TIBIAS Y CALAVERAS: BAJO BANDERA PIRATA.
Caribe. Septiembre 1604.
La tarde
transcurría lenta, pegajosa, en el puerto de Saint George, en Isla Tortuga. El
Bullicio matinal se había convertido en una tediosa calma, de la cual, hasta el
inmenso gigante azulado se había contagiado.
La pequeña ciudad
portuaria, encajonada entre unas prominentes y verdosas elevaciones de terreno,
era una amalgama de intrincadas callejuelas dispuestas en múltiples
direcciones. Su anarquía constructiva semejaba el espíritu libre de aquellos
que la habitaban, en su mayoría comerciantes y piratas.
En aquel tiempo,
los ladrones del mar aún disponían de la impunidad que otorgaba ser útiles a
las potencias internacionales en época de litigio y podían establecerse, sin
peligro alguno, en paraísos como aquel, verdadera despensa de frutos, agua y
carne de cerdo salvaje, amen de mujeres y antros de muy diversa índole.
Rock & Wood - Piedra y
Madera – así se llamaba una de las más concurridas, que no prestigiosas,
tabernas de la parte baja de la ciudad. Un nombre, a decir verdad, poco
ocurrente aunque apropiado, ya que éstos eran los materiales más abundantes,
por no decir los únicos, que componían aquel amplio y rectangular tugurio.
En él se hallaba
gran parte de la sucia y maloliente tripulación del Capitán Zoltar, la mayoría
tirados por el suelo, borrachos como cubas, y aquellos que aún se mantenían en
pie, se les podía ver correteando detrás de alguna que otra meretriz,
solicitando sus favores a cambio de unas cuantas monedas.
Tan sólo
Mc.Alisther, el quatermaster o
segundo de a bordo, se afanaba, prácticamente sobrio, en elaborar mentalmente
un listado de provisiones aún por adquirir antes de zarpar a la mañana
siguiente: agua, ron, cerveza, galletas de maiz, cocos, gallinas, un par de ovejas
y otro par de tortugas… ¡Su plato favorito! Los que llevaban muchos años en el
oficio aborrecían el pescado y los crustáceos, fruto de la asiduidad con la que
se veían abocados a consumirlos. A Mc.Alisther, incluso, empezaban a
desagradarle las galletas, fueran del tipo que fueran.
No iba a ser fácil
conseguir tantos víveres en tan poco tiempo si realmente pretendían levar
anclas con los primeros rayos de sol, así que, de inmediato, Mc.Alisther, dando
un pequeño salto, se incorporó sobre la mesa frente a la que hallaba bebiendo
una pinta de cerveza e hizo todo lo posible por llamar la atención de sus
desarrapados compañeros de fechorías.
- ¡Asamblea,
asamblea! – comenzó a gritar.
Nadie parecía hacer
caso al segundo de a bordo a pesar de su elevada estatura y su robusta figura
de gigante. Aquella caterva de indeseables lobos de mar seguía bebiendo y
cantando como si tan sólo hubiesen escuchado el zumbido de un mosquito que
pasase cerca de sus oídos. Así pues, Mc.Alisther creyó conveniente adoptar una
medida algo más contundente.
- ¡Bang!
Súbitamente, todos
y cada uno de los presentes en la taberna se volvieron hacia el lugar del que
procedía la detonación; de esa manera pudieron observar la hercúlea silueta de
Mc.Alisther empuñando un mosquete y solicitando su atención con el dedo índice
sobre los labios.
- ¡Callaos de una
vez, perros malditos, y escuchadme! – recriminó al grupo.- Sé que hemos
trabajado duro estos días para carenar el Kari-Anne y deseáis un rato de
esparcimiento, pero como mañana no tengamos todos los víveres que necesitamos
para embarcar, Zoltar nos colgará uno por uno del palo más alto que encuentre
de entre todas las naves del puerto. Así que vamos a organizarnos…
Todos entendieron
sobradamente, entre risas y miradas cómplices, lo que el segundo de a bordo
había querido decir con aquello de “vamos
a organizarnos”, lo cual se podía traducir como “a ver que pillamos por ahí” o los más atrevidos como “vamos a divertirnos un rato”.
El único
inconveniente que encontraba Mc.Alisther a tamaña empresa era el estado tan
lamentable en el que se hallaban sus efectivos, pero no cabía otra posibilidad
si querían zarpar de madrugada con las bodegas repletas de alimento.
Un minuto después,
tan sólo Daugherty, antiguo nostramo del Kari-Anne, permanecía sentado
tranquilamente en la taberna, disfrutando de su merecida retribución y descanso
por mutilación. Había sido herido dos meses atrás al asaltar un navío mercante
frente a las costas de San Juan de Ulúa y la ausencia de medicamentos, junto
con la impericia del cirujano-barbero de a bordo, hizo que su brazo derecho se
gangrenase y tuviera que ser amputado con una sierra de carpintero e ingentes
cantidades de alcohol. Era costumbre entre los piratas, antes de enrolarse,
firmar un acuerdo de retribución pecuniaria sobre este tipo de sucesos, para de
ese modo poderse retirar del oficio sin verse abocados a la mendicidad. Pero,
de igual manera, era usual que dilapidasen dicha fortuna en juergas y
borracheras en un breve espacio de tiempo y pretendiesen embarcar de nuevo para
poder procurarse el sustento.
Entre tanto, el
resto de la tripulación ya se encontraba con los pies sobre el frío pavés de
las intrincadas callejuelas de la ciudad portuaria, bajo una fina lluvia
tropical, en busca de los víveres solicitados por Mc.Alisther. La luz del Sol
ya había desaparecido y eso facilitaba la labor de los ladrones del mar. La
coordinación entre los filibusteros para conseguir las viandas no es que fuera
ejemplar, pero existía un proceder consuetudinario que hacía prácticamente
innecesaria una excesiva planificación en este tipo de acciones.
Tonsen, el borracho, y el enano Buck ascendían por una empinada, serpenteante y poco
iluminada calleja entre chistes y jácaras cuando toparon con una joven que
portaba un par de tonelillos de encurtido. La muchacha, cuya melena azabache
resplandecía a la luz de la Luna, aceleró el paso al escuchar la voz de los
marinos, sin detenerse siquiera un instante para observar a los dueños de tan
desmesurados gruñidos.
Tonsen, un tipo
grande y desaliñado, con una larga cicatriz que le surcaba casi toda la cara,
era oriundo de tierras septentrionales y empedernido bebedor de sangría a la
inglesa, de ahí su apodo; Buck, por su parte, era bastante más corto de
estatura, pero de fornidos músculos y natural del condado de Wessex, del cual
había partido, huérfano de padre, en busca de aventuras cuando tan sólo era un
adolescente.
Ambos, al divisar a
la muchacha, comenzaron a emitir por sus malolientes bocas un sin fin de
imprecaciones alusivas a las diversas partes del cuerpo de la joven, en
particular, muslos, pechos y nalgas.
- Oye, guapa, ¿ no
tendrás algo de comer para estos hambrientos marineros ? – preguntó Buck, dando
un claro y obsceno doble sentido a su interrogación, la cual fue aplaudida por
un Tonsen que la consideró sumamente graciosa a la par que ocurrente.
La joven no
contestó y definitivamente echó a correr calle arriba. Los dos diminutos
barriles que portaba le impedían adquirir una velocidad considerable y fue
inmediatamente alcanzada por los dos piratas a pesar del estado de embriaguez
en el que se hallaban.
- No corras,
preciosa, que no vamos a hacerte nada que no te guste – importunó Buck con la
consiguiente aclamación de Tonsen a carcajada viva.
Pero cuando los dos
harapientos filibusteros se disponían a violentar a la joven de oscuros y
rizados cabellos, una voz a sus espaldas les hizo detenerse hasta tal punto que
semejaban estatuas de sal maldecidas por mágicas palabras.
- ¿ No deberíais
ser más silenciosos ? – interrogó sin crispación alguna, pero sabedor de su
autoridad, el recién llegado.- Coged la comida y llevadla al Kari-Anne de
inmediato.
Con una afirmación
silenciosa, apoyada en un leve movimiento de cabeza, ambos piratas asieron los
barriletes y se dirigieron, calle abajo, hacia el puerto, perdiéndose en la
penumbra de aquella noche otoñal.
Segundos más tarde,
el milagroso salvador, un hombre moreno, alto, delgado, elegantemente vestido y
de cuidados y finos bigotes, se dirigió a la muchacha con una leve y
cautivadora sonrisa:
- No son horas para
que una mujer tan joven y bella como usted camine sola por las calles de esta
ciudad…
La asustada
jovenzuela no fue capaz de articular palabra. En vista de ello, el misterioso
hombre se despojó del sombrero de ala ancha y con una teatral reverencia se
inclinó hacia la joven:
- Capitán Zoltar,
para servirla, hermosa dama…- y girando sobre sí mismo se encaminó raudo en
idéntica dirección que sus secuaces.
La, a priori,
imperceptible y fina lluvia tropical comenzaba a calar hasta los huesos.
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Solitario y
pensativo en el castillo de proa, Zoltar no apartaba la vista del puerto. No
parecía preocupado, pero comenzaba a amanecer y la chalupa del Kari-Anne, con
Mc.Conelly y Buck a bordo, se hallaba amarrada a puerto, pendiente, sin duda,
de realizar un último periplo hasta el barco. Al parecer, aún permanecían en
tierra algunos miembros de la tripulación que, presumiblemente, preferían
demorar su embarque, con la consiguiente reprimenda del capitán, que llegar con
las manos vacías y sufrir la pertinente humillación por parte de sus
compañeros.
La lluvia no había
cesado de caer en toda la noche y parecía no tener intención de hacerlo en
varias horas e incluso días, cosa que no importunaba a los rudos navegantes del
Kari-Anne mientras la mar estuviese en calma, y por supuesto, tampoco
inquietaba lo más mínimo a Zoltar, que se había visto en más de una ocasión
inmerso en temporales capaces de hacerle pedir la absolución, temiendo por su
vida, al más fiero corsario de Su
Graciosa Majestad.
De repente, una voz
de alarma rompió el silencio aparentemente imperturbable de la mañana.
- ¡ Levad anclas !
