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Saludos fans de la Ciencia Ficción!!!Me llamo Iván Avila y os doy la bienvenida a mi blog. En él encontraréis un espacio en el que compartir nuestras inquietudes, visiones y gustos sobre la Ciencia Ficción y la literatura Fantástica en general. Cada semana iré introduciendo un relato de cosecha propia, junto con comentarios sobre mis lecturas, recomendaciones, clásicos, novedades y demás historias.Espero que lo visitéis a menudo y paséis un buen rato leyendo y compartiendo conmigo nuestra pasión común por la Ciencia Ficción.

sábado, 2 de noviembre de 2013

BOLSILIBRO Nº3

Una fantasía heroica con el trasfondo desolador de la guerra. Sin duda mi mejor bolsilibro hasta el momento.




CRÓNICAS DE ALTERIA
(La guerra de los cinco reinos)


Rock and Wood, así se llamaba la cochambrosa taberna a la que llegó el forastero. Tenía los ojos verdes y el pelo cobrizo; barba espesa y andares pausados. Bajo la pesada gabardina escondía un par de pistolones y una afilada daga. No cabía la menor duda: era un soldado de fortuna.
El mercenario abrió la puerta, se quitó el sombrero y se detuvo un instante a echar un vistazo general al tugurio. Buscaba a alguien, pero parecía no encontrarlo. Tal vez no había llegado. Aún.
Se dirigió a la barra y pidió una jarra de cerveza. La estancia estaba repleta, pero le llamó la atención un ruidoso grupo de ociosos soldados que charlaban, entre risas y chanzas, alrededor de unos cuantos cuencos de vino. Quizá ellos pudieran ayudarle.
Se acercó hasta la mesa y saludó cortésmente con la mejor pronunciación frysia que pudo.
-Buenas tardes, caballeros, ¿ Conocen al Sobremando Jeyson Ziriab ?
Los seis soldados detuvieron en seco la conversación y observaron de arriba abajo al extranjero.
-¿ Quién lo pregunta ? – interpeló uno de ellos.
-Yo lo pregunto.- respondió el forastero socarronamente.
-Pues, me temo, Yo, que no conocemos al bastardo por el que preguntas.- contestó otro, ante la consiguiente carcajada de sus compañeros.
Sin pensárselo dos veces, y a la velocidad del rayo, el mercenario sacó una de las pistolas que llevaba en la gabardina y apuntó a la cabeza del soldado que se había burlado de él. Todos dejaron de sonreir y se quedaron atónitos. Perplejos.
-¿Conocen al Coronel Ziriab ? – volvió a preguntar sin dejar de apuntar al soldado.
¡ Aquel tipo estaba completamente loco ! Seis hombres contra uno era un mal negocio. Sin duda era hombre muerto.
Pero entonces llegó su salvador.
-¡Todos los hombres de armas, en pie y andando, partimos esta misma noche hacia Varnia! – gritó desde la puerta un hombre de mediana edad, moreno, corpulento, elegantemente vestido de uniforme militar y totalmente repleto de galones. Era Jeyson Ziriab.
El mercenario bajó el arma y esbozó una leve sonrisa. Esperó a que el coronel le mirase para saludarle con un guiño de ojo. La expresión de Ziriab fue de grata sorpresa. No esperaba encontrarse con aquel viejo amigo.
-Este hijo de puta se ha salvado…-farfulló uno de los soldados, refiriéndose al forastero.
-Nos veremos las caras, en otra ocasión…- amenazó el que hasta hacía unos segundos había sido encañonado, sosteniendo la mirada del extranjero.
- Será un placer.- respondió el hombre de los ojos verdes.
Entre tanto, el coronel Ziriab ya se había acercado hasta el forastero con los brazos abiertos para a continuación darle un efusivo abrazo.
-¡ No me lo puedo creer ! ¿ Cómo tú por aquí ?
-Ya lo ves, soy un soldado de fortuna y voy donde se me puede necesitar. Donde está la guerra, está el dinero y ahí estoy yo.
-¡ Maldito cabrón ! No me puedo creer que hayas llegado a esto. Un flamante General de Kardia, desertor y convertido en mercenario.
-Había cosas que no me gustaban en Kardia… No fue una guerra legal…
-¡ Ninguna guerra es legal, amigo mío, en qué mundo vives !
-Pero aquella fue diferente, demasiadas muertes inocentes… Sé de qué estoy hablando…
-Bueno, tu lo sabrás mejor que nadie.- Jeyson Ziriab ablandó el gesto hasta llegar casi a sonreir.- De todas formas, amigo, me alegro de volver a verte.

