase de algún tipo de prebendas.
Los piratas estaban acorralados. En frente, un contingente enemigo que les doblaba en número y provistos con armas de fuego de las que ellos, tras el naufragio, carecían o habían empapado la pólvora, inutilizándolas; a sus espaldas, el mar embravecido y una caída al vacío de más de treinta metros. Ningún lugar en el que esconderse y sin posibilidad de huir.
- ¡ Bueno, señores, este es el día de nuestra muerte, hagámoslo al menos con dignidad !- fueron las palabras de Zoltar, espada en mano y calado hasta los huesos. 
A poco más de media milla, el Capitán Hurtado, un extremeño alto, moreno, fornido, de anchos hombros y nariz aguileña, se afanaba en dar a sus hombres las últimas instrucciones antes de entrar en combate. A priori, era un enfrentamiento muy desigual, pero la furia filibustera era capaz de cualquier proeza.
La formación hispana comenzó a avanzar hacia los acantilados desarrollando algo similar a una maniobra envolvente en forma de semicírculo.
- Muchachos, tal vez un ataque en bloque sobre el centro de la formación permita romper sus filas y lograr una vía de escape; así, al menos, algunos consigan salvarse... 
- ¡ De acuerdo, Capitán ! - aprobaron los filibusteros a pesar de hallarse en un lamentable estado, pues la mayoría presentaban cortes y contusiones producto del choque contra las rocas del acantilado.
- Pues, entonces... ¡ Al ataqueeee ! - gritó Zoltar empuñando la espada en todo lo alto y echando a correr hacia el enemigo, seguido por sus hombres.
El encontronazo fue brutal. Algunos piratas cayeron metros atrás fruto de los disparos efectuados por los mosqueteros españoles. Aún así, la táctica de Zoltar, a golpe de sable y machete, consiguió su objetivo abriendo una brecha en la formación hispana por la que intentar huir hacia la foresta.
Pero Hurtado parecía haber previsto ya aquella situación y de entre el boscaje apareció un segundo pelotón de soldados y civiles que terminó por completo con las esperanzas filibusteras.
-¡ Ahora sí que estamos perdidos ! - maldijo Mc.Alisther.
- Ponte a rezar, si sabes... - bromeó Zoltar, y ambos, sabedores de su final, se dieron un apretón de manos acompañado por una sincera y expresiva sonrisa de amistad en los labios.
Las alas del primer escuadrón hispano se cerraron sobre los flancos del grupeto pirata, rodeándolo por completo. Zoltar dispuso entonces a sus hombres en círculo para hacer frente a las acometidas rivales. Hombro con hombro, los filibusteros parecían luchar sabiendo que perecerían allí, pero que se llevarían al mayor número de perros con ellos al Infierno...



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Zoltar despertó sobresaltado en mitad de la noche, rodeado de un montón de cadáveres. Sentía un agudo pinchazo en la cabeza, que le mitigaba o más bien distraía el dolor de otras heridas y cortes de considerable tamaño que tenía en brazos y piernas, coaguladas parcialmente. Se incorporó levemente apoyándose en los codos y girando con dificultad intentó averiguar la identidad de los cadáveres que yacían a su alrededor. En un primer vistazo intuyó que sus hombres formaban el grueso de los caídos...
Recordaba, en el fragor de la batalla, haber recibido un fuerte golpe por la espalda cuando se hallaba a punto de asestar la estocada definitiva a un soldado español, y tras ello, caer fulminado al suelo, perdiendo el conocimiento. Sin duda le habían dado por muerto y dejado allí como pasto de los alcatraces.
A duras penas logró ponerse en pie. Junto a él, el cuerpo de Mc.Alisther se extendía boca arriba con los brazos en cruz y una mueca extraña en el rostro que Zoltar no acertó a descifrar.
El sufrimiento del capitán pirata en aquel instante excedía de lo meramente corporal; sí, era un filibustero, un hombre salvaje y sanguinario, capaz de segar vidas sin una duda, ni remordimientos, espectador impasible de masacres de inocentes o pavorosos incendios de barcos mercantes con niños y mujeres a bordo... Pero aquellos eran sus hombres, con los que había vivido mil aventuras y por los que profesaba un profundo y verdadero apego.
Sentía auténtica rabia al contemplar tan funesta visión; una enorme desazón invadía su alma; deseaba gritar para romper aquel macabro silencio del que la Luna era único testigo. Tan sólo él había quedado en pie y sin duda aquel hecho tenía algún significado. Zoltar no creía en el destino, pero experimentaba una fuerza desconocida que desde el interior se irradiaba por todo su cuerpo y susurraba una palabra: ¡ venganza ! Estaba vivo para poder vengar a sus camaradas.
Comenzó a andar lentamente, encorvado, dolorido, esquivando los cuerpos que se desperdigaban por el campo de batalla, despojados de cualquier objeto de valor; pero poco a poco su bravura de pirata le hizo erguirse y caminar con mayor soltura por espacio de dos horas hasta llegar a una pequeña cala. Estaba totalmente exhausto y cayó rendido sobre la arena.
Amanecía ya cuando el murmullo de las olas rompiendo en la orilla le trajo de nuevo al mundo de los vivos. Se despertó temblando, tiritando de frío y con fiebre, provocada por unas heridas que comenzaban a infectarse. Caía una fina lluvia y el viento soplaba racheado y aún con fuerza, pero el temporal había amainado considerablemente. Sacando fuerzas de flaqueza se introdujo en el mar y comenzó a lavárselas; la sal le ayudaría a desinfectárselas y en el proceso de cicatrización.
Fue entonces cuando se percató de la presencia de unos hombres negros, presumiblemente esclavos, que se hallaban pescando en el mar sobre una pequeña balsa de troncos y juncos. Su aspecto, herido y desarrapado, le hacía pasar por un pescador o marinero naufragado, lo que le permitió acercarse a ellos sin fomentar desconfianza.
En un rudimentario español, que ni Zoltar ni los esclavos hablaban con propiedad, el pirata les pidió ayuda como buenamente pudo. Al comprobar el lamentable estado en el que se encontraba Zoltar y creyendo realmente que se trataba de un superviviente de algún naufragio, le prometieron, una vez terminada la faena, llevarle hasta la hacienda de su amo y allí proporcionarle alimento y curarle las heridas.
La hacienda del colono en cuestión, que se encontraba a pocas millas de la villa de Santiago, no era más que una humilde cabaña con un establo que hacía las veces de granero y cuatro palmos de tierra roturada alrededor de la vivienda. O bien se trataba de un baqueano empobrecido o con mayor seguridad de un chapetón medianamente acomodado…
- Soy un pescador de Saint George que he tenido la desgracia de sufrir el temporal que ha azotado la costa estos últimos días; la embarcación en la que navegaba se fue a pique y fui a parar… - comenzó explicando Zoltar al ser presentado al dueño de la finca.