– gritaba Mc.Conelly desde la barcaza amarrada a puerto haciendo ostensibles
señales de peligro con el candil que portaba en la diestra.
Segundos después,
aparecían como una exhalación en el muelle Paterson, Lenny y Gómez de entre la
penumbra de una de las bocacalles que bajaban hasta el puerto.
Lenny, apodado el
loco por sus compañeros, y Gómez, un renegado español fornido y moreno,
llevaban en ambas manos, asidas por las patas, unas cuantas gallinas de color
pardusco y considerable tamaño; por su parte, Paterson, el típico irlandés
pecoso de enmarañada y rojiza cabellera, acogía en su regazo a un aterido
corderillo.
Tras ellos, cinco
individuos armados hasta los dientes se desgañitaban furiosos reclamando las
presas capturadas por los piratas. Dos de ellos asían en su mano derecha una
especie de alfanje de filo estriado, y en la siniestra un garrote con numerosos
nudos; los tres restantes portaban dagas de menores dimensiones y cuchillos de
carnicero tremendamente afilados.
No era de extrañar
que los bravos piratas intentasen huir de tan improvisado y feroz batallón de
linchamiento; pues sí, en verdad eran bravos, pero no estúpidos, y en aquel
instante no disponían ni de armas eficaces, ni de superioridad en el combate.
Fue Buck, desde la
chalupa, quien sacando de sus ceñidos calzones un mosquete, comenzó a
equilibrar la reyerta disparando sobre uno de los que con toda seguridad debían
ser los antiguos dueños de los animales.
Aún hallándose a
diez o quince pasos, distancia más que suficiente para errar el tiro tratándose
de un impreciso mosquete, éste impactó en el hombro del más inmediato de los
perseguidores, destrozándoselo por completo, lo que le hizo caer al suelo y
obstaculizar a sus compañeros, provocando unos segundos de confusión que fueron
aprovechados por los filibusteros para subir a la barca y distanciarse unos
metros del muelle. Una segunda, aunque infructuosa, detonación de pistola
protagonizada por Mc.Conelly disuadió por completo al bando contrario, que hubo
de conformarse con insultar desde el borde del agua a los miembros del cada vez
más lejano bote.
Al subir a bordo
fueron recibidos como héroes, entre vítores, chanzas y comentarios diversos por
parte de sus compañeros. Tan sólo Zoltar, nada amigo de este tipo de sucesos, a
los que consideraba trabajos mal realizados, bajó del puesto de mando y con voz
parca y queda dijo:
- Si sois
conscientes de vuestra actuación, ya os podéis ir despojando de la camisa…
- ¡ Pero, traen
comida, Capitán ! – argumentó Mc.Alisther, señalando las gallinas y el cordero
que portaban los tres rezagados.
- Otros también la
han traído y no retrasaron nuestra partida… Diez latigazos a cada uno – afirmó
secamente – y no demoremos más nuestra marcha.- Dicho lo cual, se retiró a su
camarote a paso ligero, sin soberbia alguna, como si aquella orden que había
salido de sus labios le disgustase pero como capitán se había visto abocado a
procurarla para recato de los presentes.
Con las velas
totalmente desplegadas, aprovechando al máximo el viento, el Kari-Anne puso
rumbo al Este, cortando las olas con su estilizada silueta como si de un
gigantesco pez espada se tratase. Era el Kari-Anne un veloz patache de dos
palos, la embarcación más utilizada en aquella época por los piratas británicos
en sus correrías, con doce puestos de artillería por banda. Zoltar se lo había
comprado en Port Royal a un comerciante holandés llamado Van der Pool por una
módica cantidad, ya que el viejo mercader deseaba retirarse del duro y
peligroso oficio de la mar y disfrutar de sus beneficios en los últimos años de
su vida.
Oscurecía ya cuando
Zoltar salió de su camarote. Sin apenas ser percibido, se detuvo a observar
cómo su tripulación se afanaba en el perfecto funcionamiento de la nave. Aún
después de tantos años compartiendo peripecias con aquellos hombres, se seguía
sorprendiendo al ver cómo en ocasiones como aquella, y siempre en el mar, se
comportaban de forma tan responsable y disciplinada, dejando toda su
bellaquería y perversión para las estancias en tierra.
- ¡ Así, muchachos,
seguid trabajando ! – los alentaba casi uno por uno acompañando sus palabras
con suaves palmadas en la espalda.
Se dirigían hacia
Nassau, la mayor de las islas que conformaban el archipiélago de Las Bahamas,
con la intención de esperar allí el paso de la flota española en su ruta de
regreso a la Península Ibérica. Las naves hispanas partían generalmente desde
los puertos de Veracruz y La Habana repletas de oro, plata, semillas de frutos
exóticos y madera, principalmente. Era un botín preciado, pero su consecución
era harto peligrosa.
Pretendían seguir
al contingente español una vez abandonadas las aguas del Caribe, ya en mar
abierto, y aguardar que alguna de las embarcaciones de carga se alejara del
resto – en especial de la escolta de naves artilladas – bien por descuido,
impericia del capitán o bien debido a condiciones atmosféricas adversas, para
atacarla entonces como el rayo y huir como el cierzo.
Lo cierto es que
aquellas eran las últimas semanas de calma en el Caribe, ya que enseguida
llegaría la temporada de tifones, tornados y huracanes, y por lo tanto, debían
aprovecharlas para conseguir un suculento e importante botín y poder así
descansar placidamente durante todo el invierno.
Al cuarto día de
navegación por aquellas, hasta el momento, mansas e inconfundibles aguas
cristalinas, llegaron a la capital de Nassau, Port Nassau. Ésta era una ciudad
de unos cuatro mil habitantes, entre los que se contaban gran número de
esclavos negros traídos de África. Era un centro comercial con un gran mercado
de pieles y tabaco, en manos de una clase privilegiada constituida por los
primeros colonos y sus descendientes, que poseían, además, cabezas de ganado y
plantaciones de cacao. Otro grupo de población importante en cuanto al número
se refiere lo conformaban los rezagados, también conocidos como chapetones, por
oposición a los baqueanos, los avecindados con anterioridad. Las haciendas
eran, por tanto, de los baqueanos, aquellos que habían tenido la suerte de ser
los primeros europeos en conquistar aquellas tierras; por el contrario, los
chapetones o rezagados, desposeídos de todo privilegio, habían llegado incluso,
en algunas ocasiones, a levantar motines y alimentar guerras civiles, pero
mucho más común era verles favorecer, por despecho, resentimiento, envidia o
necesidad, a los piratas. Y así, a la sombra de ellos y con peligro de su
propia vida, auxiliaban a los invasores contra los grandes comerciantes y
hacendados, aunque, por lo general, solían ser mal pagados por los
filibusteros.
Una vez en el
puerto, Zoltar mandó descender a cuatro de sus hombres, a modo de avanzadilla,
para reconocer el terreno e informarse sobre la situación de la flota española
y sobre otros temas de relevancia que pudieran fraguarse en la isla y sus
alrededores. El resto de la tripulación se manifestaba impaciente por bajar a
tierra, pero Zoltar era siempre extremadamente previsor y no quería ninguna
clase de problema o imprevisto y no los dejaría descender hasta estar seguro de
la ausencia de riesgos.
La patrulla formada
por Mc.Alisther, Torsen, Mc.Conelly y el
enano Buck, que fueron los elegidos para realizar la labor de
reconocimiento, alcanzaron tierra con aparente facilidad a bordo de la pequeña
y destartalada chalupa del Kari-Anne. Tras echar un vistazo general,
abandonaron inmediatamente el puerto, dejando atrás el bullicio de las
numerosas tabernas que frente a éste se sucedían, continuando por una calle
perpendicular al muelle que conducía directamente a la plaza del mercado. La
mayoría de las casas de la plaza y las calles colindantes estaban fabricadas
por entero en madera y algunas de ellas lucían amplios soportales en los que se
apiñaban puestos y tenderos. La variedad de productos a la venta era
verdaderamente llamativa.
En el centro de la
plaza se desplegaba un rudimentario templete de madera; al parecer, y según
pudieron oir los cuatro piratas, en poco más de una hora iba a comenzar allí la
subasta de un recién llegado lote de ciento cincuenta prostitutas sacadas de
las calles de Londres a las que se les había dado a elegir entre la cárcel o
Las Bahamas. Era algo común que presos de las abarrotadas cárceles europeas que
no tuvieran delitos de sangre acabaran como esclavos en América, ya fueran
hombres o mujeres.
Los colonos, que
charlaban animados en numerosos corros dispersos por toda la plaza, tenían ya
todo dispuesto para pujar por aquellas mujeres. No parecía importarles el
pasado que pudieran llevar a cuestas, pero seguro que tomarían sobrada venganza
si en el futuro, una vez adquiridas, les eran infieles…
De vuelta al
Kari-Anne y tras relatar Mc.Alisther el relajado ambiente festivo que se
respiraba en la ciudad, gracias en parte a la gran subasta de mujeres, el
Capitán Zoltar decidió liberar a los hombres de sus obligaciones para que se
divirtiesen a sus anchas.
Muy pocos quedaron
a bordo, entre ellos el propio Zoltar, no muy amigo de la juerga, pero que se
hizo subir previamente unas botellas de ron para pasar la noche jugando a los
dados con los hombres de guardia o leyendo en su camarote sonetos de
Shaquespeare a la tenue luz de un candil. El resto, ansiosos por pisar tierra
firme, desembarcaron en tropel dirigiéndose de inmediato hacia los numerosos
tugurios del muelle. No tenían, eso sí, mucho dinero para gastar y eso, a lo
largo de la velada, podría convertirse en un auténtico problema…
El ambiente de las
tabernas del puerto era realmente depravado, totalmente propicio a los
festines, timbas y broncas, en las que por algún extraño motivo pululaba
siempre un buen puñado de mujeres de dudosa reputación, que era, al fin y al
cabo, lo que precisamente necesitaban los hombres de Zoltar en aquellos
momentos.
Se dispersaron por
los diversos antros, irrumpiendo en ellos con denodados modales, altivez y
grandes dosis de socarronería. En un primer momento se decantaron por la
cerveza, sola o con brandy, para pasar más tarde al ron, que era consumido por
galones en un visto y no visto, causando verdaderos estragos.