Avanzaban despacio entre las más absoluta oscuridad. La mayoría de los soldados del ejército frysio apenas sobrepasaba los veinte años y muchos de ellos jamás habían traspasado las fronteras de su comarca natal, y mucho menos las del reino. Al Sur, hacia donde se dirigían, les esperaba el contingente Varnio que, junto con las hordas Lysias, conformaban el grueso de las tropas de aliados contra el enemigo común, Kardia.
Tras la invasión kardiana de Éridan, el más pequeño y septentrional reino de la gran isla-continente de Alteria, el resto de naciones intuyeron que su voraz enemigo no se detendría en aquella conquista y proseguiría su expansión por todos los territorios de Alteria. Y como no hay mejor defensa que un buen ataque, se apresuraron a reclutar a todo aquel que estuviese en condiciones de empuñar un arma y encaminarse, sin demora alguna, primero a liberar Éridan, y posteriormente a arrasar Kardia.
A parte de las unidades varnias, frysias y lysias, completaban el descomunal ejército aliado un nutrido batallón de exiliados eridanos y algún que otro mercenario o disidente kardiano, entre los que se encontraba Zacarías Shoniak, nuestro pistolero y viejo amigo del comandante Jeyson Ziriab. 
Zacarías Shoniak estaba acostumbrado a la guerra. Había luchado en dos de ellas: en la primera, como un jovencísimo soldado raso, en la segunda como Alférez, grado conseguido tras el arrojo mostrado en la primera contienda. Había combatido codo con codo junto a  Ziriab en una guerra civil fratricida que dividió la isla en los actuales cinco reinos, cara a cara, frente al enemigo, pero también había disparado por la espalda, matado civiles, violado mujeres y niñas, y aparentaba no sentir remordimientos por ello. Pero por dentro estaba podrido; muchas veces había deseado haber muerto en la batalla antes que cargar con todos aquellos recuerdos. La guerra le transformó en un ser humano vil y despreciable, y a cambio le regaló un buen puñado de medallas, monedas y la vitola de héroe.
En su periplo por tierras lysias, hacia Varnia y Éridan, los altos mandos del ejército federado negociaban el aprovisionamiento con los comerciantes y alcaides de las ciudades por las que pasaban. Aquello era un puro trámite, pues todos sabían que en tiempos de guerra, se podía confiscar un porcentaje de las reservas que cada población tuviera para abastecer el ejército. Así pues, todos callaban y aceptaban el ínfimo precio acordado por temor a que vaciasen sus despensas por la fuerza y no recibiesen una sola moneda a cambio. Aquello era como un deber, la forma en que los civiles ayudaban a aquellos que les protegían y luchaban por ellos, como decía Ziriab.
Seguían al ejército aliado un numeroso grupo de pequeños comerciantes de productos básicos de primera necesidad y armeros que reparaban o afilaban las armas de aquellos que tenían el dinero suficiente para que alguien lo hiciera por ellos; pero también se podía distinguir una nutrida caterva de estafadores, buhoneros, fulleros y prostitutas, que veían en una tropa movilizada una buena ocasión para ganarse la vida.
Entre los personajes más curiosos y conocidos que formaban parte de aquella marea humana había un juglar-soldado llamado Ivo Dávilan, que en las noches de frío, junto a la hoguera, o al raso, en las noches cálidas de verano, animaba las veladas con historias sobre la guerra o con canciones de alto contenido erótico o satírico. Tendría alrededor de cincuenta años, enjuto, medio miope, de pelo cano y arrugas que competían con las cicatrices de las cuantiosas heridas que podían vérsele por todo el cuerpo. Era el segundón de un noble frysio, abocado como tal a la vida monástica. Así pues, pasó su infancia entre los muros de un monasterio, aprendiendo los rudimentos de la escritura, la música y las ciencias, pero en cuanto tuvo la edad y la fuerza para empuñar un arma, decidió abandonar la vida eclesiástica y enrolarse como soldado bajo las órdenes de su hermano mayor Aslan, uno de los generales al mando del ejército de Alteria, con el que años más tarde lucharía en la guerra civil que desunió a la gran isla en los cinco reinos de Kardia, Varnia, Frysia, Lysia y Éridan.
Ivo, en el ejército frysio, hacía labores de intérprete y redactor de documentos - ya que entre los militares pocos eran los que sabían leer o escribir - aunque eso no le impedía pelear como el que más. Pero con el tiempo y la edad, todos le iban conociendo como el veterano contador de historias que amenizaba las hogueras nocturnas de los campamentos. Todos se afanaban en convidarle a su círculo junto al fuego para poder disfrutar de una cancioncilla picante, un relato fantástico o alguna lejana batalla adornada por el tiempo…
Al sexto día de marcha, los aliados acamparon a pocos kilómetros de la frontera que separaba Varnia de Éridan, junto a una vetusta fortaleza, reservada para alojar a los nobles y altos mandos. Aquel era el último lugar seguro antes de entrar en territorio eridano, donde sin duda encontrarían los primeros focos de resistencia de los invasores kardianos.
Cuando el contingente en el que viajaba Shoniak llegó al emplazamiento fronterizo, la avanzadilla aliada ya había comenzado a levantar las tiendas de campaña para albergar a los recién llegados y a los cazadores que se habían dispersado por la zona y que volvían con piezas cobradas en los bosques cercanos con las que completar la aburrida sopa del rancho y las tortas de cereal. La coordinación entre las dispares tropas aliadas era ya casi perfecta y eso se notaba en detalles como aquellos. Sin duda a los rezagados como Shoniak les tocaría hacer la primera y más larga guardia de la noche, tras la cena. Esas reglas no escritas formaban parte del compañerismo militar.
-¡Esta muela me está matando! – se quejó Ivo Dávilan al incorporarse al calor de una hoguera con un cuenco de comida y su laud al hombro.
-¡Venga ya, Ivo, no pongas excusas baratas! – le reprochó uno de los presentes.
-Pero si sólo te debe quedar esa muela, qué casualidad que te vaya a doler esta noche…- alegó otro, ante las carcajadas del resto.
Ivo gruñó y en un primer momento no hizo caso a sus compañeros.
-Está bien, os contaré algo, pero dejadme terminar esta bazofia antes de que se me enfríe.
En ese momento, Zacarias Shoniak se incorporó al corro, saludando al personal llevándose la mano al sombrero.
-Buenas noches camaradas.
La mayoría le saludaron abiertamente, pero otros le miraron con recelo. Shoniak era kardiano, desertor, pero kardiano, y eso, algunos, lo tenían muy en cuenta.
Ivo rompió el silencio.
-¿Por qué estamos aquí? – preguntó a sus compañeros, abriendo los brazos y mirándolos a todos.
-Por la guerra y por el malnacido de Mornak. – respondió uno.
-Eso es, por el malvado Mornak, rey de Kardia… Pero lo que pocos saben es que Mornak no siempre fue un ser odioso y despreciable. Yo tuve la oportunidad de conocerle cuando tan sólo éramos unos críos y os puedo asegurar que aquel Mornak nada tiene que ver con el actual… Os contaré una anécdota al respecto, pero antes, los más jóvenes, habréis de saber que antes de la guerra, de la última guerra, Alteria era un único y extenso reino agrupado bajo la tutela del Gran Rey Ubaldo, padre de Mornak, donde el comercio, las artes y las ciencias sobresalían entre un crisol de culturas distintas pero no enfrentadas... Y sin embargo, míranos ahora, ¿qué nos ha pasado? Antiguos hermanos luchando unos contra otros…
-Esos bastardos kardianos no son mis hermanos, Ivo, y nunca lo serán… - interrumpió uno de los soldados, al parecer varnio, volviendo la mirada hacia Zacarías.
Todos aquellos que conocían someramente a Shoniak se quedaron petrificados, esperando la reacción del kardiano. Ivo, por un momento, se quedó sin palabras ante la escena. Desconocía que aquel malcarado pelirrojo era kardiano.
Zacarías Shoniak se levantó pausadamente sin desviar la mirada del espontáneo entrometido y se dirigió hacia él. Éste se levanto también, pero como un resorte. Ambos se encararon.
-No creo que seas tan valiente como para repetirlo. – le espetó Shoniak tan cerca de su cara que podía sentir su aliento. Aquella gélida mirada de penetrantes ojos verdes era capaz de derretir al más peliagudo malhechor. El varnio le sostuvo la mirada apenas un par de segundos y luego esbozó una temblorosa sonrisa y agachó la cabeza.
-Era una broma, hombre, je, no todos los kardianos tienen que ser iguales, ¿no? -  y acto seguido se sentó de nuevo, asustado. Zacarías Shoniak permaneció allí de pie unos segundos, sin moverse. Por fin Ivo Dávilan se atrevió a interrumpir.
-Bueno, visto lo visto y para no caldear el ambiente, ¿qué os parece una cancioncilla alegre para animar la noche y dejamos las historias para otro momento?  ¿Dónde están esas rameras? ¡Esta canción es para ellas!
Y comenzó a tocar.
El resto de la noche transcurrió sin sobresalto alguno y la mañana sorprendió a Zacarías Shoniak habiendo dormido apenas tres horas.
-¡Vamos, gandules, en pie! – se desgañitaba Ziriab, atravesando la zona del campamento donde se encontraban las tiendas de la miscelánea tropa de infantería.
Entre la multitud, Jeyson Ziriab encontró a Shoniak desperezándose.
-Querido amigo,- le saludó – creo que hoy será el primer día en que tengamos un poco de acción…
-Volvemos a los viejos tiempos…- respondió Shoniak esbozando una leve sonrisa, apenas una mueca.
-No, esto no tiene nada que ver, amigo, esto es muy diferente.- hizo una pausa en la que se le escapó un suspiro.- Mira estos muchachos apenas destetados, nada tienen que ver con los aguerridos soldados que luchaban hombro con hombre junto a nosotros en aquella maldita guerra. Aquellos días no volverán, se perdieron muy lejos, en el pasado…
-¿Eso crees? ¿Acaso no es siempre lo mismo, la misma historia, la misma mierda?
Se miraron durante unos segundos en el más absoluto de los silencios. Por sus mentes pasaron miles de recuerdos, imágenes imposibles de borrar y un sabor amargo que se impregnaba en la garganta.
Ziriab apoyó la mano sobre el hombro de su pelirrojo camarada, que permanecía sentado, atándose las botas, y agachó la cabeza, pensativo. Tras unos instantes, palmeó la espalda de su amigo y continuó hacia delante, volviendo a gritar.
-¡Arriba, panda de vagos; esos kardianos os van a meter una pica por el culo y ni os vais a enterar!- reñía desesperadamente a los más adormilados, que ni con el vozarrón del Comandante se despertaban. La mayoría de los holgazanes rezagados eran muchachos que rondaban la veintena, que seguramente seguían apurando sus primeras noches fuera de casa acompañados de prostitutas, desfogándose como nunca lo habían hecho, sin prejuicio alguno y mientras durase el mucho o poco dinero que llevasen y la tranquilidad relativa que suponía la ausencia de batallas.
A media mañana ya habían recogido el campamento y atravesado la frontera. El primer objetivo del ejército aliado era la ciudad fronteriza de Trámara. La coalición varnia, frysia, lysia y eridana asediaría la plaza en caso de no haber rendición inmediata e intentarían persuadir a los sitiados con demostraciones de fuerza, haciéndoles ver que era un suicidio oponer resistencia y que lo mejor que podían hacer era capitular en condiciones lo más favorables posibles y abandonar Trámara, replegándose hacia el interior de Eridan o hacia su país de origen, porque de lo contrario, sufrirían la ira del ejército enemigo, que les impondría un férreo asedio. Sin duda no habría piedad para nadie.
La ciudad de Trámara se asentaba sobre una loma no muy pronunciada, encajonada entre la confluencia de dos corrientes de agua, pues no se les podía otorgar la categoría de río, debido a su escaso caudal y proximidad entre sus orillas. A pesar de ello, los elementos geográficos, si bien no eran insalvables, sí ayudaban a la imponente cerca que resguardaba la ciudad a parecer una ciudad difícil de asaltar.
Enviarían un mensajero para instarles a marchar sin daño alguno, pero la mayoría de los altos mandos de la Coalición daban por hecho que aquello sería un asedio más o menos prolongado.
Y así fue. El alcaide kardiano de la recién conquistada plaza eridana, no se rendía, pues tenía órdenes de resistir hasta la muerte. Es más, amenazaba a los asediantes con pasar a cuchillo a todos los prisioneros eridanos que guardaban en mazmorras y edificios, si no deponían su actitud belicosa y regresaban a sus tierras del otro lado de la frontera.
Estaba claro que la población eridana que permanecía dentro de las murallas era elevada: unos como prisioneros y esclavos, otros en connivencia forzosa en mayor o menor grado con los conquistadores, bien por interés o por salvar vida y haciendas.
Tal vez los soldados kardianos suponían un tercio de los sitiados, pero se trataba de auténticos fanáticos que no se rendirían hasta derramar su última gota de sangre sobre las empedradas calles de Trámara.
Aún así, el ejército aliado no podía detenerse mucho tiempo ante el primer escollo que encontrase en su camino hacia la capital eridana. Así pues, desplegaron toda la maquinaria bélica que transportaban consigo y comenzaron a actuar.
Aquella misma tarde comenzaron a llover proyectiles a discreción contra casi todos los ángulos del perímetro amurallado, actividad que no cesó durante la noche. Argamasas incendiarias, piedras del peso de un hombre, flechas, todo valía para amedrentar cuanto antes a los cercados. Si de paso causaban un buen número de bajas, pues mejor que mejor.
Algunos soldados de la Coalición cometían la temeridad de aproximarse hasta las murallas y lanzar algún que otro animal en descomposición para intimidad y a la vez provocar pestilencia dentro de la ciudad; repitiendo la operación introduciendo y esparciendo vísceras putrefactas en los arroyos que cruzaban la urbe, con el ánimo de causar intoxicaciones y enfermedades entre las tropas enemigas.
Así estaban las cosas, cuando la mañana del cuarto día de asedio se pudo escuchar un estrepitoso alboroto dentro de las murallas de Trámara. Los sonidos de lucha eran evidentes e inequívocos. El chocar de los aceros, las detonaciones de pistola, los desgarradores gritos de rabia, de muerte y venganza. ¡Alguien estaba luchando en el interior de Trámara!
Enseguida, Ziriab y el resto de mandos del ejército aliado, se imaginaron que aquello se trataba de una confrontación entre los propios kardianos o lo más probable, entre soldados kardianos y la desesperada población autóctona, que se habría levantado en armas ante una situación insostenible que los precipitaba a una muerte segura. Al menos - pensarían- morirían matando y luchando por lo suyo y su dignidad.
Al día siguiente, todo era silencio. Ni siquiera se oía el llanto o el quejido de algún posible superviviente. Algunos jirones de humo ascendían por entre los torreones de la muralla. Olía a muerte, y como un buitre revoloteando sobre la carroña, el ejército de la Coalición había decidido que aquel era el momento de entrar al asalto en la ciudad y saborear las mieles de un triunfo que no por inesperado iba a ser menos satisfactorio.
La unidad encargada del ariete se aproximó a la puerta principal de Trámara y comenzó a descargar su atronadora furia contra los robustos maderos reforzados con piezas de hierro que conformaban la entrada.
¡Pero qué equivocados estaban al pensar que aquello iba a ser un inesperado y grato paseo militar! Al parecer, las tropas kardianas habían ganado la refriega y se habían reorganizado durante la noche y, aún diezmados, se aprestaban a defender la ciudad.
Así, comenzaron a arrojar grava hirviendo por los matacanes de las torres barbacanas que flanqueaban la puerta principal y achicharraron en el acto a los soldados que manejaban el ariete, a pesar de ir cubierto el artilugio militar con un grueso toldo de cuero.
-¡Hijos de perra! – protestó estupefacto y cariacontecido el Mariscal Taverner, el más veterano de los altos mandos de la Coalición. – Ahora sí que se van a enterar esos mal nacidos.- dio un fuerte golpe sobre la mesa en la que se desplegaban unos planos de la ciudad de Trámara y se dirigió al resto de mandos, entre los que se encontraba Jeyson Ziriab.- ¡No hay tregua, señores, ya saben lo que hay que hacer!
-¡A por ellos!
-¡Muerte a los kardianos!
-¡Muerte! – corearon todos al unísono, enardecidos por la situación.
Zacarías Shoniak estaba integrado en una unidad varnia de infantería con arma corta: cuchillos, alfanjes, pistolas y pequeñas ballestas. Algunos llevaban un escudo redondo de reducidas dimensiones, más aptos para repeler los golpes en las distancias cortas y la  lucha cuerpo a cuerpo que para protegerse de dardos o saetas. Estaban posicionados, según lo dispuesto por los Generales, tras las unidades de asalto, formadas por una línea de arqueros que mantenían a raya la resistencia de las torres, infantes provistos de armaduras y largas picas en vanguardia, y un contingente de caballería pesada como fuerza de choque, dispuesta para cargar y abrir brecha en las líneas enemigas y facilitar el acceso y avance al resto de la tropa al recinto amurallado.
Algunos arqueros, al llegar a la altura de la puerta principal de Trámara, guardaron sus armas y se hicieron cargo del ariete, retomando la actividad asediadora de los achicharrados. Tras varios intentos, la puerta, finalmente, cedió entre tremendos crujidos y chirridos; aquellos tablones remachados con piezas de metal parecían quejarse del castigo inflingido por el ariete, maldiciendo su destino.
Las primeras unidades atravesaron el rastrillo de la puerta e inmediatamente fueron recibidos por una lluvia de flechas y proyectiles varios, que si bien hacían mella en los arqueros e infantes, apenas inquietaban a la caballería pesada, resguardada tras sus recias armaduras, cuyos componentes se iban dispersando por las empedradas calles de la ciudad, persiguiendo a los soldados kardianos que les habían brindado tan amable recibimiento y que habían salido despavoridos al ver la que se les venía encima.
La diezmada infantería kardiana caía desperdigada por las ensangrentadas callejas de la urbe; algunos, con los miembros amputados, otros, con los cráneos abiertos, dejando escapar la masa encefálica, pero todos ellos asesinados con ensañamiento.
La patrulla varnia en la que servía Shoniak, avanzaba por las laberínticas calles, camino del castillo, donde se presumía que se hallaría el grueso de la resistencia kardiana y donde tendrían recluidos, muy probablemente, a los prisioneros. En su camino hacia la fortaleza, se cruzaron con apenas una docena de enemigos,  a los que abatieron a tiros y remataron a cuchilladas; incluso decapitaron a algunos. También se toparon con civiles eridanos, a los que conminaron a encerrarse en sus casas o en algún lugar seguro hasta que terminase la contienda.
Cuando los componentes del comando en el que servía Zacarías llegaron a la fortaleza, ésta ya había sido asaltada por las tropas de vanguardia. Decenas de cuerpos yacían desperdigados por las estancias, patios y escaleras del castillo; algunos eran soldados, tanto aliados como sardianos, otros civiles, probablemente se tratase de prisioneros ajusticiados a última hora por los efectivos kardianos, sabedores de su inevitable final y que querían despedirse de este mundo de la manera más vil y despreciable: llevándose consigo el mayor número de vidas posibles, aunque estos fueran inocentes e inofensivos civiles. “¡Qué mezquino puede llegar a ser el ser humano!” pensó Zacarías Shoniak ante aquella escena tantas veces vista. “¿Cómo no despreciar a toda nuestra especie... cómo no despreciarme a mí mismo, que, al fin y al cabo, soy uno más de ellos?” Tal vez no, pero una lágrima parecía asomar a sus ojos...