- No se preocupe, aquí no le faltará de nada, en la medida de lo posible, claro está, - sonreía el orondo colono con falsa modestia – mis esclavos y mi mujer se ocuparán de que así sea… Y por volver a casa tampoco sufra, por aquí recalan muchos marineros y pescadores de Isabela y Puerto Príncipe que podrán llevarle de vuelta a Saint George…
- Muchas gracias.
- ¡ Oh, no me lo agradezca, es lo menos que puedo hacer…!
Zoltar intuía en las palabras y sobreactuados gestos de aquel hombre que sospechaba de su verdadera identidad, aunque no parecía importarle mucho, ya que por todos era conocida la rivalidad entre chapetones y los ricos hacendados y la cobertura que dispensaban los rezagados a todo aquello que tuviera que ver con la piratería, el enriquecimiento rápido con el contrabando y la desgracia de los baqueanos, y Zoltar, en caso de ser, como era, un auténtico pirata, podía ser un buen amigo para el futuro, con un favor que agradecer…   

Una semana después, Zoltar se encontraba prácticamente recuperado. Algunas de sus heridas tuvieron que ser cosidas para que cicatrizasen, desinfectadas y cubiertas con vendas y emplastos. El dolor había desaparecido casi por completo y tan sólo cuando realizaba movimientos bruscos sentía que las cicatrices le tiraban.
La noticia de la masacre llevada a cabo por la guarnición del Capitán Hurtado sobre unos piratas británicos que habían atacado Gibara y Santa Cecilia se extendió durante esa semana por los alrededores, siendo el tema exclusivo de conversación en las plazas y villas de la zona, información que Zoltar no despreció en absoluto pues le permitía conocer de primera mano cual habría de ser el objeto de su venganza, personalizado en el afamado Capitán Hurtado.
Aquella misma tarde, a primera hora, había fondeado en el puerto de Santiago un esquife procedente de Isabela, tripulado por tres pescadores, que trocaban en el mismo muelle la mercancía capturada por especias que venderían a su regreso.
Las dotes persuasivas de Zoltar convencieron sin problema a los pescadores isabelinos para que le llevasen de vuelta a Tortuga, prometiéndoles una sustanciosa suma a cambio en cuanto pusiera un pie en el puerto de Saint George.
Una vez intercambiada la mercancía y sin demora alguna, los tres marineros y Zoltar, se dispusieron a partir hacia Isla Tortuga. El propio Zoltar desató la amarra y empujó levemente el esquife con uno de los remos para alejarlo del muelle para, acto seguido, cedérselo a uno de los pescadores que comenzó a remar en dirección a la bocana del puerto.
Según se alejaban de la villa de Santiago, Zoltar, de pie sobre uno de los bancos del bote, pensativo, ensimismado, con los ojos inyectados por el odio, echó un último vistazo general a la población:
- ¡ Ten por seguro que volveré para vengarme o te buscaré allí donde estés, Capitán Hurtado ! – fue su velada despedida.






Lanzarote, mayo de 1605




Amanecía en la isla cuando las campanas de la iglesia de San Cosme comenzaron a tañer de forma inequívoca. Los campesinos abandonaban sus quehaceres en los campos de cultivo de cereales, vides o tuneras, para esconderse en los jameos cercanos o aproximarse al castillo de Santa Bárbara, en la cima del monte Guanapay y punto más alto de la isla, sobre la capital, Teguise.
Los pescadores del Río – como los lugareños llamaban al brazo de mar que separaba Lanzarote de la pequeña isla Graciosa – los habían avistado con las primeras luces del alba y de inmediato se dirigieron a Orzola, puerto natural de la zona y a Ye, ya en el interior de la isla, para hacer sonar las campanas de las iglesias e ir transmitiendo el mensaje de población en población.
Se trataba, por el tipo de embarcaciones: dos jabeques, una pinaza y un balandro, de piratas berberiscos o moriscos, con toda probabilidad procedentes de Salé, ciudad situada en la desembocadura del río Bou Regreg, a unas setenta millas al Este de Lanzarote y principal puerto pirata de la costa atlántica norteafricana.
Los descendientes de los moriscos expulsados de España un siglo atrás seguían conservando y manteniendo su odio hacia todo lo hispano y por tal motivo eran los piratas que con más asiduidad atacaban las costas españolas del Mediterráneo y Canarias en busca de venganza o botín, a menudo cofinanciados por los judíos sefardíes cuyos antepasados habían sufrido idéntica suerte.
De igual manera, los españoles realizaban incursiones o cabalgadas punitivas en el Magreb con similar finalidad y con la intención de extinguir o cuanto menos mermar la piratería de la zona.
Lo realmente cierto es que las islas Canarias no estaban suficientemente defendidas, ni fortificadas, y los piratas, tanto europeos como africanos, lo sabían, lo que hacía de ellas un blanco fácil y apetecible a pesar del escaso botín que pudieran llevarse en ocasiones, dependiendo de la época del año en la que se encontrasen.
Así pues, el balandro, de catorce puestos de artillería, y una pinaza, de dos mástiles y veinte metros de eslora, con una tripulación conjunta de noventa individuos aproximadamente, se establecieron en la Graciosa, mientras que los dos jabeques, comandados por un capitán turco conocido como Dogalí Soliman, y con más de cien hombres a bordo armados hasta los dientes, se dirigieron hacia el Sur de la isla por su cara Oeste con el propósito de desembarcar en las playas del Papagayo, punto más meridional de Lanzarote y ascender desde allí hasta el Norte, al encuentro de sus camaradas, arrasando por el camino con todo lo que encontraran a su paso.
Al tercer día de expedición y sin oposición alguna, la comitiva pirata llegó a la falda del monte Guanapay, donde se asentaba la fortaleza de Santa Bárbara, protegiendo la capital de la isla, Teguise. El castillo había sido construido medio siglo atrás por el arquitecto e ingeniero italiano Torriani a instancia del gran Felipe II y copiando el tipo de fortaleza diseñado por Juan Bautista Antonelli, presentando una construcción con fortísimos muros en talud, plataformas para los cañones y garitas cilíndricas.
Tras un primer intento de aproximación, vista la severa y enconada respuesta de artillería que desde el castillo y la villa encontraron, el turco Dogalí Soliman y su lugarteniente Tabac Garruc, un morisco de anchos hombros y piel cetrina, decidieron abandonar la empresa conformes con el botín y los destrozos causados hasta ese  momento, embarcando al atardecer de ese mismo día en las playas de Fámara, frente a la isla Graciosa, donde se reunieron con el resto de la flota pirata.