Cuando los vapores
de la borrachera nublaban ya la visión de los filibusteros, algunos de ellos,
los más serenos o resistentes a la bebida, empezaron a dar rienda suelta a su
imaginación, maquinando las mayores gamberradas.
Mientras algo más
de un tercio dormitaba entre las sillas y mesas o incluso en el suelo de las
tabernas, incapaces de moverse y articular palabra, el resto de la tripulación
de Zoltar, junto con otros desconocidos chapetones advenedizos, invadieron las
calles de la ciudad dispuestos a llevar a la práctica sus fechorías favoritas.
- ¡ Vamos a armarla
buena ! – gritaba uno.
- ¡ Juergaaaa, juergaaaa ! – vociferaba otro.
Nada más comenzar
el improvisado periplo, asaltaron el patio de un pequeño pero lujoso palacete
que se encontraba no muy lejos del muelle, apoderándose de varias sillas de
mano ricamente decoradas, reservadas a las damas más relevantes de la isla.
Gómez, el españolito, Paterson y algunos más, se hicieron transportar en las
sillas, entre risas y exabruptos, por unos esclavos negros raptados y
encañonados para tal efecto por una escolta de piratas que llevaban a su vez,
en la mano que les quedaba libre, unos cirios encendidos en candelabros.
- ¡ Vamos, perros
sarnosos, que no servís ni para llevar a tan distinguidos caballeros ! –
ironizaban entre carcajadas los piratas.
En cada taberna por
la que pasaba la más que curiosa y disparatada comitiva de filibusteros,
chapetones y esclavos, se detenían a beber – de balde y tras amenazar de muerte
a su dueño – para acto seguido, continuar la procesión.
Con el fin de dar
más aliciente a la descarnada pantomima, prendieron fuego con los cirios de los
candelabros a una de las tascas, entregándose inmediatamente después a una
danza frenética en torno a la descomunal hoguera que en pocos minutos se había
formado. Gómez, Paterson y compañía descendían de las sillas para unirse al
fraternal baile cuando uno de los piratas disparó su mosquete de forma
accidental hiriendo mortalmente a uno de los esclavos negros que segundos antes
les porteaban.
- ¡ Maldito hijo de
perra ! – le increparon entre golpes - ¡ Podías habernos matado !
Mientras, el
esclavo negro yacía fulminado en el suelo en medio de un charco de sangre,
ignorado por todos.
Qué duda cabe que
tuvieron que huir precipitadamente de Port Nassau después de lo ocurrido
aquella noche. Así pues, aún de madrugada y bajo una fina lluvia, levaron
anclas antes de que las autoridades gubernamentales de la isla averiguasen lo
sucedido y acudiesen en su busca.
Zoltar estaba
bastante disgustado con sus hombres, porque no había cosa en el mundo que más
odiase que ver desbaratados sus planes. En su corta estancia en Port Nassau, ni
tan siquiera un día, no habían podido conseguir prácticamente ninguna
información sobre la flota de Indias: cuándo zarparían hacia España, desde dónde,
cuántas naves lo harían, el valor de la carga, el itinerario concreto, la
escolta que llevarían…¡ Nada !
Por tal motivo y a
modo de escarmiento, Zoltar decidió dirigirse a la costa de Cuba para asaltar
alguna villa, trabajo más penoso y de menor botín que las suculentas naves del
oro españolas.
Abandonaron Nassau
doblando el Cabo de Andros, el punto más meridional de la isla, poniendo rumbo
hacia el Sur. Al tercer día de travesía y favorecidos por las corrientes,
avistaron, al fin, la costa cubana.
Zoltar se hallaba
jugando una partida de ajedrez con Samuelson, el cirujano de a bordo, un tipo
pequeño, enjuto y completamente calvo, cuando Mc.Alisther les interrumpió:
- ¡ Capitán, tierra
!
Al instante, Zoltar
se incorporó y tomó su catalejo. El mar estaba algo revuelto; soplaba el
viento, pero no había apenas nubes en el horizonte. Al fondo de una pequeña
bahía, entre suaves colinas y extensas plantaciones se distinguían unas
construcciones.
- ¿ Qué población
es aquella ? – preguntó el capitán.
- He consultado
varios mapas…y por mis cálculos nos encontramos a la altura de Gibara… Sí, debe
tratarse de Gibara – afirmó Mc.Alisther.
- ¡ Estupendo ! –
exclamó Zoltar con una leve sonrisa, atusándose el bigote.
Echaron el ancla en
mitad de la bahía y comenzaron a descender del Kari-Anne en dirección a Gibara.
Hicieron varios viajes con la chalupa hasta dejar a la mayor parte de la
tripulación en una recóndita cala a poco más de media milla del poblado,
mientras los más jóvenes y hábiles alcanzaban la costa a nado y una decena se
quedaba salvaguardando el barco.
Cuando los piratas
pisaron las calles de Gibara pocas horas después, los habitantes de la villa ya
habían abandonado sus casas. Seguramente, nada más percatarse de la llegada de
los filibusteros a la bahía, habían decidido refugiarse en la foresta.
- ¡ Todos han
huido, Capitán ! – argumentó Mc.Alisther.
- ¡ Aún así, no os
fiéis ! – Refutó Zoltar – ¡ Estad atentos a posibles emboscadas; no os
disperséis ni para mear. Entrad en las casas de tres en tres y coged todo
aquello de valor que hayan podido dejar y que se pueda transportar con
facilidad al Kari-Anne !
- ¡ Entendido,
Capitán !
- ¡ Tonsen, Schultz, Gómez, Mc.Conelly, Smith !
- ¡ Sí, Capitán ! –
contestaron al unísono los nombrados.
- Id a ver si
alcanzáis algún colono rezagado que nos pueda contar algo… Pero tened mucho
cuidado.
Los cinco piratas
esbozaron una sonrisa y con un gesto afirmativo se introdujeron de inmediato en
la espesura.
No hallaron gran
botín en las viviendas de la población. Sin duda los colonos acarrearon con
todo lo que no les imposibilitara la huída o fuera susceptible de ser ocultado.
A pesar de ello, lo filibusteros subieron al Kari-Anne algunas bandejas,
candelabros y cubiertos de plata, así como sacos de cereal, fruta y agua.
Al caer la tarde,
Tonsen y compañía regresaron con un buen puñado de lugareños, la mayoría
mujeres, niños y esclavos, pero también algunos campesinos chapetones y un par
de baqueanos. Los llevaban atados de pies y manos por una soga común. Sus
rostros reflejaban angustia, miedo, horror. Algunas mujeres y sus pequeñas
criaturas no podían reprimir un llanto mitad desesperación y mitad nerviosismo.
- Interrogad a
todos y cada uno de ellos, a ver qué nos cuentan… Sacadles la mayor información
posible de la forma que sea, ya me entendéis; no escatiméis en dureza.
Preguntad a los esclavos si desean unirse a nosotros, si contestan que no, los
encerráis junto con los hombres y los niños en la iglesia.- ordenó Zoltar.
- ¿ Y con las
mujeres, Capitán ?
- ¡ Con las mujeres
haced lo que os plazca ! – concluyó secamente el capitán pirata.
Tras unas horas de
tortura, y mientras parte de la tripulación se dedicaba ya a la fiesta o a
descansar en alguna de las abandonadas casonas de la villa, algunos colonos
delataron la existencia de riquezas escondidas e informaron de otros aspectos;
por ejemplo, les hicieron saber que muchos habían huido con sus pertenencias
más valiosas a la población cercana de Santa Cecilia, al otro lado de la bahía,
y sin duda habrían avisado a la población del ataque pirata y más en concreto
al grupo de mosqueteros que se hallaban destacados en un fortín próximo al
enclave.
La situación no
resultaba nada halagüeña y el botín era sumamente escaso. Aún así, Zoltar, que
no era en absoluto un cobarde y en ningún momento se había planteado levar
anclas con tan parco tributo, decidió, asegurados el pueblo y el pequeño puerto
de Gibara, encaminarse hacia Santa Cecilia con las primeras luces del alba y
con el mayor número de efectivos posible. Sus hombres no rechistarían ante tan
temeraria decisión. Tal era el espíritu altivo de aquellos valerosos piratas.
Así pues, los
malolientes, feroces y desarrapados filibusteros, con su capitán a la cabeza,
partieron de madrugada con dirección a Santa Cecilia. Avanzaron rodeados por un
silencio sepulcral y bancos de espesa bruma – con el cuchillo entre los dientes
y la mirada atenta – atravesando ciénagas plagadas de mosquitos y senderos
infectados de culebras, hasta que por fin alcanzaron a vislumbrar la villa.
Sobre una suave
elevación de terreno hallaron el fortín que protegía la población, pero estaba
deshabitado y prácticamente reducido a cenizas. Sin duda, los propios soldados
lo habían incendiado en su huida para que así no pudiera ser utilizado como
cuartel provisional por las huestes del Capitán Zoltar. Parecía claro que la
guarnición de mosqueteros había decidido, tras percatarse de la llegada de los
filibusteros y tal vez por su reducido número, partir en busca de refuerzos en
lugar de hacer frente a los piratas, abandonando a su suerte a los habitantes
de Santa Cecilia, que se habían quedado para luchar y defender sus bienes.
Entre todos los
colonos habían construido decenas de barricadas alrededor de la población y
aguardaban la llegada de los filibusteros armados con palos, machetes,
rastrillos, hoces y toda clase de utensilios capaces de servir como proyectil
arrojadizo, sin importar el material del que estuvieran hechos. Por el
contrario, los hombres de Zoltar portaban armas de fuego, sables, alfanjes y
hachas de abordaje.
- ¡ No hay tiempo
que perder, Capitán – argumentaba Mc.Alisther – seguramente no tarden en llegar
refuerzos !
- Bien, escuchadme
todos: romperemos el cerco por uno de sus puntos y una vez dentro del poblado
nos dispersaremos en grupos de diez arrasando con todo lo que encontremos a
nuestro paso…No haremos prisioneros…- fueron las instrucciones de Zoltar.
- ¡ Sin cuartel ! –
gritaban unos.