Unas semanas más tarde ya estaba toda la tropa asentada en la ciudad de Trámara. Durante aquellos días reconstruyeron el castillo, la muralla, varios palacios y edificios como el hospital o la lonja; enterraron extramuros a los muertos propios y quemaron a los enemigos en una descomunal pira tras requisarles las armas e inventariar el arsenal, hasta devolver, en parte, la normalidad a la ciudad.
Los altos mandos, entre los que se hallaba Zyriab, así como las unidades de caballería, se instalaron en el restaurado castillo y en el antiguo palacio del conde eridano Baruk Salhad, mientras el resto del ejército lo hacía diseminado por los barrios populares, repoblados de nuevo por los supervivientes de la contienda, los prisioneros liberados, los comerciantes, mercachifles y prostitutas llegados al calor de las tropas aliadas y por lugareños huidos que habían regresado a sus casas tras la victoria aliada provenientes de los bosques y montañas cercanos donde se había escondido durante la invasión para salvar sus vidas y pertenencias.
Zacarías Shoniak y los compañeros de armas que lucharon con él en la toma de la ciudad, con los que había trabado sincera amistad, fueron ubicados en una vivienda de dos alturas del barrio sur de la urbe, el destinado a los artesanos del cuero y las telas. Tuvieron suerte, pues otros dormían en establos, cuadras y gallineros de casas aún más humildes que aquella. Así pues, no podían quejarse, aunque Shoniak había pasado días enteros en lugares mucho peores que aquellos.
Aquella misma mañana les habían comunicado que se quedarían en la ciudad como parte de las unidades de la guarnición encargada de custodiar la plaza tomada, lo cual no agradaba al proscrito kardiano, que prefería marchar hacia Éridan, conquistarla y de allí poner rumbo a Kardia, que quedarse realizando labores mucho más seguras, pero en extremo tediosas para un hombre de acción como él.
El propio Zyriab se lo comunicó en persona, al quedar con él en una taberna de la barriada sur.
-¡No puede creer que me hagas esto, Jeyson! – se quejaba Shoniak a su viejo amigo y superior. Había llegado una hora antes que el comandante frysio; tiempo más que suficiente para conseguir que adornaran la mesa en la que se sentaban media docena de jarras de cerveza de las que el pelirrojo kardiano había dado ya cuenta.
-No he podido hacer nada, Zacarías, no dependía de mí decidir qué parte del ejército se quedaría aquí y cuántos efectivos marcharíamos hacia Éridan...
-Pero qué casualidad, que una pequeña guarnición de no más de quinientos hombres se quede aquí para salvaguardar un enclave recuperado y me vaya a tocar a mí ser uno de ellos... ¡Yo, un veterano que valgo por diez de esos chiquillos imberbes que lleváis a la muerte en vanguardia!
-Has bebido demasiado, Zacarías, y estás diciendo tonterías. Aún así, te prometo que en cuanto pueda, te llamaré al frente conmigo. ¿Entendido?
-¡Va! – gesticuló con desdén el pistolero que, volvió la cabeza y llamó la atención de la voluminosa tabernera. - ¡A ver, más cerveza aquí!
-¡Zacarías, no me jodas! No bebas más y vete a casa a dormir la mona.
-No me quiero ir, Jeyson.- dijo golpeando con el puño en la mesa.
La tabernera, que llevaba en ese instante dos jarras de cerveza en las manos, se sobresaltó y derramó parte del contenido en el suelo de la sala.
-Lo siento, señora, este soldado está borracho y al parecer no sabe comportarse...- le disculpó Zyriab ante la dueña.
-No se preocupe, capitán.- respondió la tabernera con una leve sonrisa de resignación que aún así resultó agradable. Era una mujer de mediana edad, de grandes pechos y anchas caderas, pero hermosa aún. Sin duda en su juventud debió tener muchos pretendientes y le rondarían nobles, a pesar de su condición plebeya. Ella y su marido se habían vuelto a hacer cargo del negocio tras pasar los últimos meses en la costa Este, en las cuevas de los acantilados de Fabern, escondiéndose de las patrullas kardianas. Rosamunda, que así se llamaba la mujer, posó las jarras de cerveza sobre la mesa y volvió a su lugar tras la barra.
-Necesito estar con una mujer.- soltó de pronto Shoniak.
-No lo dudo, amigo, pero hoy no creo que sea el día más indicado, no podrías ni...- Zyriab no terminó la frase y se echó a reir a carcajada limpia.
-¡Cállate, cabronazo! – le acompañó Shoniak riéndose también.
-¡Muchachos! – llamó Zyriab a un grupo de soldados varnios que se encontraban en una mesa cercana a la de los dos viejos camaradas. – Llevad a este compañero a sus aposentos. No se encuentra bien. Está alojado aquí mismo, en un edificio de la calle de los curtidores.
-¡Grrrr, grrrr! – se quejó Shoniak con una especie de gruñido. Sin embargo, apuró la jarra y se levantó tambaleándose y accediendo a la orden del comandante.- Sí, creo que debería echarme un rato, a ver si se me pasa la cogorza...
-Está bien. Ya sabes que mañana partimos hacia Éridan. Iré a despedirme personalmente de ti. – le dijo dándole un cariñoso tortazo para despabilarlo. Y se lo llevaron.
Ziriab tomó rumbo hacia la parte alta de la ciudad, donde se encontraba el castillo, mientras los soldados que llevaban a Shoniak se dirigieron hacia el Sur. En poco más de dos minutos estaban frente a la puerta de la vivienda de dos alturas en la que se alojaban el kardiano y sus compañeros de armas.
Se oían voces y mucho jaleo desde fuera; también el sonido característico de un laud de cinco cuerdas. Alguien entonaba una canción burlesca, pues todos reían y chillaban al son de la tonada. Sin duda se trataba de una hazaña más de Ivo Dávilan. ¿Quién si no?
Entraron por la puerta principal y atravesaron todo el pasillo, llegando hasta el patio central porticado de la edificación, donde se desarrollaba la fiesta, aún con Shoniak portado en volandas, con el gesto desencajado y los ojos medio cerrados, susurrando frases ininteligibles. Iba realmente ebrio. Había perdido toda la apariencia de persona extremadamente peligrosa que le caracterizaba.
-¡Compañeros, aquí os traigo a un camarada vuestro que se ha pasado un poco con la cerveza! – saludó uno de los soldados varnios alzando la voz.
Ivo Dávilan dejó de tocar, lo que hizo que de inmediato todos se volviesen hacia la puerta de entrada al patio.
-¡Adelante, amigos, dejad al pobre Zacarías por ahí sentado y uníos a la fiesta! – contestó el bardo con un gesto con la mano en la que portaba la púa.
-Lo sentimos mucho, pero no podemos; mañana partimos hacia Éridan. El comandante Ziriab nos ordenó traer a vuestro compañero, nada más. Disfrutad los que os quedáis aquí, pero no descuidéis vuestro cometido, que también es importante, sobre todo para nosotros...- Dejaron al pelirrojo kardiano en un butacón apartado en una esquina del patio y se fueron por donde habían venido. Y la fiesta continuó.
Shoniak no se enteraba de nada, pero Dávilan tocaba y cantaba jocosas cancioncillas, mientras corría el vino frysio y la cerveza eridana a raudales. Soldados y meretrices se entremezclaban por todos los rincones, ellos, para desfogarse, y ellas, para hacer negocio. Incluso, algunos comerciantes y artesanos eridanos se habían acercado a la celebración, atraídos por la feliz algarabía tras una larga temporada de terror y sufrimiento; al parecer, la ciudad recobraba, si no una tranquila paz, sí una tensa normalidad, que ya era más que suficiente, pues ahora Trámara debía servir de lugar seguro y enlace a las tropas que avanzaban hacia Éridan y proporcionarles una vía franca de suministros, protegiendo y custodiando los caminos por los que transitaban los comerciantes y campesinos.