Habían quemado a su paso los campos de cereales del Sur de la isla, vaciado las bodegas de la Geria y saqueado los campos de tuneras para llevarse el valioso tinte carmín de la cochinilla; habían capturado un centenar de mujeres, hombres y niños, que serían vendidos como esclavos en los zocos de Fez y Marrakech, y pasado a cuchillo a unos doscientos isleños que en su periplo hacia el Norte habían opuesto algún tipo de resistencia.
Días más tarde, a pesar de la afortunada defensa de Teguise, el gobernador de la isla, Sancho Herrera, envió misiva urgente al Valido del tercer Felipe a la capital del reino, Valladolid, con el fin de solicitar de su Majestad mayor defensa de la isla, tras el desaguisado pirata, argumentando que ésta no estaba suficientemente fortificada y que además, muchos de sus habitantes la abandonaban en pequeñas embarcaciones clandestinamente dirigiéndose a otras islas del archipiélago, a pesar de la prohibición expresa que al respecto existía para evitar la despoblación, a lo que se unía la escasez de individuos, fruto de la atroz matanza, las cosechas perdidas, los campos arrasados y las bodegas vacías.
A los diez meses de aquel desagradable acontecimiento, arribaba en el puerto de Arrecife, en la costa Este de Lanzarote, procedente de Cuba, el capitán Sebastián Hurtado, en calidad de Capitán General de la isla, con funciones tanto militares como políticas y acompañado por una flota de tres carracas y doscientos hombres de mar y guerra, así como un grupo de ingenieros que se encargarían de estudiar la orografía de la isla y dotarla de torres de vigilancia y castillos en sus puntos más vulnerables.
No cabía duda alguna que la carta de Sancho Herrera había sido bien recibida y atendida por el Rey y su Valido, pues enviaban a un militar respaldado por sus éxitos contra los piratas en el Caribe; pero tal concesión se veía refrendada más por el temor y la imposibilidad de perder una sola de tan valiosas y estratégicas islas que por la influencia que el propio Herrera pudiera tener en la Corte, si es que tenía alguna.
Así pues, el capitán Sebastián Hurtado y la mayor parte de su guarnición, soldados viejos y curtidos en los mares de las colonias americanas, se instalaron en Teguise, construyendo una serie de barracones bajo el castillo en los que acuartelarse y defender aún mejor la fortaleza de Santa Bárbara, mientras que un grupo más reducido hacía lo propio en Yaíza, al Sur de la isla, en las mismas laderas del Timanfaya.
Fueron recibidos con mucho júbilo por parte de los lugareños, que de esta forma se creían más seguros y complacidos por lo que la llegada de aquel contingente pudiera suponer en cuanto a la reactivación del comercio tanto interior como exterior en la isla. Pero nada más lejos de la realidad, pues lo único que acompañaba a aquel destacamento de soldados eran sus armas. Ni una sola moneda traían consigo. De tal forma que, en un principio aclamado capitán Hurtado, se vio obligado a grabar con nuevos impuestos a la ya de por sí castigada población con el fin de poder afrontar los gastos de aprovisionamiento y manutención de la tropa, comerciando principalmente con los puertos de Sevilla y Cádiz, amén de reservarse una parte de las futuras cosechas de cereal y vino para sus militares.
Esta impopular decisión desencantó a los inicialmente emocionados isleños y especialmente a la pequeña nobleza que habitaba la isla, que anteriormente campaba y gobernaba a sus anchas y capricho, y entre los que se encontraba Sancho Herrera, el antiguo gobernador de la isla.


Bajaba en dirección al puerto con una sonrisa en los labios, observando las gentes que correteaban y abarrotaban las calles de la ciudad, calado el sombrero de ala ancha y mesándose el bigote. El gobernador Lloyd, en nombre de Jacobo I de Inglaterra, había decidido por fin otorgarle al capitán Zoltar, tras un año de peticiones, una patente de corso con la que poder navegar por aquellas aguas del Caribe, dotándole además con una bricbarca de tres mástiles y diez cañones por banda para tal efecto. La elección de la tripulación, así como los gastos de la misma, corrían por cuenta propia, de tal forma que Zoltar sólo pudo enrolar cuarenta hombres de entre la peor chusma de las tabernas de Port Royal, con la promesa de cuantioso botín, cuya mitad, según la patente expedida por Lloyd, iría directamente a las arcas de su Graciosa Majestad.
Le había costado mucho esfuerzo y perseverancia hacerse valer ante el gobernador, más interesado en otros lujos y quehaceres, y se decía a sí mismo que tal vez aquella fuese la última posibilidad de capitanear un barco como aquel y no estaba dispuesto a desperdiciarla.
Tan minucioso como siempre, había ultimado hasta el más mínimo detalle y adoctrinado previamente a la caterva de borrachos y delincuentes que conformaban la tripulación, con el ánimo de dejarles las cosas bien claras desde el principio. ¡Cómo echaba de menos a los hombres de Kari-Anne y en especial a McAlisther!
Sin embargo, los miembros de la Melissa, que así había bautizado Zoltar la bricbarca, no eran más que antiguos piratas y marineros abocados por uno u otro motivo a la mendicidad, pero ávidos de aventuras y riquezas, que, al fin y al cabo, era la mejor motivación que se podía tener al embarcar en una nave corsaria.
Destacaba entre todos ellos un holandés llamado Van Tegel, un tipo espigado pero fibroso, de larga y lisa melena rubia, ojos claros y tez más pálida que la cera de una vela, pero que conocía a la perfección la parla inglesa, amén del portugués, el español y la suya propia, lo que resultaba muy útil por aquellos mares tan dados a encontrar gente de las partes más dispares del mundo. Al parecer, este Van Tegel, era náufrago de un barco mercante holandés y aspiraba a ganar algún dinero como pirata con el que poder regresar a su tierra natal. No teniendo mucho donde elegir, Zoltar había decidido nombrarle su segundo de a bordo, aunque sólo fuera porque podría transmitir con precisión las órdenes a toda la tripulación del Melissa gracias a sus conocimientos lingüísticos.
Y así, con el ánimo presto, las fuerzas renovadas y un grupo de maleantes de la peor catadura, era como Zoltar se disponía a partir de Port Royal en dirección a Santiago de Cuba, donde tenía una cuenta pendiente que saldar.
Al segundo día de navegación y sin contratiempo alguno, llegaron a Santiago de Cuba en calidad de comerciantes portugueses, país que por aquel entonces pertenecía al vasto Imperio español. Bajo esta estratagema y amparados en el buen uso del idioma por parte de Van Tegel, amarraron el Melissa a puerto sin mayor demora. Acto seguido, un par de hombres, junto con el propio Van Tegel, descendieron en busca de la información solicitada por Zoltar, que no era otra que encontrar al capitán Sebastián Hurtado.
Pero cuál sería la sorpresa del capitán pirata cuando a las dos horas de periplo e indagaciones por las calles y puerto de Santiago, los tres hombres enviados por Zoltar volvieron con la siguiente noticia: el capitán Hurtado había partido hacia Lanzarote, una de las islas Canarias, tras ser solicitados sus servicios por el Rey de España.