- ¡ Muerteeeee,
muerteeee ! – aullaban otros, mientras se dirigían en tropel hacia la que
parecía la barricada más accesible y fácil de franquear. Ascendieron por el
intrincado parapeto protector a golpe de intimidatorio mosquete y una vez
salvado el obstáculo, al otro lado de la cerca, les salieron al encuentro la
multitud de improvisados soldados de Santa Cecilia, entre los que había
campesinos y hacendados a partes iguales.
La lucha fue
encarnizada, disputando palmo a palmo cada una de las calles y casas de la
población. Los colonos se defendían con uñas y dientes, sin rehuir el combate
cuerpo a cuerpo en ningún momento; pero pronto su empuje cedió ante la
sanguinaria comitiva de hermanos de la costa. La matanza fue atroz; los
secuaces de Zoltar disparaban y acuchillaban, sin distinción, a hombres,
mujeres y niños, ya fuera cara a cara o por la espalda, a sangre fría. También
hubo bajas en el bando pirata, pero la extinción de los colonos fue total;
pocos pudieron huir de la que había sido su propia trampa…
Sin perder un
instante, los filibusteros que se hallaban en condiciones de salud aceptables,
cargaron con todo aquello de valor que habían encontrado durante el ataque en
las estancias y sótanos de las casas y mansiones de la población, poniendo de
inmediato rumbo a Gibara. Otros tantos, magullados y heridos, formaban una
segunda comitiva que caminaba más lentamente hacia el puerto en el que fondeaba
el Kari-Anne.
La noche se les
echaba encima, pero no parecía importarles gran cosa después de haber salido
airosos de la batalla y portando un botín bastante más sustancioso que el
conseguido en Gibara. Cuando el último de los piratas abandonó Santa Cecilia,
en la malaventurada villa no quedaba más que el hedor de los cadáveres, los
enjambres de mosquitos y alguna bandada de alcatraces…
Ya a bordo del
Kari-Anne y habiéndose distanciado unas millas de la costa, hicieron el reparto
del dinero al contado, del que tocaron a doscientos sesenta reales de a ocho
cada filibustero, además de algunas piezas de seda, lino, plata labrada y toda
clase de joyas incrustadas de gemas, que venderían nada más llegar a Tortuga.
La parte del botín que correspondía a los muertos fue a parar a los hermanados,
compañeros con los que pactaban protección mutua y herencia antes de entrar en
combate; y tanto mutilados como heridos recibieron lo que por sus daños
merecían, con arreglo a las indemnizaciones establecidas.
Habían hecho todos
juramento, como era costumbre entre los hermanos de la costa, de no guardar
subrepticiamente joya alguna. Por tal motivo, Zoltar ordenó colgar de una verga
del Kari-Anne a Johnson, uno de sus marineros, al que habían hallado oculta una
esmeralda sustraída del fondo comunitario. Este lamentable suceso apaciguó, por
no decir que echó a perder, la incipiente fiesta y algarabía que se estaba
formando entre la tripulación debido al éxito de la expedición y a pesar de sus
maltrechos cuerpos. El desdichado Johnson fue ahorcado sin demora y una vez que
expiró lo desataron y arrojaron a un mar que se encrespaba por momentos.
- Espero que no se
vuelva a repetir – fue todo lo que Zoltar dijo al respecto.
Durante la noche
comenzó a soplar un viento huracanado que dificultaba sobremanera la
navegación. El trayecto hasta Saint George, en Isla Tortuga, en condiciones
normales no debería exceder, en principio, de tres o cuatro días, pero con el
temporal que se avecinaba, la travesía se antojaba bastante impredecible e
incierta.
Nadie pegó ojo en
toda la noche. El fuerte oleaje que azotaba la embarcación mecía bruscamente a
los piratas en sus coys y zarandeaba todo de un lado para otro. Las primeras
luces del alba llegaron acompañadas por una fría lluvia torrencial que tapizaba
por completo la cubierta del Kari-Anne con una cristalina capa de agua. En el
rostro de los rudos y temerarios filibusteros se atisbaba una mueca de
preocupación o cuanto menos de contrariedad. Llegar a Tortuga con el botín y
pasar allí un plácido y relajado invierno dilapidando la copiosa fortuna
capturada era lo único que tenían en mente y no deseaban que aquel temporal,
nunca mejor dicho, les aguase la fiesta.
Pero pronto la
embarcación se tornó ingobernable. Collins, el timonel, se esforzaba por
controlar la nave, pero la fuerza del mar era muy superior. Recogido por
completo el velamen, en parte ya deteriorado por la tormenta, el Kari-Anne
estaba totalmente a merced de la corriente y las gigantescas olas del embravecido
océano.
- Si hubiera alguna
cala o bahía próxima menos expuesta al oleaje podríamos intentar adentrarnos en
ella y anclar hasta que amainase – sugirió Mc.Alisther – lo malo es que en este
litoral sólo hay acantilados...
- Es peligroso,
pero quizá sea la única solución. Aún así, es un riesgo enorme, en cualquier
momento podríamos estrellarnos contra las rocas si nos dirigimos hacia la
costa... ¡ Por nada del mundo arriesgaría el botín, ni el Kari-Anne !
Mientras Zoltar y
Mc.Alisther dilucidaban sobre la solución más idónea para tan extrema
situación, el patache se aproximaba a la abrupta costa cubana sin pedir permiso
a nadie, arrastrado por las olas...
- ¡ Capitán, es
inútil ! - se desesperaba Collins golpeando el timón – No hay nada que hacer...
El capitán miró al
timonel a los ojos unos segundos. En las pupilas de aquel pobre diablo se
reflejaba la decepción del que piensa que todo está perdido.
- ¡ No puede ser,
aparta ! - exclamó Zoltar agarrando el timón con ambas manos, esforzándose al
máximo por enderezar el rumbo de la nave.
Pero el Kari-Anne
era inexorablemente arrastrado hacia los acantilados zarandeándose como un
desdichado pirata que camina borracho en una noche de juerga.
Sobre el mediodía,
bajo un intenso aguacero que tornaba el cielo de un gris plomizo, y azotado por
el enfurecido viento, el Kari-Anne se estrellaba contra unos escollos a poco
más de cuarenta metros de la costa.
Tras el impacto, el
casco de la embarcación presentaba varias vías de agua imposibles de achicar;
así pues, los piratas, acarreando con pequeños sacos en los que habían guardado
sus pertenencias más valiosas y la parte más menuda del botín, especialmente
monedas y joyas, se lanzaron al agua para alcanzar a nado la costa.
Embestidos por las
olas, algunos piratas fueron golpeados brutalmente contra las rocas, resultando
gravemente heridos. Otros, tras el impacto, perdieron el conocimiento y
perecieron arrastrados por las corrientes hasta el fondo del mar.
Sin embargo, la
mayoría consiguió arribar hasta la zona menos abrupta de los acantilados,
ascendiendo desde allí a la cima de los mismos. Entre los supervivientes se
encontraban Zoltar y Mc.Alisther. Samuelson, en cambio, más viejo y débil que
sus compañeros, murió ahogado.
Una vez a salvo en
tierra firme y liderados como siempre por su bravo capitán, comenzaron a
agruparse. Mientras se reunían, observaban absortos desde lo alto del
acantilado cómo los restos del semihundido Kari-Anne se batían una y otra vez
contra los escollos. Alguno de los piratas, sin poder apartar la vista de la
nave, se mordía la lengua para no gritar o llorar de rabia al contemplar cómo
se hundía con el Kari-Anne aquello por lo que habían luchado; cosas materiales,
sí, pero también un sueño y una promesa de futuro y prosperidad...
El chaparrón embarraba
la especie de tundra costera sobre la que pisaban, convirtiendo aquello en un
auténtico lodazal. Una vez unidos todos los supervivientes, acordaron
adentrarse en la isla y encontrar una población cercana en la que tomar al
asalto víveres y una nueva embarcación que les llevase hasta Tortuga, apenas
separada por un brazo de mar de aquella parte de la costa en la que se
encontraban.
Pero fue entonces
cuando de entre la espesura del bosque colindante comenzaron a aparecer
numerosos soldados españoles y civiles armados en una aparente formación en
línea. Seguramente habían sido avistados y seguidos desde tierra, ya que las
condiciones del mar eran pésimas, y más probable aún era que se tratase de una
guarnición de mosqueteros avisados y guiados por el pequeño destacamento de
Santa Cecilia que había huido pocos días atrás de su puesto.
Efectivamente,
aquel ejército estaba constituido por la compañía de mosqueteros de Santiago,
comandada por el Capitán Hurtado y reforzada por civiles ávidos de recompensa,
ya fuera pecuniaria o se tratase de algún tipo de prebendas.
Los piratas estaban
acorralados. En frente, un contingente enemigo que les doblaba en número y
provistos con armas de fuego de las que ellos, tras el naufragio, carecían o
habían empapado la pólvora, inutilizándolas; a sus espaldas, el mar embravecido
y una caída al vacío de más de treinta metros. Ningún lugar en el que
esconderse y sin posibilidad de huir.
- ¡ Bueno, señores,
este es el día de nuestra muerte, hagámoslo al menos con dignidad !- fueron las
palabras de Zoltar, espada en mano y calado hasta los huesos.
A poco más de media
milla, el Capitán Hurtado, un extremeño alto, moreno, fornido, de anchos
hombros y nariz aguileña, se afanaba en dar a sus hombres las últimas
instrucciones antes de entrar en combate. A priori, era un enfrentamiento muy
desigual, pero la furia filibustera era capaz de cualquier proeza.
La formación
hispana comenzó a avanzar hacia los acantilados desarrollando algo similar a
una maniobra envolvente en forma de semicírculo.
- Muchachos, tal
vez un ataque en bloque sobre el centro de la formación permita romper sus
filas y lograr una vía de escape; así, al menos, algunos consigan
salvarse...
- ¡ De acuerdo,
Capitán ! - aprobaron los filibusteros a pesar de hallarse en un lamentable
estado, pues la mayoría presentaban cortes y contusiones producto del choque
contra las rocas del acantilado.
- Pues, entonces...
¡ Al ataqueeee ! - gritó Zoltar empuñando la espada en todo lo alto y echando a
correr hacia el enemigo, seguido por sus hombres.