Amanecía cuando Jeyson Ziriab se levantó para preparar sus pertrechos. Bajó a las cocinas y al almacén del castillo para ordenar que se comenzara a repartir la ración de pan, queso, tocino y vino que correspondía a cada soldado. Era su cometido aquella mañana en la que partían de nuevo a la batalla. Debían liberar Éridan de los invasores kardianos, al igual que hicieron con Trámara. Las primeras horas de cada nuevo día eran un verdadero suplicio para el veterano comandante, pues le traían un sordo dolor a sus huesos, cansados ya de tantas contiendas y tantos golpes y cicatrices.
No se había olvidado de su camarada Shoniak, pero era prácticamente seguro que no tendría tiempo para ir a visitarle y despedirse personalmente como lo prometió. Estaría bien. Seguro que no se lo tendría en cuenta la próxima vez que se vieran.
Salió al patio de armas, donde la caballería se hallaba en formación, lista para partir. En la amplia explanada que se desplegaba frente al castillo esperaban las diferentes columnas de infantería -lanceros, arqueros y hoplitas - dispuestos para avanzar hacia Éridan.
Jeyson Zyriab inspiró hondo el aire fresco de la mañana; hinchó los pulmones y soltó el aire con estrépito dando un resoplido. Esbozó una leve sonrisa y comenzó a andar con rapidez, camino de la vanguardia. Parecía animado. Volvía a la acción. Al fin y al cabo, sólo era un viejo soldado que lo único que sabía hacer era guerrear.