-¡Maldita sea! – exclamó el capitán pirata.
Aquello trastocaba sensiblemente sus planes de venganza y su compromiso como corsario de su Majestad Jacobo I de Inglaterra en aquellas aguas del Caribe; pero desde el día que perdió a la tripulación del Kari-Anne en aquella batalla no muy lejos de donde se encontraban, había jurado vengarse allí donde debiera ir y en la parte del mundo en la que hubiera de ejecutarla.
-¡Está bien, pongamos rumbo a Canarias, señores! Hágaselo saber a la tripulación, Van Tegel. – le ordenó al holandés.
-Pero, capitán, eso se aleja bastante de nuestros objetivos…
-No, no lo crea; las naves del oro pasan por Canarias antes de llegar a España y allí las esperaremos.- argumentó Zoltar.
-¿Y todo esto tiene algo que ver con ese tal capitán Hurtado?
-Mucho, Van Tegel, mucho. – afirmó Zoltar con una leve sonrisa en los labios y atusándose las guías del bigote.


Comenzaba a brillar el Sol en el horizonte cuando Neeson, el vigía de turno, avistó dos embarcaciones que se acercaban sin miramientos hacia ellos cortándoles cualquier vía de escape. Por desgracia, la suave calima no permitía ver con claridad de qué tipo de bajeles se trataba.
Llevaban dos meses navegando y habían cruzado el océano Atlántico para nada más plantarse frente al litoral canario comenzar a tener encuentros inesperados.
-¡Barco a la vista, por babor! – gritaba Neeson desde su atalaya en lo alto del palo mayor.
Exaltado y aún acabando de ponerse la casaca azul bordada en oro que le distinguía como capitán, Zoltar salió de su camarote maldiciendo y con el catalejo en la mano.
El vigía, con un gesto rápido y nervioso le señaló el peligro.
-¡Por todos los diablos, tenemos problemas! – maldijo el capitán pirata.
Parecían ser dos galeras turcas o moriscas, le informó a Van Tegel un renegado portugués que se hallaba en cubierta, ya que el lusitano sabía de la inquina que los expulsados sentían hacia sus antiguos vecinos hispanos, siendo muy probable que les hubieran confundido con un bajel comercial que llegaba a Canarias para hacer escala y aguada en su ruta hacia la Península y, por lo tanto, un enemigo perfecto al que saquear y enviar al fondo del mar.
-¡Zafarrancho, a los cañones! – ordenó Zoltar mientras agarraba por el brazo a Van Tegel. – Aquellos que no estén en los cañones que vayan cogiendo mosquete y espada, que esto me huele a abordaje y habrá que pelear…
-¡Sí , capitán!
Mientras tanto, los piratas del Melissa subían a cubierta semidesnudos, legañosos y despistados por aquel repentino toque tras semanas de tedio, pero en cuestión de segundos, se apercibieron de la situación y comenzaron a ocupar sus puestos y realizar, cada cual, su cometido con eficacia, en parte gracias al sencillo adiestramiento al que Zoltar les había sometido durante la tranquila travesía transoceánica.
Las galeras berberiscas se acercaban sin pausa al Melissa, que había virado noventa grados rumbo Norte para tomar el viento de espaldas e hinchar las velas buscando la mayor velocidad posible.
-Una descarga certera cuando estén a tiro y a correr. – pensaba Zoltar.
Pero nada más lejos de la realidad. Las naves berberiscas, al observar de cerca el tipo de barco que era el Melissa – una bricbarca bien pertrechada – y presuponer casi sin temor a equivocarse que se trataba de un corsario inglés que buscaba presa por aquellas aguas, ya que no lucía pabellón alguno, arriaron banderas blancas y fletaron un bote con la intención de embarcar unos cuantos hombres para parlamentar. Ya se sabe: enemigos comunes crean grandes amigos.
Como no podía ser de otra manera, Van Tegel se vio obligado por el precavido Zoltar a descender, junto con otros tres hombres del Melissa, hasta la lancha berberisca, que inmediatamente fue conducida hacia una de las dos galeras.
Resultaron ser aquellos desconocidos parte de la gran flota pirata de Salé, una suerte de república independiente formada en su mayoría por moriscos expulsados años atrás de tierras españolas y más en concreto de la población extremeña de Hornachos.
Tras casi dos horas de amistoso diálogo, Van Tegel y sus acompañantes abandonaron la embarcación y de vuelta en el Melissa detallaron a Zoltar los términos de la conversación. Una vez aclarado que serían recibidos con los brazos abiertos en el puerto y ciudad de Salé, cambiaron el rumbo y se dispusieron a seguir a las galeras berberiscas.

La tarde comenzaba a caer cuando avistaron el puerto y las murallas de Salé, de las que sobresalían, serpenteando colina arriba, un buen número de apiñadas viviendas encaladas con puertas y ventanas de color azul, así como los estilizados minaretes de las mezquitas que, con el Sol rayando el horizonte, se reflejaban en el tranquilo océano.
Al llegar al activo y bullicioso puerto, Zoltar y sus hombres descendieron del Melissa y, atravesando toda la ciudad, fueron conducidos por un pequeño séquito, comandado por Tabac Garruc, hasta la kashba o fortaleza de la urbe, donde serían inicialmente hospedados, a la espera de ser cordialmente recibidos por el gobernador de la plaza, el Sultán Muley Zidan.
En medio de todas las construcciones de la población destacaba la gran mezquita de Salé, en estilo benimerín, de la misma época que las fortificaciones de la ciudad y la medersa cercana, que presentaba en su interior unas magníficas tallas de estuco y preciosos grabados en madera de cedro.
Al adentrarse en la medina, uno de los moriscos que escoltaba al grupo de piratas capitaneado por Zoltar, les comentó que en la mellah o barrio hebreo, habitaban muchos judíos españoles, al igual que ellos, asentados allí tras la expulsión en 1492, los cuales respaldaban económicamente con frecuencia las campañas piráticas contra intereses hispanos gracias a sus pujantes actividades comerciales con el resto de pueblos y reinos de la zona o del Mediterráneo, tanto europeos como africanos.
Una vez distribuidos y aposentados en varias viviendas del interior de la fortaleza, Zoltar se permitió el lujo de echar un vistazo por las inmediaciones antes de que cayera la noche. Así fue como pudo observar las mazmorras de la kashba de Salé, en las que sobrevivían a duras penas alrededor de mil cautivos a la espera del abono del rescate por parte de los cónsules respectivos o de los monjes mercedarios o redentoristas que trataban de liberarlos, previo pago, con distinto precio según su rango u ocupación.