El encontronazo fue
brutal. Algunos piratas cayeron metros atrás fruto de los disparos efectuados
por los mosqueteros españoles. Aún así, la táctica de Zoltar, a golpe de sable
y machete, consiguió su objetivo abriendo una brecha en la formación hispana
por la que intentar huir hacia la foresta.
Pero Hurtado
parecía haber previsto ya aquella situación y de entre el boscaje apareció un
segundo pelotón de soldados y civiles que terminó por completo con las
esperanzas filibusteras.
-¡ Ahora sí que
estamos perdidos ! - maldijo Mc.Alisther.
- Ponte a rezar, si
sabes... - bromeó Zoltar, y ambos, sabedores de su final, se dieron un apretón
de manos acompañado por una sincera y expresiva sonrisa de amistad en los
labios.
Las alas del primer
escuadrón hispano se cerraron sobre los flancos del grupeto pirata, rodeándolo
por completo. Zoltar dispuso entonces a sus hombres en círculo para hacer
frente a las acometidas rivales. Hombro con hombro, los filibusteros parecían
luchar sabiendo que perecerían allí, pero que se llevarían al mayor número de
perros con ellos al Infierno...
***************************
Zoltar despertó
sobresaltado en mitad de la noche, rodeado de un montón de cadáveres. Sentía un
agudo pinchazo en la cabeza, que le mitigaba o más bien distraía el dolor de
otras heridas y cortes de considerable tamaño que tenía en brazos y piernas,
coaguladas parcialmente. Se incorporó levemente apoyándose en los codos y
girando con dificultad intentó averiguar la identidad de los cadáveres que
yacían a su alrededor. En un primer vistazo intuyó que sus hombres formaban el
grueso de los caídos...
Recordaba, en el
fragor de la batalla, haber recibido un fuerte golpe por la espalda cuando se
hallaba a punto de asestar la estocada definitiva a un soldado español, y tras
ello, caer fulminado al suelo, perdiendo el conocimiento. Sin duda le habían
dado por muerto y dejado allí como pasto de los alcatraces.
A duras penas logró
ponerse en pie. Junto a él, el cuerpo de Mc.Alisther se extendía boca arriba con
los brazos en cruz y una mueca extraña en el rostro que Zoltar no acertó a
descifrar.
El sufrimiento del
capitán pirata en aquel instante excedía de lo meramente corporal; sí, era un
filibustero, un hombre salvaje y sanguinario, capaz de segar vidas sin una
duda, ni remordimientos, espectador impasible de masacres de inocentes o
pavorosos incendios de barcos mercantes con niños y mujeres a bordo... Pero
aquellos eran sus hombres, con los que había vivido mil aventuras y por los que
profesaba un profundo y verdadero apego.
Sentía auténtica
rabia al contemplar tan funesta visión; una enorme desazón invadía su alma;
deseaba gritar para romper aquel macabro silencio del que la Luna era único
testigo. Tan sólo él había quedado en pie y sin duda aquel hecho tenía algún
significado. Zoltar no creía en el destino, pero experimentaba una fuerza
desconocida que desde el interior se irradiaba por todo su cuerpo y susurraba
una palabra: ¡ venganza ! Estaba vivo para poder vengar a sus camaradas.
Comenzó a andar
lentamente, encorvado, dolorido, esquivando los cuerpos que se desperdigaban
por el campo de batalla, despojados de cualquier objeto de valor; pero poco a
poco su bravura de pirata le hizo erguirse y caminar con mayor soltura por
espacio de dos horas hasta llegar a una pequeña cala. Estaba totalmente
exhausto y cayó rendido sobre la arena.
Amanecía ya cuando
el murmullo de las olas rompiendo en la orilla le trajo de nuevo al mundo de
los vivos. Se despertó temblando, tiritando de frío y con fiebre, provocada por
unas heridas que comenzaban a infectarse. Caía una fina lluvia y el viento
soplaba racheado y aún con fuerza, pero el temporal había amainado
considerablemente. Sacando fuerzas de flaqueza se introdujo en el mar y comenzó
a lavárselas; la sal le ayudaría a desinfectárselas y en el proceso de
cicatrización.
Fue entonces cuando
se percató de la presencia de unos hombres negros, presumiblemente esclavos,
que se hallaban pescando en el mar sobre una pequeña balsa de troncos y juncos.
Su aspecto, herido y desarrapado, le hacía pasar por un pescador o marinero
naufragado, lo que le permitió acercarse a ellos sin fomentar desconfianza.
En un rudimentario
español, que ni Zoltar ni los esclavos hablaban con propiedad, el pirata les
pidió ayuda como buenamente pudo. Al comprobar el lamentable estado en el que
se encontraba Zoltar y creyendo realmente que se trataba de un superviviente de
algún naufragio, le prometieron, una vez terminada la faena, llevarle hasta la
hacienda de su amo y allí proporcionarle alimento y curarle las heridas.
La hacienda del
colono en cuestión, que se encontraba a pocas millas de la villa de Santiago,
no era más que una humilde cabaña con un establo que hacía las veces de granero
y cuatro palmos de tierra roturada alrededor de la vivienda. O bien se trataba
de un baqueano empobrecido o con mayor seguridad de un chapetón medianamente
acomodado…
- Soy un pescador
de Saint George que he tenido la desgracia de sufrir el temporal que ha azotado
la costa estos últimos días; la embarcación en la que navegaba se fue a pique y
fui a parar… - comenzó explicando Zoltar al ser presentado al dueño de la
finca.
- No se preocupe,
aquí no le faltará de nada, en la medida de lo posible, claro está, - sonreía
el orondo colono con falsa modestia – mis esclavos y mi mujer se ocuparán de
que así sea… Y por volver a casa tampoco sufra, por aquí recalan muchos
marineros y pescadores de Isabela y Puerto Príncipe que podrán llevarle de
vuelta a Saint George…
- Muchas gracias.
- ¡ Oh, no me lo
agradezca, es lo menos que puedo hacer…!
Zoltar intuía en
las palabras y sobreactuados gestos de aquel hombre que sospechaba de su
verdadera identidad, aunque no parecía importarle mucho, ya que por todos era
conocida la rivalidad entre chapetones y los ricos hacendados y la cobertura
que dispensaban los rezagados a todo aquello que tuviera que ver con la
piratería, el enriquecimiento rápido con el contrabando y la desgracia de los
baqueanos, y Zoltar, en caso de ser, como era, un auténtico pirata, podía ser
un buen amigo para el futuro, con un favor que agradecer…
Una semana después,
Zoltar se encontraba prácticamente recuperado. Algunas de sus heridas tuvieron
que ser cosidas para que cicatrizasen, desinfectadas y cubiertas con vendas y
emplastos. El dolor había desaparecido casi por completo y tan sólo cuando
realizaba movimientos bruscos sentía que las cicatrices le tiraban.
La noticia de la
masacre llevada a cabo por la guarnición del Capitán Hurtado sobre unos piratas
británicos que habían atacado Gibara y Santa Cecilia se extendió durante esa
semana por los alrededores, siendo el tema exclusivo de conversación en las
plazas y villas de la zona, información que Zoltar no despreció en absoluto
pues le permitía conocer de primera mano cual habría de ser el objeto de su
venganza, personalizado en el afamado Capitán Hurtado.
Aquella misma tarde,
a primera hora, había fondeado en el puerto de Santiago un esquife procedente
de Isabela, tripulado por tres pescadores, que trocaban en el mismo muelle la
mercancía capturada por especias que venderían a su regreso.
Las dotes
persuasivas de Zoltar convencieron sin problema a los pescadores isabelinos
para que le llevasen de vuelta a Tortuga, prometiéndoles una sustanciosa suma a
cambio en cuanto pusiera un pie en el puerto de Saint George.
Una vez
intercambiada la mercancía y sin demora alguna, los tres marineros y Zoltar, se
dispusieron a partir hacia Isla Tortuga. El propio Zoltar desató la amarra y
empujó levemente el esquife con uno de los remos para alejarlo del muelle para,
acto seguido, cedérselo a uno de los pescadores que comenzó a remar en
dirección a la bocana del puerto.
Según se alejaban
de la villa de Santiago, Zoltar, de pie sobre uno de los bancos del bote,
pensativo, ensimismado, con los ojos inyectados por el odio, echó un último
vistazo general a la población:
- ¡ Ten por seguro
que volveré para vengarme o te buscaré allí donde estés, Capitán Hurtado ! –
fue su velada despedida.
Lanzarote, mayo de 1605
Amanecía en la isla
cuando las campanas de la iglesia de San Cosme comenzaron a tañer de forma
inequívoca. Los campesinos abandonaban sus quehaceres en los campos de cultivo
de cereales, vides o tuneras, para esconderse en los jameos cercanos o
aproximarse al castillo de Santa Bárbara, en la cima del monte Guanapay y punto
más alto de la isla, sobre la capital, Teguise.
Los pescadores del
Río – como los lugareños llamaban al brazo de mar que separaba Lanzarote de la
pequeña isla Graciosa – los habían avistado con las primeras luces del alba y
de inmediato se dirigieron a Orzola, puerto natural de la zona y a Ye, ya en el
interior de la isla, para hacer sonar las campanas de las iglesias e ir
transmitiendo el mensaje de población en población.
Se trataba, por el
tipo de embarcaciones: dos jabeques, una pinaza y un balandro, de piratas
berberiscos o moriscos, con toda probabilidad procedentes de Salé, ciudad
situada en la desembocadura del río Bou Regreg, a unas setenta millas al Este
de Lanzarote y principal puerto pirata de la costa atlántica norteafricana.
Los descendientes
de los moriscos expulsados de España un siglo atrás seguían conservando y
manteniendo su odio hacia todo lo hispano y por tal motivo eran los piratas que
con más asiduidad atacaban las costas españolas del Mediterráneo y Canarias en
busca de venganza o botín, a menudo cofinanciados por los judíos sefardíes
cuyos antepasados habían sufrido idéntica suerte.
De igual manera,
los españoles realizaban incursiones o cabalgadas punitivas en el Magreb con
similar finalidad y con la intención de extinguir o cuanto menos mermar la
piratería de la zona.
Lo realmente cierto
es que las islas Canarias no estaban suficientemente defendidas, ni
fortificadas, y los piratas, tanto europeos como africanos, lo sabían, lo que
hacía de ellas un blanco fácil y apetecible a pesar del escaso botín que
pudieran llevarse en ocasiones, dependiendo de la época del año en la que se
encontrasen.