Cuando Shoniak despertó le invadió un horrible dolor de cabeza. No parecía ser muy tarde, pues aún refrescaba, y tan sólo se escuchaba el tintineo de unos dados rebotando sobre una mesa de madera. Los últimos trasnochadores aún apuraban su suerte y su dinero.
Un par de prostitutas abandonaba la vivienda en dirección a la calle. Ya habían cumplido con creces sus servicios.
El pistolero kardiano se incorporó lentamente. Notó cómo las piernas le fallaban. Subió hasta su habitación a trompicones y abrió la puerta. Allí encontró a uno de sus compañeros de batalla retozando en la cama con una mujer. Se trataba de Torsend, un joven de veinte años, tercer hijo de un herrero varnio, que se había enrolado en el ejército al no tener ninguna posibilidad de prosperar en su pueblo natal. Su vocación guerrera era mínima, pero había mostrado valor en la toma de la ciudad, por lo que Shoniak le tenía cierto aprecio por ello como soldado.
-¡Largaos de aquí! – les espetó el pelirrojo kardiano sin excesivo énfasis. - ¿No teníais otro sitio en el que fornicar? ¡Ala, venga, que voy a dormir un rato… Espero que no me hayáis manchado la cama, cabrones! - al menos estará caliente pensó para él.
Pero cuando se acercó hasta ellos pudo comprobar que la mujer que acompañaba a Torsend era casi una niña. Tendría unos trece años y mientras se vestía torpemente a toda prisa, Shoniak pudo ver que apenas le habían nacido los pechos, que no eran más que dos conos ligeramente abultados de pequeños pezones. Nerviosa, se tapaba el pubis, de oscuro vello ralo.
-¡Torsend, no me jodas… Es una cría! – le recriminó el kardiano dándole un empujón que lo arrastró hasta una esquina de la habitación.
-¿Qué te pasa, Shoniak? ¿A ti qué coño te importa con quién me acuesto yo?
-¡Lárgate! – le ordenó Zacarías a la joven que, cabizbaja, obedeció y salió volando de la estancia.
-¡Torsend! – se volvió hacia su colega.- ¿Es que no tienes dinero para pagar una puta que tienes que engañar a la hija de un alfarero o un tejedor? ¡La madre que te parió, era una niña!
-No lo creas…- respondió Torsend entre temeroso y socarrón.
-Mira, imbécil, si esa chiquilla se queda preñada, le joderías la vida. ¿Es que no te das cuenta? ¡Coño, sólo pensáis con la polla!
Torsend bajó la cabeza. No se atrevió a seguir sosteniendo la mirada al veterano soldado pelirrojo. En el fondo, se sentía avergonzado.
-Está bien, Shoniak. – susurró a modo de disculpa.
-Si quieres follar y no tienes dinero, pídemelo a mí, pero no vuelvas a engatusar a otra pobre niña, ¿entendido?
-Entendido.
Torsend salió de la habitación y Shoniak se dejó caer en la cama, para ser abrazado de inmediato por el sueño.
Por la tarde, el grueso del ejército ya había abandonado Trámara en dirección Sur, hacia Éridan; entre sus unidades se encontraba un Jeyson Ziriab que no se iba del todo tranquilo, pues, tras el pánico inicial de la invasión kardiana y posterior liberación aliada, la ciudad estaba un poco convulsa. Durante la última semana habían crecido las denuncias de los tramarianos que se creían en el legítimo derecho de dirigir ahora la ciudad, con el apoyo del contingente aliado, hacia aquellos que, según los primeros, habían recibido a los kardianos con los brazos abiertos cuando tomaron la ciudad tras hacerse con toda Éridan. Aquellos que habían tenido que dejar la urbe tras el avance kardiano y que habían regresado tras la victoria aliada, culpaban a sus vecinos de haberse quedado y recibido con mayor o menor simpatía a las tropas kardianas. Los acusados argumentaban que no habían tenido otra opción, que ellos también habían sido víctimas de la invasión, sólo que no habían podido huir y debían quedarse e intentar salvaguardar sus pertenencias y posesiones. Sonreir a los kardianos sólo era una pose interesada para no ser encarcelados o degollados por estos y embargados todos sus bienes. Así pues, en un principio, no tuvieron más remedio que doblegarse a los invasores, aunque luego se sublevasen y fueran duramente castigados. Es más, culpaban a los que se habían marchado de la ciudad y no se habían quedado para defenderla de la forma que fuese. Esos sí que eran unos cobardes. Otros, simplemente, habían huido con los kardianos hacia Éridan por miedo a las futuras represalias de sus paisanos tras la derrota de aquellos a los que habían servido.
Pero sólo unos pocos de los denunciados fueron encarcelados por su flagrante, libre y sincera simpatía a los kardianos y además tener la desfachatez de quedarse y fingir todo lo contrario. El resto, fueron absueltos, pues realmente sólo intentaron con su comportamiento salvar lo poco o mucho que tenían aparentando amistad con el enemigo invasor.
Aquella misma noche comenzó a llover como no lo había hecho en semanas. Jeyson Ziriab estaba reunido con el resto de altos mandos del ejército aliado en la tienda de campaña del general Argond, diseñando el plan de batalla y las directrices a seguir para liberar la capital eridana. Entre ellos hablaban en kardiano, la lengua primigenia que todos conocían y de la que derivaban los dialectos varnio, frysio, lysio y eridano. Todos conocían en mayor o menor medida el kardiano, ya que antes de la época de los cinco reinos, la gran isla-continente de Alteria era una sola nación bajo el puño de hierro del gran Ubaldo de Kardia, siendo ésta la ciudad que en aquellos tiempos ostentaba la capitalidad del reino de Alteria y principal centro de cultura. Pero hacía ya muchos años de aquello y la mayoría de los presentes eran apenas unos niños por aquel entonces; y aunque se habían sucedido guerras de menor envergadura entre los pueblos de los cinco reinos, seguía aún muy vivo el persistente deseo de los reyes kardianos de someter al resto y gobernar de nuevo sobre toda la isla; es más, lo creían un legítimo derecho.
Los mapas se desplegaban sobre un fino tablero de roble, sustentado por dos caballetes. La tenue luz de una lámpara de aceite iluminaba el montañoso relieve del reino de Éridan.
-Debemos cruzar el paso de Tiriash si queremos ahorrarnos un largo rodeo por la costa, con la consiguiente pérdida de tiempo, víveres y dinero…- argumentaba el propio Argond, el más veterano, fornido y barbudo de los que allí se encontraban.
-Estoy de acuerdo, pero todos sabemos que es un paso muy peligroso, susceptible de ser utilizado para una emboscada, ¡sería una masacre, una desgracia si nos atrapan allí dentro! - opinaba Saktis, uno de los comandantes que mejor conocía el suelo eridano.
-Habrá que arriesgarse si queremos llegar a Kardia antes de que se nos eche encima el otoño kardiano, que sin duda convertirá el terreno en un lodazal, dejándonos a merced de esos mal nacidos.
-¡Y el invierno ni te digo, podemos morir sepultados bajo metros de nieve!
Estuvieron dando vueltas a la situación hasta bien entrada la madrugada. Finalmente decidieron arriesgarse y afrontar el camino más corto con toda la cautela posible, disponiendo avanzadillas de exploradores por todo el territorio eridano por el que habrían de pasar en dirección a la antigua capital sureña.
La guarnición acantonada en Trámara, de la que Shoniak formaba parte activa, no tenía otros cometidos que mantener el orden dentro de los muros de la ciudad y asegurar el flujo de mercancías y víveres hasta la tropa movilizada con dirección a Éridan. Se organizaban monótonos turnos de patrullaje, de escolta, aprovisionamiento y racionamiento, los cuales resultaban tediosos para el pelirrojo proscrito kardiano, ávido siempre de aventuras y emociones fuertes. Desde su estancia en Trámara se había dado cuenta de que por su físico, no pasaba desapercibido entre sus compañeros y habitantes de la urbe, lo cual le molestaba en gran medida por las suspicaces miradas y comentarios de la gente. Su pelo cobrizo y sus ojos verdes acentuaban un llamativo aspecto que lo identificaba como kardiano, ya que éstos, desde la guerra de secesión y la formación de los cinco reinos, se habían esforzado aún más si cabe por mantener estos rasgos genéticos distintivos propios de los pobladores de las grandes llanuras del Oeste de Alteria. De hecho, desde no hacía mucho tiempo, hombres y mujeres sanos y jóvenes eran seleccionados para procrear a la futura raza que conformaría la élite de los soldados kardianos: muchachos fuertes y robustos, de tez clara, ojos verdes y cabellos del color del fuego. Y lo cierto es que así eran desde tiempo inmemorial la mayoría de los kardianos, pero no todos, pues a lo largo de los siglos, y sobre todo cuando Alteria era un solo reino, kardianos, varnios, frysios, lysios y eridanos se mezclaron sin fronteras unos con otros sin mayor problema que unas cuantas diferencias culturales y costumbres típicas de cada región, porque, por lo demás, habían compartido una misma lengua, con ligeras variantes, unos mismos dioses a los que rendir culto, una misma patria y un mismo rey.
El aburrido Shoniak ansiaba que llegasen pronto noticias del frente reclamando sus servicios; aquella tensa espera le estaba corroyendo las entrañas. A veces creía fehacientemente que necesitaba la lucha como modo de expiar sus pecados y como forma eficaz y heroica de encontrar la muerte y poner fin, de una vez por todas, a aquella vida salvaje y miserable que no conducía a ninguna parte. Tan sólo le consolaba y entretenía en cierta medida las historias y canciones que Ivo Dávilan le contaba, entre cerveza y cerveza, cuando se reunían los veteranos en la taberna de la plaza del zoco al atardecer, mientras los jóvenes se acercaban hasta los burdeles del centro para saciar sus instintos según recibían la soldada.
-Cuéntanos algo tú que no sepamos de Kardia, amigo, aunque no la consideres tu patria… – le interpeló un día el bardo varnio tras posar la jarra vacía sobre la gruesa mesa de nogal de la taberna del zoco.
Shoniak, imbuido por el alegre espíritu de la velada, no se tomó a mal la comprometida pregunta y tras unos segundos de reflexión, comenzó a hablar:
-No recuerdo mucho de la tierra en la que nací, la verdad, tan sólo los eternos paisajes, las interminables llanuras teñidas de verde en primavera y de oro en verano y la sonrisa de mi madre… También recuerdo el pueblecito en el que nací, muy próximo a la capital, la ciudad más poblada que he visto en mi vida; en ella se abarrotan miles de personas, la mayoría fuera de las murallas, en barrios de campesinos y artesanos, con sus humildes casas de adobe… Y la gran fortaleza de Kardia...
-Pero, ¿cómo viniste a parar a estas tierras, qué pasó, por qué eres un proscrito? – aquello parecía interesar más a la concurrencia que la descripción de una tierra extraña y lejana.
-Esa es una larga historia y te la contaré otro día, viejo cascarrabias…- respondió un tanto enojado; dicho esto, echó un largo trago de cerveza y animó a Dávilan a que cantase algo divertido. No quería recordar más...