A la mañana siguiente Zoltar fue recibido en el impresionante Salón Dorado del palacio de la kashba por Muley Zidan, el sultán bereber que gobernaba la ciudad-estado o República pirata de Salé. Era un hombre de mediana estatura, delgado, de piel cobriza y poblada barba; lujosamente vestido con una túnica de seda púrpura con bordados de oro en puños y cuello; completaba su atuendo calzando unas coloridas babuchas y tocado con un pomposo turbante de grandes dimensiones. Acercándose a Zoltar, le preguntó en un rudimentario inglés:
-¿Os apetece una taza de té, capitán?
Zoltar, sorprendido por la inesperada pregunta inicial del sultán, no pudo por menos que sonreir y responder afirmativamente. Acto seguido, a un leve gesto de Muley Zidan, aparecieron casi como por arte de magia una reducida comitiva de sirvientes que dispusieron todo lo necesario para tomar el refrigerio de la forma más cómoda y agradable que el pirata británico podría haber imaginado: sentados ambos contertulios sobre amplios cojines y regalando a la vista y a los oídos una sensual danza y una hechizante música, interpretadas ambas por hermosísimas mujeres andalusíes de largos y rizados cabellos, oscuros como una noche sin luna. El agradable olor a incienso y sándalo, ayudaban a crear una atmósfera inigualable.
En aquel distendido ambiente hablaron largo rato sobre la situación política internacional y de las particularidades del Caribe y de aquella zona del Norte de África. Zoltar le expuso brevemente los motivos por los que se había dirigido a las islas Canarias y el sultán le prometió su ayuda a la vista de que, en parte, sus objetivos, si no eran comunes, no se hallaban muy distantes.
Terminado el encuentro, Zoltar se despidió del sultán con un cordial abrazo y abandonó el palacio con una amplia sonrisa dibujada en la cara y maquinando la forma de hacer cuanto antes efectiva su deseada venganza.


Los primeros rayos de Sol hacían su aparición en el horizonte cuando los tripulantes del Melissa abandonaron la kashba de Salé para descender colina abajo y dirigirse al puerto. Habían dormido poco, ya que esa misma noche, aunque de forma respetuosa y sin armar mucho jaleo, habían podido saciar sus ansias de juerga con un buen vino y unas cuantas escavas, cortesía de Muley Zidan. Subieron a la embarcación y comenzaron a revisar rápidamente cada uno de los elementos y pertrechos de la bricbarca con la facilidad que da la inercia de la costumbre.
Ya entrada la mañana, un nutrido batallón de aproximadamente cien moriscos fuertemente armados hizo su aparición en el puerto dispuesto a aparejar dos jabeques que fondeaban junto a la boca del puerto, justo en frente del Melissa.
Zoltar y Tabac Garruc, acompañados por un esclavo británico que hacía las veces de intérprete, ultimaban en el muelle los detalles de la incursión y las pautas a seguir. Una perfecta coordinación se antojaba fundamental para llevar a cabo exitosamente el plan, pues ambos sabían que cualquier mínimo problema de sincronización podía echarlo todo al traste.
Zarparon las tres naves alcanzado el mediodía; con viento a favor y el ánimo presto. A Zoltar no le quedaba otro remedio que confiar en aquellos moriscos oriundos de la España a la que pensaban atacar en su punto más débil: las Canarias. Pero el capitán pirata nunca se hallaba tranquilo cuando parte del cometido de una empresa no dependía por entero de él o de sus hombres, por mucho que aquellos moriscos odiasen a sus antiguos vecinos.
De todas maneras, las tres embarcaciones se dirigían sin demora hacia la isla de Lanzarote.
Una vez avistada la isla, el Melissa tomó rumbo Norte con la intención de rodearla y llegar hasta la pequeña isla Graciosa, donde tenían pensado fondear y esperar al día siguiente para cruzar la lengua de mar que separaba la Graciosa de Lanzarote y adentrarse entonces en esta última con dirección a su capital, Teguise. Por su parte, los dos jabeques moriscos, comandados por un altanero y confiado Tabac Garruc, continuaron rumbo Oeste para, amparados por la noche, hacerse cargo del puerto más importante de la isla, que no era otro que el de Arrecife, y desde allí avanzar por el interior hasta unirse con soltar en las inmediaciones del monte Guanapay. El capitán andalusí ya se había paseado un año atrás por la isla en una sangrienta marcha triunfal junto a Dogalí Solimán y esperaba poder repetir tan gratificante experiencia.
Pero desde entonces las cosas habían cambiado mucho y rápidamente en la isla, pues lo que no sospechaba Tabac Garruc era la sorprendente celeridad con la que se habían construido dos cuarteles de artillería que custodiaban – uno a cada extremo – el puerto de Arrecife.
Así pues, cuando las dos embarcaciones moriscas se hallaban a escasos cien metros de la bocana del puerto de Arrecife – dispuestos los hombres a saltar a los esquifes y tomar al asalto la ciudad – varias descargas de cañón tronaron en el silencio sepulcral de la noche, alcanzando el velamen de ambos jabeques que, una vez imposibilitados para maniobrar, se vieron irremediablemente a merced de nuevas detonaciones.
A pesar de tamaño contratiempo, los aguerridos moriscos continuaron con el plan acordado y descendiendo a los esquifes intentaron llegar a puerto. Las ráfagas de artillería canaria eran constantes, haciendo estragos entre el contingente berberisco que intentaba alcanzar la costa en las pequeñas y frágiles embarcaciones auxiliares. Los pocos que lograron poner los pies en tierra firme fueron recibidos por un buen número de soldados españoles dispuestos a no dejar ni un solo pirata vivo. La lucha fue encarnizada, pero en desigual combate, los hombres de Garruc fueron finalmente aniquilados en poco más de una hora.
A la mañana siguiente, el Melissa cruzó el Río, como llamaban los lugareños al estrecho que separaba la Graciosa de Lanzarote, y desembarcó casi a la totalidad de la tripulación, excepto a media docena de ellos, que harían labores de vigilancia. Una vez posados los pies sobre las playas de Fámara, Zoltar indicó a sus hombres los pasos a seguir: avanzarían hacia Teguise, arrasando con todo lo que hallasen a su paso y sin hacer prisioneros. El objetivo era el castillo de Santa Bárbara, donde presumía que se encontraba a buen recaudo lo mucho o poco de valor que pudiese haber en la isla y por supuesto, Hurtado.
-Bueno, muchachos, esta es una oportunidad inmejorable para hacernos jodidamente ricos. – alentó el capitán pirata a sus hombres soltando una sonora carcajada.
Acto seguido, comenzaron a ascender por los empinados y abruptos acantilados que conducían a la volcánica meseta interior de la isla, en cuyo centro se ubicaba Teguise.
Nadie les salió al paso y a media tarde avistaron el monte Guanapay, la colina sobre la que se asentaba el castillo de Santa Bárbara, vigía de la capital de la isla y donde se suponía que en sus cercanías debían unirse al grueso de la expedición pirata. Zoltar realizó un gesto explícito para que todos los hombres se detuviesen y echasen cuerpo a tierra.