Así pues, el
balandro, de catorce puestos de artillería, y una pinaza, de dos mástiles y
veinte metros de eslora, con una tripulación conjunta de noventa individuos
aproximadamente, se establecieron en la Graciosa, mientras que los dos
jabeques, comandados por un capitán turco conocido como Dogalí Soliman, y con
más de cien hombres a bordo armados hasta los dientes, se dirigieron hacia el
Sur de la isla por su cara Oeste con el propósito de desembarcar en las playas
del Papagayo, punto más meridional de Lanzarote y ascender desde allí hasta el
Norte, al encuentro de sus camaradas, arrasando por el camino con todo lo que
encontraran a su paso.
Al tercer día de
expedición y sin oposición alguna, la comitiva pirata llegó a la falda del
monte Guanapay, donde se asentaba la fortaleza de Santa Bárbara, protegiendo la
capital de la isla, Teguise. El castillo había sido construido medio siglo atrás
por el arquitecto e ingeniero italiano Torriani a instancia del gran Felipe II
y copiando el tipo de fortaleza diseñado por Juan Bautista Antonelli,
presentando una construcción con fortísimos muros en talud, plataformas para
los cañones y garitas cilíndricas.
Tras un primer
intento de aproximación, vista la severa y enconada respuesta de artillería que
desde el castillo y la villa encontraron, el turco Dogalí Soliman y su
lugarteniente Tabac Garruc, un morisco de anchos hombros y piel cetrina,
decidieron abandonar la empresa conformes con el botín y los destrozos causados
hasta ese momento, embarcando al
atardecer de ese mismo día en las playas de Fámara, frente a la isla Graciosa,
donde se reunieron con el resto de la flota pirata.
Habían quemado a su
paso los campos de cereales del Sur de la isla, vaciado las bodegas de la Geria
y saqueado los campos de tuneras para llevarse el valioso tinte carmín de la
cochinilla; habían capturado un centenar de mujeres, hombres y niños, que
serían vendidos como esclavos en los zocos de Fez y Marrakech, y pasado a
cuchillo a unos doscientos isleños que en su periplo hacia el Norte habían
opuesto algún tipo de resistencia.
Días más tarde, a
pesar de la afortunada defensa de Teguise, el gobernador de la isla, Sancho
Herrera, envió misiva urgente al Valido del tercer Felipe a la capital del
reino, Valladolid, con el fin de solicitar de su Majestad mayor defensa de la
isla, tras el desaguisado pirata, argumentando que ésta no estaba
suficientemente fortificada y que además, muchos de sus habitantes la
abandonaban en pequeñas embarcaciones clandestinamente dirigiéndose a otras
islas del archipiélago, a pesar de la prohibición expresa que al respecto
existía para evitar la despoblación, a lo que se unía la escasez de individuos,
fruto de la atroz matanza, las cosechas perdidas, los campos arrasados y las
bodegas vacías.
A los diez meses de
aquel desagradable acontecimiento, arribaba en el puerto de Arrecife, en la
costa Este de Lanzarote, procedente de Cuba, el capitán Sebastián Hurtado, en
calidad de Capitán General de la isla, con funciones tanto militares como
políticas y acompañado por una flota de tres carracas y doscientos hombres de
mar y guerra, así como un grupo de ingenieros que se encargarían de estudiar la
orografía de la isla y dotarla de torres de vigilancia y castillos en sus
puntos más vulnerables.
No cabía duda
alguna que la carta de Sancho Herrera había sido bien recibida y atendida por
el Rey y su Valido, pues enviaban a un militar respaldado por sus éxitos contra
los piratas en el Caribe; pero tal concesión se veía refrendada más por el
temor y la imposibilidad de perder una sola de tan valiosas y estratégicas
islas que por la influencia que el propio Herrera pudiera tener en la Corte, si
es que tenía alguna.
Así pues, el
capitán Sebastián Hurtado y la mayor parte de su guarnición, soldados viejos y
curtidos en los mares de las colonias americanas, se instalaron en Teguise,
construyendo una serie de barracones bajo el castillo en los que acuartelarse y
defender aún mejor la fortaleza de Santa Bárbara, mientras que un grupo más
reducido hacía lo propio en Yaíza, al Sur de la isla, en las mismas laderas del
Timanfaya.
Fueron recibidos
con mucho júbilo por parte de los lugareños, que de esta forma se creían más
seguros y complacidos por lo que la llegada de aquel contingente pudiera
suponer en cuanto a la reactivación del comercio tanto interior como exterior en
la isla. Pero nada más lejos de la realidad, pues lo único que acompañaba a
aquel destacamento de soldados eran sus armas. Ni una sola moneda traían
consigo. De tal forma que, en un principio aclamado capitán Hurtado, se vio
obligado a grabar con nuevos impuestos a la ya de por sí castigada población
con el fin de poder afrontar los gastos de aprovisionamiento y manutención de
la tropa, comerciando principalmente con los puertos de Sevilla y Cádiz, amén
de reservarse una parte de las futuras cosechas de cereal y vino para sus
militares.
Esta impopular
decisión desencantó a los inicialmente emocionados isleños y especialmente a la
pequeña nobleza que habitaba la isla, que anteriormente campaba y gobernaba a
sus anchas y capricho, y entre los que se encontraba Sancho Herrera, el antiguo
gobernador de la isla.
Bajaba en dirección
al puerto con una sonrisa en los labios, observando las gentes que correteaban
y abarrotaban las calles de la ciudad, calado el sombrero de ala ancha y
mesándose el bigote. El gobernador Lloyd, en nombre de Jacobo I de Inglaterra,
había decidido por fin otorgarle al capitán Zoltar, tras un año de peticiones,
una patente de corso con la que poder navegar por aquellas aguas del Caribe,
dotándole además con una bricbarca de tres mástiles y diez cañones por banda
para tal efecto. La elección de la tripulación, así como los gastos de la misma,
corrían por cuenta propia, de tal forma que Zoltar sólo pudo enrolar cuarenta
hombres de entre la peor chusma de las tabernas de Port Royal, con la promesa
de cuantioso botín, cuya mitad, según la patente expedida por Lloyd, iría
directamente a las arcas de su Graciosa Majestad.
Le había costado
mucho esfuerzo y perseverancia hacerse valer ante el gobernador, más interesado
en otros lujos y quehaceres, y se decía a sí mismo que tal vez aquella fuese la
última posibilidad de capitanear un barco como aquel y no estaba dispuesto a
desperdiciarla.
Tan minucioso como
siempre, había ultimado hasta el más mínimo detalle y adoctrinado previamente a
la caterva de borrachos y delincuentes que conformaban la tripulación, con el
ánimo de dejarles las cosas bien claras desde el principio. ¡Cómo echaba de
menos a los hombres de Kari-Anne y en especial a McAlisther!
Sin embargo, los
miembros de la Melissa, que así había bautizado Zoltar la bricbarca, no eran
más que antiguos piratas y marineros abocados por uno u otro motivo a la
mendicidad, pero ávidos de aventuras y riquezas, que, al fin y al cabo, era la
mejor motivación que se podía tener al embarcar en una nave corsaria.
Destacaba entre
todos ellos un holandés llamado Van Tegel, un tipo espigado pero fibroso, de
larga y lisa melena rubia, ojos claros y tez más pálida que la cera de una
vela, pero que conocía a la perfección la parla inglesa, amén del portugués, el
español y la suya propia, lo que resultaba muy útil por aquellos mares tan
dados a encontrar gente de las partes más dispares del mundo. Al parecer, este
Van Tegel, era náufrago de un barco mercante holandés y aspiraba a ganar algún
dinero como pirata con el que poder regresar a su tierra natal. No teniendo
mucho donde elegir, Zoltar había decidido nombrarle su segundo de a bordo,
aunque sólo fuera porque podría transmitir con precisión las órdenes a toda la
tripulación del Melissa gracias a sus conocimientos lingüísticos.
Y así, con el ánimo
presto, las fuerzas renovadas y un grupo de maleantes de la peor catadura, era
como Zoltar se disponía a partir de Port Royal en dirección a Santiago de Cuba,
donde tenía una cuenta pendiente que saldar.
Al segundo día de
navegación y sin contratiempo alguno, llegaron a Santiago de Cuba en calidad de
comerciantes portugueses, país que por aquel entonces pertenecía al vasto
Imperio español. Bajo esta estratagema y amparados en el buen uso del idioma
por parte de Van Tegel, amarraron el Melissa a puerto sin mayor demora. Acto
seguido, un par de hombres, junto con el propio Van Tegel, descendieron en
busca de la información solicitada por Zoltar, que no era otra que encontrar al
capitán Sebastián Hurtado.
Pero cuál sería la
sorpresa del capitán pirata cuando a las dos horas de periplo e indagaciones
por las calles y puerto de Santiago, los tres hombres enviados por Zoltar
volvieron con la siguiente noticia: el capitán Hurtado había partido hacia
Lanzarote, una de las islas Canarias, tras ser solicitados sus servicios por el
Rey de España.
-¡Maldita sea! –
exclamó el capitán pirata.
Aquello trastocaba
sensiblemente sus planes de venganza y su compromiso como corsario de su
Majestad Jacobo I de Inglaterra en aquellas aguas del Caribe; pero desde el día
que perdió a la tripulación del Kari-Anne en aquella batalla no muy lejos de
donde se encontraban, había jurado vengarse allí donde debiera ir y en la parte
del mundo en la que hubiera de ejecutarla.
-¡Está bien,
pongamos rumbo a Canarias, señores! Hágaselo saber a la tripulación, Van Tegel.
– le ordenó al holandés.
-Pero, capitán, eso
se aleja bastante de nuestros objetivos…
-No, no lo crea;
las naves del oro pasan por Canarias antes de llegar a España y allí las
esperaremos.- argumentó Zoltar.
-¿Y todo esto tiene
algo que ver con ese tal capitán Hurtado?
-Mucho, Van Tegel,
mucho. – afirmó Zoltar con una leve sonrisa en los labios y atusándose las
guías del bigote.