Aunque cruzaron el paso de Tiriash sin mayor contratiempo, a pesar de los temores de emboscada, el cerco a la ciudad de Éridan se alargó hasta el invierno, desbaratando así los planes de la coalición, que pensaba haber rendido la plaza antes de que cayeran las hojas de los árboles y los primeros copos de nieve, para plantarse frente a los muros de Kardia antes de expirar el año.
No lo consiguieron y la contienda se paralizó durante todo el invierno. Las huestes de la coalición se apiñaban sobre una colina próxima a la otrora hermosa ciudad de los mil palacios y ebúrneas murallas, desdibujada y teñida de un gris ocre por la guerra.
Durante el otoño no pudo llover más; un aguacero tras otro caía sin remisión sobre el campamento aliado, convirtiendo la zona en un enorme barrizal. El frío y la humedad se metían hasta los huesos, ayudados por un viento casi huracanado. Los galenos no daban abasto para tratar a los soldados que enfermaban de bronquitis o diarreas. El desánimo se colaba incluso en los espíritus más impetuosos. El propio Ziriab sufrió altas fiebres durante días y le costó más que nunca arengar y motivar a la tropa.
Y así era imposible hacer efectivo el cerco, batallar o siquiera patrullar. No se podía hacer nada.
Pero pasó el invierno y una calurosa mañana de primavera apareció un solitario jinete frente a la puerta Sur de la ciudad de Trámara. Había cabalgado durante toda la noche, aprovechando el frescor nocturno para no reventar el caballo y poder llegar más rápido a su destino. Traía consigo buenas noticias: los soldados de la coalición habían tomado la ciudad de Éridan y reclutaban tropas de refresco para asegurar la plaza tomada y proseguir con el resto el camino hacia Kardia. Este contingente de refuerzo partiría desde el cercano puerto de Tinash y se uniría al grueso del ejército en la ciudad costera de Zamit, en la frontera eridano-kardiana, para entregarles munición y víveres, y posteriormente adentrarse por mar en territorio kardiano.
La alegría de Zacarías Shoniak al enterarse de la noticia fue inmensa. Por fin un poco de acción que mitigase los momentos de tedio en los que a su mente acudían recuerdos que le atormentaban. Odiaba aquellos momentos y por eso prefería combatir, para distraerse y no reparar en los recuerdos del pasado.
Mientras, muy lejos de Trámara, en la otra punta de la isla-continente de Alteria, otro jinete volaba por las estepas del occidente kardiano, procedente del Sur. Éste, sin embargo, traía una amarga noticia: Éridan había sido entregada.
Nada más divisarlo en el horizonte, los centinelas le abrieron las ciclópeas puertas de la ciudad. Atravesó la arteria principal de la urbe entre cientos de miradas de expectación, tanto de hombres libres como de esclavos. Dejó atrás las suntuosas fachadas de los palacios nobiliarios y los excéntricos templos dedicados a las múltiples deidades que se adoraban en Kardia, hasta llegar al palacio-fortaleza en el que se alojaba el rey Mornak.
Descabalgó y tras atravesar las broncíneas puertas decoradas con profusa filigrana, subió las escaleras del patio central del palacio y se plantó frente a la estancia principal, custodiada por dos alabarderos. Los guardianes le hicieron esperar unos instantes, que al soldado le parecieron una eternidad. Finalmente fue anunciado y entró. Allí encontró a un hombre alto, calvo, algo encorvado, de tez pálida y cejas y barba pelirrojas, recostado sobre unos grandes cojines y rodeado de media docena de esclavas semidesnudas. El techo, de dorados mocárabes, confería un suntuoso resplandor a la habitación. El monarca se incorporó y se acercó hasta el jinete, que hizo una reverencia.
-Majestad, Éridan ha sido tomada y el ejército enemigo se dirige hacia aquí…- explicó el soldado sin apenas levantar la cabeza, con la voz entrecortada.
En un primer instante, Mornak no reaccionó. Giró sobre sí mismo y dio cortos paseos en círculo con el codo flexionado y la mano derecha en la barbilla, pensativo.
-Está bien, que vengan.- concluyó afirmando con aparente tranquilidad. Se acercó hasta el grupo de esclavas y acarició el rostro de una de ellas con el dorso de la mano, para acto seguido volver a girarse hacia el jinete.
-¡Que vengan, aquí les esperaremos! – gritó entonces preso de la más furibunda ira. Y desenvainando su regia espada y alzándola al cielo, de un certero y fugaz mandoble, atravesó al soldado portador del funesto mensaje, que cayó al suelo en medio de un gran charco de sangre.