-¡Maldita sea, capitán, no hay ni rastro de los moriscos! – se quejó Van Tegel, que yacía tumbado junto a Zoltar, observando el horizonte.
-Tranquilo, ya llegarán. Mientras, esperaremos aquí, en estos peñascos; nosotros solos no somos suficientes y de momento no hay enemigos a la vista.
La tarde se hizo eterna. Y cayó la noche sin noticias de los piratas de Salé.
-Esto ya empieza a mosquearme. – pensó en voz alta el capitán británico.
-¿Y si les ha pasado algo? – comentó el segundo de a bordo.
-Más les vale que así sea, porque si nos han vendido de mala manera, ten por seguro que lo pagarán muy caro. – concluyó un enfurecido e inusualmente nervioso Zoltar.
Pasaron la noche al raso, parapetados en aquellas últimas elevaciones de terreno que precedían al gran valle sobre el que descansaba Teguise. Al otro lado de la llanura, se alzaba, imponente, el monte Guanapay, coronado por el castillo de Santa Bárbara.
Aquella misma mañana, los piratas pudieron ver desde su escondite cómo un grupo de soldados españoles llegaba a Teguise y minutos más tarde ascendía hasta la fortaleza. Sin duda traían noticias de lo acontecido dos días atrás en el puerto de Arrecife. El capitán Hurtado, que dirigía desde allí los designios de la isla durante el último año, fue puntualmente informado de lo ocurrido en Arrecife y de cómo los piratas berberiscos habían sido abatidos exitosamente por el destacamento de artillería que allí se encontraba. El Capitán General de Lanzarote no cabía en sí de gozo.
Mientras tanto, Zoltar y sus secuaces permanecían ocultos tras las afiladas rocas de lava entre las que habían pasado la noche.
-Capitán, será mejor que abandonemos; esos africanos nos han dejado tirados como perros y los soldados españoles no tardarán en encontrarnos si permanecemos más tiempo aquí; incluso algún lugareño puede dar el chivatazo si nos ve…
-Tienes razón, solos no podremos tomar la fortaleza, ni hacer frente a una escuadra numerosa, pero cómo se lo explico yo a los hombres que han venido hasta aquí de mi mano y esperan hacerse ricos con el botín prometido. – se lamentó Zoltar.
-Siempre será mejor eso que una muerte segura. – sugirió Van Tegel.
-Ya, pero es una cuestión de honor…
Las horas transcurrían sin novedad alguna y los hombres del Melissa comenzaban a murmurar a espaldas de Zoltar sobre la situación en la que se encontraban.
-Capitán, ¿qué vamos a hacer? ¿A qué esperamos? – le preguntaron finalmente.
-A nada, señores, supongo que abandonamos…
-¡Pero cómo, capitán! ¿Hemos llegado hasta aquí para marcharnos ahora con las manos vacías?
-Me temo que sí. No arriesgaría ni una sola de nuestras vidas estúpidamente.
Un murmullo generalizado se apoderó del grupo de piratas, hasta que su capitán dio la orden irrefutable de volver rápidamente al Melissa y zarpar de regreso a Salé.
La bricbarca corsaria hizo su entrada en el puerto norteafricano acompañada por unas salvas de artillería a modo de feliz recibimiento. Lo que todos desconocían era el paradero de los dos jabeques comandados por Tabac Garruc que partieron días atrás junto con el Melissa hacia las costas canarias.
-Me temo lo peor. – vaticinó un Muley Zidan consternado tras la relación de lo ocurrido por parte del capitán del Melissa, que había sido recibido de inmediato en el Salón Dorado del palacio de la Kasbah. – Y ni siquiera les hemos podido infligir el menor daño.
-Hemos de volver por ellos o al menos aclarar de alguna forma lo que haya podido ocurrir.
-Sin duda, pero eso no será hoy, ni mañana; tengo otros asuntos que requieren todo mi atención y necesito hasta el último de mis barcos y mis hombres para ello; el sultán de Rabat planea atacar Salé con la ayuda de corsarios franceses y repelerlos requerirá todos los esfuerzos. Entiende que no pueda encargarme ahora de lo que le haya podido ocurrir a Tabac Garruc y su tripulación, aunque ello también me preocupe.
-Por supuesto, lamentó Zoltar, que de aquella forma veía aplazada su venganza de manera indefinida.
-Por cierto, capitán, podéis quedaros en Salé el tiempo que os plazca.
-Será un placer, Majestad. – agradeció Zoltar, que con una exagerada reverencia se despidió del sultán y girando sobre sí mismo se encaminó hacia la puerta del magnífico Salón Dorado.
-Ese perro de Hurtado se ha vuelto a salvar… pero no quedará impune.- masculló para sí el capitán pirata una vez atravesado el dintel de la puerta.- En cuanto pueda, volveré.


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Tras la exitosa fortificación y defensa de Lanzarote por parte del Capitán Hurtado y su regimiento, fue llamado éste a la recién estrenada Corte madrileña para llevar a cabo otra misión: combatir la piratería en las lejanas islas españolas de Filipinas. Sin lugar a dudas, a esas alturas el Capitán Hurtado era considerado como uno de los mejores soldados de todo el Imperio Español y, sobre todo, el más indicado para hacer frente a los piratas filipinos y chinos que pululaban por la zona, avalado por sus anteriores éxitos.
Por su parte, Zoltar y los suyos permanecieron una temporada en Salé y pusieron su potencial bélico al servicio del Sultán Muley Zidan para luchar contra los soldados franceses y las hordas de la vecina Rabat, que intentaban hacerse con la estratégica e incómoda república de piratas; pero finalmente, una tácita lucha de intereses, junto a un nulo entendimiento, hicieron que el presumible ataque a la plaza de Salé quedara en agua de borrajas.
Unos meses más terde y dando ya por desaparecidos a Tabac Garruc y los tripulantes de los dos jabeques moriscos que aquel comandaba, Muley Zidan decidió probar un nuevo ataque. Envió espias disfrazados de humildes pescadores para valorar las defensas de la isla y estos descubrieron que Hurtado había sido llamado por su Rey para encabezar una expedición rumbo a Filipinas. El destino de Zoltar no podía ser otro que ir en busca del capitán español allí donde estuviese para cumplir su venganza…


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El mar estaba en calma; la brisa vespertina traía consigo el pegajoso calor de la humedad del ambiente mezclada con la alta temperatura. Zoltar tenía la camisa empapada en sudor y el pelo, lacio, se le adhería a la cara. No se había movido del castillo de proa en todo el día, vigilante, expectante. No conocía aquellos mares del Sur, aunque sí había oído hablar de los piratas filipinos, chinos y malayos. Al parecer, estos sólo tenían en común con los americanos, caribeños y europeos el ansia de riquezas conseguidas por medios expeditivos y totalmente fuera de la Ley, porque por lo demás, eran bien distintos: estos, lejos del individualismo imperante entre los piratas europeos y antillanos, para los que cada barco era un ente social y su capitán la máxima autoridad, los piratas orientales eran del todo corporativos; escuadras enteras de embarcaciones estaban unidas bajo el mismo mando con una jerarquía férrea y bien estructurada, lo que les hacía letales a la hora de atacar e invulnerables a la hora de defenderse.