Comenzaba a brillar
el Sol en el horizonte cuando Neeson, el vigía de turno, avistó dos
embarcaciones que se acercaban sin miramientos hacia ellos cortándoles
cualquier vía de escape. Por desgracia, la suave calima no permitía ver con
claridad de qué tipo de bajeles se trataba.
Llevaban dos meses
navegando y habían cruzado el océano Atlántico para nada más plantarse frente
al litoral canario comenzar a tener encuentros inesperados.
-¡Barco a la vista,
por babor! – gritaba Neeson desde su atalaya en lo alto del palo mayor.
Exaltado y aún
acabando de ponerse la casaca azul bordada en oro que le distinguía como
capitán, Zoltar salió de su camarote maldiciendo y con el catalejo en la mano.
El vigía, con un
gesto rápido y nervioso le señaló el peligro.
-¡Por todos los
diablos, tenemos problemas! – maldijo el capitán pirata.
Parecían ser dos
galeras turcas o moriscas, le informó a Van Tegel un renegado portugués que se
hallaba en cubierta, ya que el lusitano sabía de la inquina que los expulsados
sentían hacia sus antiguos vecinos hispanos, siendo muy probable que les
hubieran confundido con un bajel comercial que llegaba a Canarias para hacer
escala y aguada en su ruta hacia la Península y, por lo tanto, un enemigo
perfecto al que saquear y enviar al fondo del mar.
-¡Zafarrancho, a
los cañones! – ordenó Zoltar mientras agarraba por el brazo a Van Tegel. –
Aquellos que no estén en los cañones que vayan cogiendo mosquete y espada, que esto
me huele a abordaje y habrá que pelear…
-¡Sí , capitán!
Mientras tanto, los
piratas del Melissa subían a cubierta semidesnudos, legañosos y despistados por
aquel repentino toque tras semanas de tedio, pero en cuestión de segundos, se
apercibieron de la situación y comenzaron a ocupar sus puestos y realizar, cada
cual, su cometido con eficacia, en parte gracias al sencillo adiestramiento al
que Zoltar les había sometido durante la tranquila travesía transoceánica.
Las galeras
berberiscas se acercaban sin pausa al Melissa, que había virado noventa grados
rumbo Norte para tomar el viento de espaldas e hinchar las velas buscando la
mayor velocidad posible.
-Una descarga
certera cuando estén a tiro y a correr. – pensaba Zoltar.
Pero nada más lejos
de la realidad. Las naves berberiscas, al observar de cerca el tipo de barco
que era el Melissa – una bricbarca bien pertrechada – y presuponer casi sin
temor a equivocarse que se trataba de un corsario inglés que buscaba presa por
aquellas aguas, ya que no lucía pabellón alguno, arriaron banderas blancas y
fletaron un bote con la intención de embarcar unos cuantos hombres para
parlamentar. Ya se sabe: enemigos comunes crean grandes amigos.
Como no podía ser
de otra manera, Van Tegel se vio obligado por el precavido Zoltar a descender,
junto con otros tres hombres del Melissa, hasta la lancha berberisca, que
inmediatamente fue conducida hacia una de las dos galeras.
Resultaron ser
aquellos desconocidos parte de la gran flota pirata de Salé, una suerte de
república independiente formada en su mayoría por moriscos expulsados años
atrás de tierras españolas y más en concreto de la población extremeña de
Hornachos.
Tras casi dos horas
de amistoso diálogo, Van Tegel y sus acompañantes abandonaron la embarcación y
de vuelta en el Melissa detallaron a Zoltar los términos de la conversación.
Una vez aclarado que serían recibidos con los brazos abiertos en el puerto y
ciudad de Salé, cambiaron el rumbo y se dispusieron a seguir a las galeras
berberiscas.
La tarde comenzaba
a caer cuando avistaron el puerto y las murallas de Salé, de las que
sobresalían, serpenteando colina arriba, un buen número de apiñadas viviendas
encaladas con puertas y ventanas de color azul, así como los estilizados
minaretes de las mezquitas que, con el Sol rayando el horizonte, se reflejaban
en el tranquilo océano.
Al llegar al activo
y bullicioso puerto, Zoltar y sus hombres descendieron del Melissa y,
atravesando toda la ciudad, fueron conducidos por un pequeño séquito, comandado
por Tabac Garruc, hasta la kashba o fortaleza de la urbe, donde serían
inicialmente hospedados, a la espera de ser cordialmente recibidos por el
gobernador de la plaza, el Sultán Muley Zidan.
En medio de todas
las construcciones de la población destacaba la gran mezquita de Salé, en
estilo benimerín, de la misma época que las fortificaciones de la ciudad y la
medersa cercana, que presentaba en su interior unas magníficas tallas de estuco
y preciosos grabados en madera de cedro.
Al adentrarse en la
medina, uno de los moriscos que escoltaba al grupo de piratas capitaneado por
Zoltar, les comentó que en la mellah
o barrio hebreo, habitaban muchos judíos españoles, al igual que ellos,
asentados allí tras la expulsión en 1492, los cuales respaldaban económicamente
con frecuencia las campañas piráticas contra intereses hispanos gracias a sus
pujantes actividades comerciales con el resto de pueblos y reinos de la zona o
del Mediterráneo, tanto europeos como africanos.
Una vez
distribuidos y aposentados en varias viviendas del interior de la fortaleza,
Zoltar se permitió el lujo de echar un vistazo por las inmediaciones antes de
que cayera la noche. Así fue como pudo observar las mazmorras de la kashba de
Salé, en las que sobrevivían a duras penas alrededor de mil cautivos a la
espera del abono del rescate por parte de los cónsules respectivos o de los
monjes mercedarios o redentoristas que trataban de liberarlos, previo pago, con
distinto precio según su rango u ocupación.
A la mañana
siguiente Zoltar fue recibido en el impresionante Salón Dorado del palacio de
la kashba por Muley Zidan, el sultán bereber que gobernaba la ciudad-estado o
República pirata de Salé. Era un hombre de mediana estatura, delgado, de piel
cobriza y poblada barba; lujosamente vestido con una túnica de seda púrpura con
bordados de oro en puños y cuello; completaba su atuendo calzando unas
coloridas babuchas y tocado con un pomposo turbante de grandes dimensiones.
Acercándose a Zoltar, le preguntó en un rudimentario inglés:
-¿Os apetece una
taza de té, capitán?
Zoltar, sorprendido
por la inesperada pregunta inicial del sultán, no pudo por menos que sonreir y
responder afirmativamente. Acto seguido, a un leve gesto de Muley Zidan,
aparecieron casi como por arte de magia una reducida comitiva de sirvientes que
dispusieron todo lo necesario para tomar el refrigerio de la forma más cómoda y
agradable que el pirata británico podría haber imaginado: sentados ambos
contertulios sobre amplios cojines y regalando a la vista y a los oídos una
sensual danza y una hechizante música, interpretadas ambas por hermosísimas
mujeres andalusíes de largos y rizados cabellos, oscuros como una noche sin
luna. El agradable olor a incienso y sándalo, ayudaban a crear una atmósfera
inigualable.
En aquel distendido
ambiente hablaron largo rato sobre la situación política internacional y de las
particularidades del Caribe y de aquella zona del Norte de África. Zoltar le
expuso brevemente los motivos por los que se había dirigido a las islas
Canarias y el sultán le prometió su ayuda a la vista de que, en parte, sus
objetivos, si no eran comunes, no se hallaban muy distantes.
Terminado el
encuentro, Zoltar se despidió del sultán con un cordial abrazo y abandonó el
palacio con una amplia sonrisa dibujada en la cara y maquinando la forma de
hacer cuanto antes efectiva su deseada venganza.
Los primeros rayos
de Sol hacían su aparición en el horizonte cuando los tripulantes del Melissa
abandonaron la kashba de Salé para descender colina abajo y dirigirse al
puerto. Habían dormido poco, ya que esa misma noche, aunque de forma respetuosa
y sin armar mucho jaleo, habían podido saciar sus ansias de juerga con un buen
vino y unas cuantas escavas, cortesía de Muley Zidan. Subieron a la embarcación
y comenzaron a revisar rápidamente cada uno de los elementos y pertrechos de la
bricbarca con la facilidad que da la inercia de la costumbre.
Ya entrada la
mañana, un nutrido batallón de aproximadamente cien moriscos fuertemente
armados hizo su aparición en el puerto dispuesto a aparejar dos jabeques que
fondeaban junto a la boca del puerto, justo en frente del Melissa.
Zoltar y Tabac
Garruc, acompañados por un esclavo británico que hacía las veces de intérprete,
ultimaban en el muelle los detalles de la incursión y las pautas a seguir. Una
perfecta coordinación se antojaba fundamental para llevar a cabo exitosamente
el plan, pues ambos sabían que cualquier mínimo problema de sincronización
podía echarlo todo al traste.
Zarparon las tres
naves alcanzado el mediodía; con viento a favor y el ánimo presto. A Zoltar no
le quedaba otro remedio que confiar en aquellos moriscos oriundos de la España
a la que pensaban atacar en su punto más débil: las Canarias. Pero el capitán
pirata nunca se hallaba tranquilo cuando parte del cometido de una empresa no
dependía por entero de él o de sus hombres, por mucho que aquellos moriscos
odiasen a sus antiguos vecinos.
De todas maneras,
las tres embarcaciones se dirigían sin demora hacia la isla de Lanzarote.
Una vez avistada la
isla, el Melissa tomó rumbo Norte con la intención de rodearla y llegar hasta
la pequeña isla Graciosa, donde tenían pensado fondear y esperar al día
siguiente para cruzar la lengua de mar que separaba la Graciosa de Lanzarote y
adentrarse entonces en esta última con dirección a su capital, Teguise. Por su
parte, los dos jabeques moriscos, comandados por un altanero y confiado Tabac
Garruc, continuaron rumbo Oeste para, amparados por la noche, hacerse cargo del
puerto más importante de la isla, que no era otro que el de Arrecife, y desde
allí avanzar por el interior hasta unirse con soltar en las inmediaciones del
monte Guanapay. El capitán andalusí ya se había paseado un año atrás por la
isla en una sangrienta marcha triunfal junto a Dogalí Solimán y esperaba poder
repetir tan gratificante experiencia.