Unos días más tarde, la destartalada goleta Kassandra zarpaba del puerto de Tinash con rumbo al Oeste eridano. Viajaba repleta de pertrechos útiles para la guerra, víveres y una numerosa caterva de malolientes soldados, entre los que se hallaba Zacarías Shoniak. Por su renovado ánimo, aquellos inexpertos marinos no parecían inmersos en una contienda de tal magnitud. Aquel micromundo flotante era un remanso de paz momentáneo en medio de una tormenta global. Se respiraba optimismo y camaradería entre las enmohecidas cuadernas del barco. Incluso Ivo Dávilan cedía su protagonismo a otros improvisados contadores de historias, borrachos cantarines y a todo aquel que quisiera compartir con sus compañeros de travesía alguna divertida, socarrona o picante anécdota.
Sin embargo, en aquellos días de periplo marino, el pelirrojo kardiano era más dado a la contemplación de la inmensidad oceánica que a la distendida charla con sus compañeros de viaje. Aquella calma era ideal para que el mercenario se viera sorprendido por todos sus demonios y fantasmas del pasado.
Una tarde, Ivo Dávilan se acercó hasta él y le preguntó por su marginado mutismo.
-No es buena la mar para olvidar recuerdos del pasado… - le respondió sin girarse y sin dejar de mirar hacia el cárdeno infinito.
-Lo sé, compañero, pero intuyo que hay algo más que te atormenta.
-Así es. – respondió y durante unos segundos guardó silencio. - Yo he vivido cosas que nadie debería vivir. - se animó a decir finalmente.- He visto cometer verdaderas atrocidades que me han convertido en lo que soy, una alimaña, cosas que me han hecho descreer de la especie humana. En este mundo, los demás animales matan a sus presas de forma rápida y precisa para procurarse sustento y aniquilan igualmente con presteza al que invade su territorio, pero no se ensañan, ni regodean con ello como nosotros y menos con la muerte de un semejante…
-Te entiendo. – asintió Dávilan apoyando su mano en el hombro del proscrito kardiano.
-Yo he visto disfrutar a un ser humano torturando a hombres, mujeres o niños desvalidos.- siguió desahogándose Shoniak. – Yo mismo he participado de tal barbarie; no, no creas que soy un santo; no sólo he matado a valientes soldados, cara a cara, en el fragor de la batalla, créeme… ¿Cómo puedo respetarme entonces a mí mismo y apreciar a mis iguales? ¿Eh? Dime. – Por primera vez en muchos años, el viejo Dávilan se quedó sin palabras y no supo responder a su camarada. – Ya te digo yo que es imposible; tan sólo puedes odiarlos o compadecerlos… Ahora sólo quiero volver a luchar para olvidarme de ello… Ojalá sea pronto…
Con una amarga sonrisa de asentimiento y un par de palmadas en la espalda, el contador de historias se despidió del mercenario pelirrojo y lo dejó inmerso en sus cavilaciones. Esperaba que el hecho de haberse desfogado contándole aquello, le sirviese al kardiano para mitigar el dolor de los recuerdos.
Mientras, milla a milla, la desvencijada Kassandra se aproximaba a su destino.
Pero una mañana, cuando la línea costera del occidente eridano se divisaba a lo lejos, entre la bruma, quiso la mala fortuna que los vientos se huracanasen y arrastrasen la embarcación aliada hacia un conjunto de diminutas islas que se hallaban a pocas millas de tierra firme. Aunque la tripulación hizo todo lo posible por evitarlo, la Kassandra se desintegró en astillas al impactar contra las rocas de uno de los islotes. Los soldados saltaron a las gélidas aguas aferrándose a todo aquello que pudiera flotar y salvarles momentáneamente de verse abocados al fondo del mar. Zacarías Shoniak se parapetó sobre un odre de vino, intentando tener el menor contacto con el frío elemento, y evitar así la inminente hipotermia. Escuchaba los gritos desaforados de sus compañeros, pero la abundante lluvia que había empezado a caer le dificultaba verlos y mucho menos acercarse hasta ellos para intentar salvarlos. Él mismo iba hacia la deriva y poco a poco las voces de sus camaradas se iban apagando entre la lejanía y el ruidoso aguacero.
Horas más tarde, exhausto y aterido de frío, el pistolero kardiano alcanzó la costa. Había ido a parar a una pequeña cala, donde las olas rompían con fuerza. Una de ellas le despertó de su moribundo letargo y abrazándose a su último aliento, ascendió por una leve colina y se puso a salvo de la tempestad en un improvisado refugio natural. Allí descansó toda la noche.
A la mañana siguiente bajó a la pequeña playa a la que había arribado el día anterior. Hasta allí habían llegado también cajas con víveres y pertrechos varios, así como los cadáveres de algunos de sus compañeros. Tal vez ninguno hubiera sobrevivido. Se emocionó al pensar que tan sólo él podía haberse salvado de aquella catástrofe. Lo sintió especialmente por el viejo Dávilan.
En cuestión de minutos, se aprovisionó con aquello que se conservaba en buen estado en el interior de las cajas y tomó prestado un alfanje de uno de sus defenestrados colegas, para acto seguido volver a subir por la colina. Debía averiguar en qué lugar concreto de la costa se encontraba. Si en territorio eridano o ya en tierras enemigas, en su Kardia natal.
Caminó durante dos días, viajando de noche y ocultándose entre el boscaje en las horas de sol, sin hallar vestigio de poblamiento alguno, lo que le llevó a pensar que aquellas tierras eran fronterizas, y por ello deshabitadas, dado el riesgo que suponía vivir en ellas. Así pues, Kardia se encontraba al Norte y Éridan al Sur. Las tropas de la coalición, comandadas, entre otros, por su amigo Ziriab, no podían encontrarse a muchas jornadas de distancia. Es más, si permanecía por aquellos lares era muy probable que se topase con ellas camino del Norte. Y decidió esperar.
Al día siguiente, mientras permanecía escondido entre unos matorrales, esperando que llegase la noche, decidido a continuar su camino hacia el Sur, en vista de que las tropas aliadas no hacían acto de presencia por aquellos parajes, divisó a lo lejos un rebaño de ovejas. En un primer momento le llamó mucho la atención aquella visión, pero pronto se dio cuenta de la situación: aquel pastor se había arriesgado a conducir su rebaño hasta aquellas solitarias tierras en busca de fértiles pastos y lejos del ejército kardiano, que, de toparse con el ganado, sin duda se lo requisaría para alimentar a la tropa. 
A Shoniak, aquel encuentro le pareció una buena ocasión para avanzar durante el día por aquellos parajes adoptando el disfraz de pastor. Sí, puede que de cruzarse con una patrulla kardiana se quedase sin animales, pero no perdería la vida, pues nada habrían de hacerle a un humilde pastor kardiano que se resignaba buenamente a ceder sus ovejas a la causa de su rey. Sigilosamente se fue acercando hasta el rebaño. Pero uno de los perros que lo guardaba se percató de su presencia y ladrando se dirigió raudo hacia el soldado, enseñando los afilados colmillos. Shoniak se cubrió el brazo con una manta de viaje que rescató del naufragio y se lo mostró al animal, que se abalanzó sobre él, hincándoles las fauces. Shoniak aprovechó aquel acto del perro para con la mano que le quedaba libre asir el alfanje y abrir en canal a la bestia. Ésta soltó un lastimero aullido y cayó al suelo con las tripas saliéndosele por el rajado abdomen.
El pastor, que no era más que un muchacho, echó a correr, pero el mercenario le dio alcance y le rebanó el cuello con el mismo cuchillo con el que se había desembarazado del perro guardián. Le quitó la ropa y se disfrazó con ella, guardando la suya en un hatillo que posteriormente enterró entre la maleza de un pinar cercano, junto al joven y al perro.
Adoptando el aspecto de pastor kardiano se encaminó hacia el Sur, en busca del ejército aliado.
Aquella misma tarde, nuestro protagonista vislumbró, al Sur, una columna de humo en el horizonte, a algo más de media jornada del lugar en el que se hallaba. La gran llanura kardiana solía ser engañosa a la hora de calcular las distancias, pero Shoniak, desgraciadamente como nativo, sabía casi con exactitud que al caer la noche, si se daba prisa, podía llegar hasta la fuente de aquel fuego y comprobar si se trataba de algún vestigio del ejército aliado o no.  
Ya el Sol se escondía en el horizonte cuando el resplandor de numerosas hogueras se reflejaba en las pupilas de Zacarías Shoniak. Estaba a menos de una milla del paraje en el que descansaba lo que parecía ser un numeroso ejército. Ahora sólo le quedaba averiguar de qué contingente se trataba y cómo acercarse y presentarse a ellos sin ser detenido o aniquilado. Si aquellos soldados eran aliados, debería asegurarse antes de conocer a alguien entre los acantonados, para que pudieran reconocerlo y no degollarlo o torturarlo: no olvidaba que su aspecto era netamente kardiano. Pero de noche era imposible distinguir un rostro familiar. Deseó con todas sus fuerzas que entre aquellos militares se encontrase su viejo camarada y amigo Ziriab. Tendría que esperar al día siguiente, con las primeras luces, para comprobarlo. Y se quedó traspuesto, totalmente agotado, aun con el alfanje en la mano.
Una batería de puntapiés le despertó en plena oscuridad de la noche. Sobresaltado, se dio cuenta enseguida del error de principiante que había cometido. Pero ya nada podía hacer. Una de aquellas patadas hizo que su arma saliese despedida a varios metros, quedando así indefenso.
Sólo contaba con sus puños y aquellos soldados, aunque estaba todo oscuro, eran más de seis sombras.
-¡Mira lo que hemos encontrado aquí! – se jactaba entre risotadas unos de los soldados, por su acento, varnio.
-Pero si es un simple pastor de cabras kardiano.- se mofaba otro sin dejar de patear al mercenario que, intentando recomponerse, rodó por el suelo y se puso en pie.
-Vaya, vaya, parece que sabe escabullirse esta comadreja.
-Ziriab, Jeyson Ziriab… - balbuceó exhausto Shoniak.
Los soldados se detuvieron y callaron al unísono.
-¿Cómo has dicho? – preguntó el varnio.
-Que conozco al comandante Ziriab, pedazo de cabrones… - respondió Shoniak con la mano en las costillas y con un ostensible gesto de dolor.
-Este jodido kardiano pretende engañarnos. – dijo el más alto y gordo de los milicianos abalanzándose sobre Zacarías, disponiéndose a darle otro golpe más.
Pero Shoniak le esquivó y propinó un soberbio puñetazo en la mandíbula que le hizo caer inconsciente al suelo.
-Me llamo Zacarias Shoniak y conozco a Jeyson Ziriab. Si está en el campamento, llevadme ante él. Si no es cierto lo que digo podéis matarme si queréis. – fue el último y desesperado intento de Shoniak por hacer que le creyeran.
Los soldados aliados se quedaron mudos durante unos segundos.
-Está bien – dijo el varnio, que parecía ser el cabecilla de aquella patrulla. – te llevaremos ante el comandante, pero como estés mintiendo, date por muerto.
-Sea – sentenció Shoniak, que tan sólo esperaba volver a ver a su antiguo camarada.
Y rodeado por el grupo de soldados fue conducido al campamento aliado.