Estas escuadras monopolizaban la rapiña y el comercio de una amplia y determinada zona del Sudeste asiático. El enriquecimientos era inmediato y sus miembros disfrutaban de ello en mayor o menor medida.
Van Tegel se desplazó hasta el lugar en el que se hallaba su capitán para comunicarle que, según sus cálculos, se encontraban muy cerca de Mindanao, la isla más extensa de las que conformaban las Filipinas y en la que se asentaba la capital, Manila. Y es que Zoltar había decidido no andarse con rodeos y planear una táctica rápida y directa para acabar con su enemigo: desembarcarían en una playa cercana a la ciudad y entrarían en el interior de la muralla disfrazados de campesinos; una vez dentro, buscarían al Capitán Hurtado y el resto era fácil de adivinar… Lo difícil sería escapar posteriormente de aquella ratonera una vez cometida la fechoría, pero en la vida de un pirata no había éxito sin riesgo, aunque en este caso no se trataba como tantas veces de dinero, sino de una cuestión de honor…
Se ocultaba el Sol en el horizonte cuando avistaron tierra. Al caer la noche, amparados por bajo la luz de la Luna llena, vislumbraron una pequeña cala en la que adentrarse y fondear. Alcanzaron la playa utilizando los dos esquifes con que habían dotado al Melissa antes de salir de Salé. Tan sólo quedaron en el barco los necesarios para pilotarlo en caso de emergencia, con la orden de descargar tres salvas en señal de peligro para avisar a sus camaradas en tierra. De todas maneras, las reducidas dimensiones del Melissa no le hacían especialmente visible desde el mar o la costa en aquella recóndita cala. Aún así, habrían de actuar con celeridad si querían minimizar riesgos y salir airosos de aquel lance. Zoltar les había llevado hasta allí por motivos personales, pero ninguno de sus hombres le había abandonado en Salé al comunicarles sus pretensiones de venganza. No eran tan distintos después de todo de los marineros del Kari-Anne como en un principio creyó. Al fin y al cabo, siempre tuvo un sexto sentido para sondear en el alma de las personas a la hora de elegir tripulación.
Un día y medio era el tiempo previsto para ejecutar la operación: entrar dispersos en la ciudad, localizar al Capitán Hurtado y procurar la huída de Zoltar y la del resto de los navegantes del Melissa una vez realizado cada uno su cometido. No era la primera vez que muchos de aquellos hombres hacían algo similar, pues eran en su mayoría viejos lobos de mar hechos al contrabando, el asalto, la estafa, coacciones e incluso el asesinato…
Pasaron la noche a la intemperie, entre la exuberante maleza que crecía a escasos metros de la costa y de la capital de la isla. La humedad se les metía hasta los huesos, haciéndoles tiritar y parecer unos cobardes en vez de valerosos filibusteros.
A primera hora de la mañana, con el armamento oculto entre el ropaje - puñales, cuchillos y pistoletes - fueron entrando en la ciudad de forma paulatina y escalonada amparados entre la multitud de campesinos que acudían a la urbe para vender sus mercaderías, en especial productos hortofructícolas y animales de granja, y conseguir otras viandas principalmente mediante el sistema de trueque.
Zoltar había dejado en el Melissa su llamativo sombrero y su espléndida casaca de capitán; por el contrario, llevaba una mugrosa camisa blanca, unos raídos calzones de color beige y unas sencillas sandalias de esparto. Nadie diría que aquel hombre era el flamante capitán de un temido bajel pirata; más bien tenía aspecto de un humilde colono español.
Una fina lluvia matinal refrescaba mínimamente la temprana sensación de bochorno. Un cielo plúmbico ayudaba a apaciguar, si no el calor, sí el impacto directo de los rayos del Sol.
Según avanzaba por las callejas de Manila, Zoltar encontraba cada vez más similitudes con las ciudades caribeñas y centroamericanas; al fin y al cabo, eran todas obra de españoles en mayor o menor medida, o habían sido remodeladas por los ingenieros de la metrópoli. Echaba de menos Salé y su intrincada y colorida medina, llena de encanto y aromas embriagadores; siempre bulliciosa y agradable.
Un torpe lugareño se empeñó en poner en apuros a Zoltar dirigiéndose a él en castellano, que junto con el portugués, era el idioma que imperaba en la capital filipina. La utilización de los dialectos aborígenes había sido duramente reprimida por los españoles desde un primer momento; aquello formaba parte de la colonización: imponer por las armas el sistema político, el idioma y la cultura del invasor.
Estaba a punto de protagonizar un altercado con aquel desarrapado colono cuando milagrosamente apareció Van Tegel para sacar del aprieto a su capitán, y espresándose en perfecto castellano, se disculpó ante el lugareño y asiendo del brazo a Zoltar se alejaron rapidamente de la escena.
-Deberías haberme dejado darle su merecido a ese desgraciado. Si supiera con quien…
-No era el momento de llamar la atención, capitán, usted mejor que nadie lo sabe, siempre tan correcto y discreto…
-Sí, tienes razón, estoy algo alterado. Ardo en deseos de toparme con ese malnacido de Hurtado y…- al entrar en una concurrida plazoleta, Zoltar decidió callarse.
No habían transcurrido dos horas desde que se adentraron en Manila cuando el viejo Johnson ya había localizado el pequeño palacete en el que residía el capitán español.
Aunque de reducidas dimensiones, el palacio era sobrio, magnífico, todo él hecho en piedra, con una decoración de influencia herreriana, al estilo de la Corte española.
El edificio estaba enclavado en una de las cuñas – a modo de baluarte – que describía el perímetro amurallado, emplazamiento desde el que se obtenían inmejorables vistas tanto del puerto como de la mayor parte de la población. Cuatro soldados custodiaban la entrada, pero presumiblemente habría más en el interior del recinto. Para desgracia de los piratas, el cuartel que albergaba el regimiento comandado por el propio Hurtado se hallaba justo detrás del palacio señorial.
-Será una tarea complicada.- señaló Johnson una vez advertido su capitán.
-No hemos venido hasta aquí para echarnos atrás ahora. – fue la respuesta de Zoltar. – Vosotros simulad una pelea frente a la puerta del palacio; yo me encargaré de colarme por una ventana, ¿entendido?
-¡Entendido! – contestaron al unísono los hombres de Zoltar.
Y así lo hicieron. Varios tripulantes del Melissa se acercaron hasta las inmediaciones del palacio y comenzaron a fingir una acalorada discusión. Según se aproximaban disimuladamente hacia la puerta de acceso a la mansión, la disputa iba subiendo de tono, hasta que comenzaron a golpearse unos a otros de forma tan convincente que los centinelas no tuvieron más remedio que acudir a poner orden, momento que aprovechó el capitán pirata para adentrarse en la vivienda por la propia puerta principal sin que nadie se percatase de ello.
Los secuaces de Zoltar, amparados en la fingida trifulca, comenzaron a agredir a los propios soldados españoles, que se defendían de buena gana dando mandobles e intentando echar mano a la espada. Cuando dos de ellos consiguieron desenvainar el acero, los ladrones del mar huyeron sin miramientos a toda prisa por las calles de la ciudad. Su parte del plan estaba hecha; ahora le había llegado a Zoltar el turno de actuar.
Avanzaba sigilosamente, agazapado entre las sombras que proporcionaban los arcos del pórtico del patio central del palacio. Fue entonces cuando le vio. Sebastián Hurtado se dirigía hacia la entrada principal del edificio alarmado por el ruido del tumulto que habían organizado los piratas. Pero Zoltar, que parecía haber salido de la nada, se interpuso entre el capitán español y la puerta.
-He esperado mucho tiempo este momento. – fue su frase de presentación.
-¿Quién sois? – preguntó sobresaltado el español echando mano al acero instintivamente.
-¿No me recuerdas? Nos vimos en Santiago de Cuba, hace unos años… ¡Mataste a todos mis hombres!
-¡Valiente malnacido, pirata! Demasiadas molestias te has tomado viniendo hasta aquí.
-Puede que así sea, pero ten por seguro que merecerán la pena, pues he venido a matarte y cumpliré mi promesa.
En ese instante, Zoltar sacó de entre sus ropas un pistolete que llevaba oculto y apuntó hacia Hurtado. Tendría que dispararle desde más cerca, a bocajarro, si quería aniquilarlo, pues era un arma de escaso alcance y precisión. Pero Hurtado reaccionó rápidamente y se abalanzó sin pensarlo sobre Zoltar antes de que este efectuase el disparo, pues de lo contrario no tendría posibilidad alguna.
-¡Bang! – sonó el disparo.
Los dos cuerpos cayeron al suelo en un macabro abrazo.
Alertados por la detonación, los guardias del palacio acudieron al patio central, encontrándose a Zoltar en el suelo, intentando desembarazarse del cuerpo inerte del capitán Hurtado, que había caído sobre él.
Sin tiempo para que el capitán pirata reaccionase, los soldados españoles se le echaron encima y comenzaron a golpearlo con extrema brutalidad, propinándole sonoras patadas y puñetazos, para una vez exhausto y malherido, reducirle de pies y manos con unos grilletes.
El capitán Hurtado fue llevado en volandas al cuartel de infantería, donde se hallaba el médico del destacamento militar, pero nada se pudo hacer ya por él; había perdido demasiada sangre por la herida que le había causado en el abdomen el disparo del pistolete. Falleció sin ni siquiera poder recibir la extremaunción.
De inmediato, se dio orden de cerrar todas las puertas de la ciudad, tratando así de evitar la fuga de los posibles cómplices del capitán pirata. Se interrogó por las calles y casa de la ciudad durante horas a aquellos que podían resultar sospechosos y aunque algunos de los hombres de Zoltar, entre ellos Van Tegel, pudieron eludir el cerco gracias en parte a su dominio del español, la mayoría fueron detenidos y maniatados al igual que su capitán.
Horas más tarde, dos embarcaciones de guerra españolas salían del puerto de Manila con la intención de encontrar en aguas cercanas el barco pirata del que procedía aquella chusma que había sido detenida. Pero en cuanto los galeones españoles fueron avistados por los contados tripulantes que habían quedado en el Melissa, izaron velas y salieron como una exhalación de la pequeña cala en la que se guarecían y huyeron despavoridos sin rumbo fijo, sólo teniendo en cuenta el viento a favor. Los potentes pero pesados galeones españoles no pudieron dar alcance a la veloz bricbarca pirata y tras un breve conato de persecución, desistieron y regresaron a puerto.
El demacrado Zoltar y sus secuaces pasaron la noche encerrados en los húmedos y lóbregos calabozos del cuartel de la capital filipina. Intuían lo que les esperaba, puesto que eran piratas y como tal serían juzgados, con el agravante de haber asesinado, Zoltar, y haber participado, el resto, en la muerte del capitán español.
A excepción del vapuleado y maltrecho Zoltar, que yacía inmóvil en el suelo de su celda, el resto de los marineros no pudo pegar ojo en toda la noche. Parecía como si quisieran aprovechar cada instante de vida que presumían se les escaparía en breve. Silenciosos, cabizbajos y totalmente abatidos, contemplaban la moribunda estampa de su capitán como clara imagen de la derrota.
Aquella misma mañana, convenientemente encadenados, la comitiva pirata fue conducida desde las mazmorras del cuartel hasta la Plaza Mayor de la ciudad. Zoltar, que apenas se tenía en pie, era prácticamente arrastrado por dos soldados españoles que, cuando falto de fuerzas, caía al suelo, aprovechaban para propinarle algún que otro puntapié.
Una multitud enfervorizada se congregaba en la plaza y sus aledaños, donde en la parte central se había dispuesto un cadalso con el mismo número de sogas que de presos dispuestos a ajusticiar. Todo parecía indicar que el juicio estaba visto para sentencia y no habría clemencia para ninguno de los malhechores.
En voz alta fueron leídos los cargos que se les imputaban; acto seguido, fueron subidos a un pequeño taburete y rodeado el cuello con una gruesa soga. Zoltar, que se sostenía a duras penas, hubo de ser sujetado por un par de soldados. Ninguno de ellos pronunció una sola palabra, una queja, siquiera un suspiro, ni derramó una sola lágrima. Eran piratas y sabían de antemano los riesgos que conllevaba su peculiar oficio. Habían vivido conforme a sus ideas o necesidades, pero no habían respetado la vida de otras personas y en aquel instante debían pagar por ello.
Las diminutas banquetas de madera fueron retiradas y los cuerpos de los filibusteros cayeron al vacío con todo su peso. Aquella sería una muerte lenta, agónica. No podía ser de otra manera tratándose de piratas.
-¡Morid, perros ingleses! – gritaba la gente que se agolpaba en la plaza para contemplar el dantesco espectáculo.- ¡Así ardáis en el infierno!
El malhadado Zoltar, en su postrer aliento, con los ojos inyectados en sangre, esbozó una leve sonrisa, una macabra mueca de estupor y alegría a la vez, pues, al final, había cumplido su venganza… Descansaría en paz.