-¡Comandante, despierte!
-¿Qué pasa, nos atacan?
-No, tiene visita.- contestó, socarrón, uno de los soldados aliados, mostrando al cautivo y postrándole a los pies del catre de Ziriab de un empujón.
-¡Por todos los dioses, Zacarías, viejo amigo! – se sorprendió Ziriab al ver al kardiano. - ¿Qué diablos ocurrió? ¡No llegasteis a Zamit! ¡Os estuvimos esperando!
-Naufragamos… – respondió lacónico Shoniak, que aunque no lo pareciese, se alegraba enormemente de ver a su antiguo compañero de armas.
-¿Y el resto de la tripulación? – preguntó el comandante. Shoniak negó con la cabeza.
Se hizo el silencio durante unos segundos.
-Bueno, ya nada podemos hacer, amigo; esto es la guerra. Iremos hacia Kardia sin ellos. No hay tiempo que perder. Partimos en una hora.
Ziriab se acercó al kardiano y le rodeó con el brazo a la altura del hombro y lo apretó contra sí.
-Por cierto, camarada, me alegro de verte, aunque tengas un aspecto deplorable… – por un momento apareció una sonrisa en los labios del comandante.
-Sí, creo que necesito un buen baño…- sonrió finalmente Shoniak.



Días más tarde, el descomunal ejército de la coalición, se presentó sin oposición ante los muros de la monumental Kardia. El rey Mornak había agrupado todas sus tropas tras las murallas de la gran urbe, esperando defenderse tras ellas y hacer desistir al enemigo de tomar la plaza. Era la única posibilidad de conseguir un pacto, una rendición honrosa. Pero el contingente aliado sólo perseguía una derrota total del enemigo y una claudicación sin condiciones.
Así, Ziriab y el resto de altos mandos varnios, frysios, lysios e incluso eridanos, diseñaron un plan de asedio sin fisuras. Los kardianos aguardaban agazapados tras las almenas del castillo, de las puertas y las murallas, sin malgastar una sola bala, ni flecha. Sabían cuál era su cometido y se tragaban como podían el miedo y la impaciencia.
Por el contrario, los aliados realizaban ataques a pequeña escala, lanzando todo tipo de proyectiles y argamasas incendiarias, con la intención de dinamitar la moral y la paciencia de los soldados kardianos y de la población civil que permaneciese aún al otro lado de los muros.
El calor estival y la usencia de agua, tras el efectivo corte de suministro y envenenamiento de los cursos de agua potable que atravesaban Kardia por parte de las tropas aliadas, hizo que muchos de los civiles y soldados kardianos fenecieran por inanición, deshidratación, diarreas, fiebres y otras afecciones gastrointestinales  o víricas.
Y una vez mermada la población y socavada la moral de los que se resguardaban al otro lado de las murallas de la real Kardia, los aliados comenzaron a ver la victoria al alcance de la mano.
Fue una mañana de otoño cuando el ataque de un pequeño grupo de soldados a una de las puertas de la ciudad, ya apenas defendida, consiguió que ésta se abriese y dejara el paso expedito para que irrumpieran dentro de la urbe el grueso del ejército aliado.
Encontraron toda la resistencia que pudieron ofrecer los desnutridos y desesperados soldados kardianos, que más parecían un ejército de esqueletos con armaduras, que los restos de la brillante tropa que arrasó Éridan y soñó con hacerse de nuevo con el dominio sobre toda la isla de Alteria. Pero el sueño del primogénito del gran Ubaldo de Kardia se había esfumado, y en aquel instante aguardaba su final en una recóndita habitación del Palacio Real, tal vez con una daga suicida en la mano o un indoloro veneno. O tal vez moriría empuñando una espada y haciendo frente al enemigo. Fuera como fuese, la suerte estaba echada y el final se hallaba próximo.
Las tropas varnias, frysias, lysias y eridanas arrasaron con todo aquello que encontraron a su paso. Derribaban puertas, quemaban casas, mataban indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños. Saqueaban las viviendas despojándolas de todo aquello de valor que en su interior hubiese. Era una ofensiva sin cuartel. No había tregua, ni se tomaban enemigos y todos querían un pedacito de gloria y empaparse del dulce sabor de la victoria. 
Nadie supo nunca si Mornak escapó o murió de forma heroica o cobarde: las crónicas no reflejan nada al respecto. Lo único cierto es que al caer la tarde Kardia languidecía entre escombros y llamas.
La guerra había terminado.
A la mañana siguiente, con la primera luz del alba, Zacarías Shoniak ensilló el más veloz de los caballos del ejército aliado y partió hacia el Este. A pocas millas de la ciudad de Kardia se hallaba el pueblo natal del mercenario. Tras largos años de exilio, el proscrito soldado había regresado a casa.
Pero al llegar al poblado, sólo encontró un puñado de casas aún humeantes, con los tejados hundidos y las paredes ennegrecidas. Descabalgó y se abrió paso por entre las ascuas y los cadáveres diseminados por el suelo de sus antiguos vecinos, hasta llegar a la que fuera su casa. No halló nada más que escombros y cenizas. No le esperaba su madre en la puerta, llorando de alegría por el regreso de su vástago. Allí no había nadie…
No sabía con certeza cuál de los dos bandos había cometido semejante atrocidad, si sus camaradas de la coalición o los restos del ejército kardiano en su desesperada huida. Tampoco le importaba demasiado.
En aquel instante, la amargura comenzó a corroerle las entrañas. Lentamente cayó sobre sus rodillas y lloró de rabia.


 















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