Pero desde entonces
las cosas habían cambiado mucho y rápidamente en la isla, pues lo que no
sospechaba Tabac Garruc era la sorprendente celeridad con la que se habían
construido dos cuarteles de artillería que custodiaban – uno a cada extremo –
el puerto de Arrecife.
Así pues, cuando
las dos embarcaciones moriscas se hallaban a escasos cien metros de la bocana
del puerto de Arrecife – dispuestos los hombres a saltar a los esquifes y tomar
al asalto la ciudad – varias descargas de cañón tronaron en el silencio
sepulcral de la noche, alcanzando el velamen de ambos jabeques que, una vez
imposibilitados para maniobrar, se vieron irremediablemente a merced de nuevas
detonaciones.
A pesar de tamaño
contratiempo, los aguerridos moriscos continuaron con el plan acordado y
descendiendo a los esquifes intentaron llegar a puerto. Las ráfagas de
artillería canaria eran constantes, haciendo estragos entre el contingente
berberisco que intentaba alcanzar la costa en las pequeñas y frágiles
embarcaciones auxiliares. Los pocos que lograron poner los pies en tierra firme
fueron recibidos por un buen número de soldados españoles dispuestos a no dejar
ni un solo pirata vivo. La lucha fue encarnizada, pero en desigual combate, los
hombres de Garruc fueron finalmente aniquilados en poco más de una hora.
A la mañana
siguiente, el Melissa cruzó el Río, como llamaban los lugareños al estrecho que
separaba la Graciosa de Lanzarote, y desembarcó casi a la totalidad de la
tripulación, excepto a media docena de ellos, que harían labores de vigilancia.
Una vez posados los pies sobre las playas de Fámara, Zoltar indicó a sus
hombres los pasos a seguir: avanzarían hacia Teguise, arrasando con todo lo que
hallasen a su paso y sin hacer prisioneros. El objetivo era el castillo de
Santa Bárbara, donde presumía que se encontraba a buen recaudo lo mucho o poco
de valor que pudiese haber en la isla y por supuesto, Hurtado.
-Bueno, muchachos,
esta es una oportunidad inmejorable para hacernos jodidamente ricos. – alentó
el capitán pirata a sus hombres soltando una sonora carcajada.
Acto seguido,
comenzaron a ascender por los empinados y abruptos acantilados que conducían a
la volcánica meseta interior de la isla, en cuyo centro se ubicaba Teguise.
Nadie les salió al
paso y a media tarde avistaron el monte Guanapay, la colina sobre la que se
asentaba el castillo de Santa Bárbara, vigía de la capital de la isla y donde
se suponía que en sus cercanías debían unirse al grueso de la expedición
pirata. Zoltar realizó un gesto explícito para que todos los hombres se detuviesen
y echasen cuerpo a tierra.
-¡Maldita sea,
capitán, no hay ni rastro de los moriscos! – se quejó Van Tegel, que yacía
tumbado junto a Zoltar, observando el horizonte.
-Tranquilo, ya
llegarán. Mientras, esperaremos aquí, en estos peñascos; nosotros solos no
somos suficientes y de momento no hay enemigos a la vista.
La tarde se hizo
eterna. Y cayó la noche sin noticias de los piratas de Salé.
-Esto ya empieza a
mosquearme. – pensó en voz alta el capitán británico.
-¿Y si les ha
pasado algo? – comentó el segundo de a bordo.
-Más les vale que
así sea, porque si nos han vendido de mala manera, ten por seguro que lo
pagarán muy caro. – concluyó un enfurecido e inusualmente nervioso Zoltar.
Pasaron la noche al
raso, parapetados en aquellas últimas elevaciones de terreno que precedían al
gran valle sobre el que descansaba Teguise. Al otro lado de la llanura, se
alzaba, imponente, el monte Guanapay, coronado por el castillo de Santa
Bárbara.
Aquella misma
mañana, los piratas pudieron ver desde su escondite cómo un grupo de soldados
españoles llegaba a Teguise y minutos más tarde ascendía hasta la fortaleza.
Sin duda traían noticias de lo acontecido dos días atrás en el puerto de
Arrecife. El capitán Hurtado, que dirigía desde allí los designios de la isla
durante el último año, fue puntualmente informado de lo ocurrido en Arrecife y
de cómo los piratas berberiscos habían sido abatidos exitosamente por el
destacamento de artillería que allí se encontraba. El Capitán General de
Lanzarote no cabía en sí de gozo.
Mientras tanto,
Zoltar y sus secuaces permanecían ocultos tras las afiladas rocas de lava entre
las que habían pasado la noche.
-Capitán, será
mejor que abandonemos; esos africanos nos han dejado tirados como perros y los
soldados españoles no tardarán en encontrarnos si permanecemos más tiempo aquí;
incluso algún lugareño puede dar el chivatazo si nos ve…
-Tienes razón,
solos no podremos tomar la fortaleza, ni hacer frente a una escuadra numerosa,
pero cómo se lo explico yo a los hombres que han venido hasta aquí de mi mano y
esperan hacerse ricos con el botín prometido. – se lamentó Zoltar.
-Siempre será mejor
eso que una muerte segura. – sugirió Van Tegel.
-Ya, pero es una
cuestión de honor…
Las horas
transcurrían sin novedad alguna y los hombres del Melissa comenzaban a murmurar
a espaldas de Zoltar sobre la situación en la que se encontraban.
-Capitán, ¿qué
vamos a hacer? ¿A qué esperamos? – le preguntaron finalmente.
-A nada, señores,
supongo que abandonamos…
-¡Pero cómo,
capitán! ¿Hemos llegado hasta aquí para marcharnos ahora con las manos vacías?
-Me temo que sí. No
arriesgaría ni una sola de nuestras vidas estúpidamente.
Un murmullo
generalizado se apoderó del grupo de piratas, hasta que su capitán dio la orden
irrefutable de volver rápidamente al Melissa y zarpar de regreso a Salé.
La bricbarca
corsaria hizo su entrada en el puerto norteafricano acompañada por unas salvas
de artillería a modo de feliz recibimiento. Lo que todos desconocían era el
paradero de los dos jabeques comandados por Tabac Garruc que partieron días
atrás junto con el Melissa hacia las costas canarias.
-Me temo lo peor. –
vaticinó un Muley Zidan consternado tras la relación de lo ocurrido por parte
del capitán del Melissa, que había sido recibido de inmediato en el Salón
Dorado del palacio de la Kasbah. – Y ni siquiera les hemos podido infligir el
menor daño.
-Hemos de volver
por ellos o al menos aclarar de alguna forma lo que haya podido ocurrir.
-Sin duda, pero eso
no será hoy, ni mañana; tengo otros asuntos que requieren todo mi atención y
necesito hasta el último de mis barcos y mis hombres para ello; el sultán de
Rabat planea atacar Salé con la ayuda de corsarios franceses y repelerlos
requerirá todos los esfuerzos. Entiende que no pueda encargarme ahora de lo que
le haya podido ocurrir a Tabac Garruc y su tripulación, aunque ello también me
preocupe.
-Por supuesto,
lamentó Zoltar, que de aquella forma veía aplazada su venganza de manera
indefinida.
-Por cierto,
capitán, podéis quedaros en Salé el tiempo que os plazca.
-Será un placer,
Majestad. – agradeció Zoltar, que con una exagerada reverencia se despidió del
sultán y girando sobre sí mismo se encaminó hacia la puerta del magnífico Salón
Dorado.
-Ese perro de
Hurtado se ha vuelto a salvar… pero no quedará impune.- masculló para sí el
capitán pirata una vez atravesado el dintel de la puerta.- En cuanto pueda,
volveré.
**********************************************
Tras la exitosa
fortificación y defensa de Lanzarote por parte del Capitán Hurtado y su
regimiento, fue llamado éste a la recién estrenada Corte madrileña para llevar
a cabo otra misión: combatir la piratería en las lejanas islas españolas de
Filipinas. Sin lugar a dudas, a esas alturas el Capitán Hurtado era considerado
como uno de los mejores soldados de todo el Imperio Español y, sobre todo, el
más indicado para hacer frente a los piratas filipinos y chinos que pululaban
por la zona, avalado por sus anteriores éxitos.
Por su parte,
Zoltar y los suyos permanecieron una temporada en Salé y pusieron su potencial
bélico al servicio del Sultán Muley Zidan para luchar contra los soldados
franceses y las hordas de la vecina Rabat, que intentaban hacerse con la
estratégica e incómoda república de piratas; pero finalmente, una tácita lucha
de intereses, junto a un nulo entendimiento, hicieron que el presumible ataque
a la plaza de Salé quedara en agua de borrajas.
Unos meses más
terde y dando ya por desaparecidos a Tabac Garruc y los tripulantes de los dos
jabeques moriscos que aquel comandaba, Muley Zidan decidió probar un nuevo
ataque. Envió espias disfrazados de humildes pescadores para valorar las
defensas de la isla y estos descubrieron que Hurtado había sido llamado por su
Rey para encabezar una expedición rumbo a Filipinas. El destino de Zoltar no
podía ser otro que ir en busca del capitán español allí donde estuviese para
cumplir su venganza…
*********************************
El mar estaba en
calma; la brisa vespertina traía consigo el pegajoso calor de la humedad del
ambiente mezclada con la alta temperatura. Zoltar tenía la camisa empapada en
sudor y el pelo, lacio, se le adhería a la cara. No se había movido del
castillo de proa en todo el día, vigilante, expectante. No conocía aquellos
mares del Sur, aunque sí había oído hablar de los piratas filipinos, chinos y malayos.
Al parecer, estos sólo tenían en común con los americanos, caribeños y europeos
el ansia de riquezas conseguidas por medios expeditivos y totalmente fuera de
la Ley, porque por lo demás, eran bien distintos: estos, lejos del
individualismo imperante entre los piratas europeos y antillanos, para los que
cada barco era un ente social y su capitán la máxima autoridad, los piratas
orientales eran del todo corporativos; escuadras enteras de embarcaciones
estaban unidas bajo el mismo mando con una jerarquía férrea y bien
estructurada, lo que les hacía letales a la hora de atacar e invulnerables a la
hora de defenderse.
Estas escuadras
monopolizaban la rapiña y el comercio de una amplia y determinada zona del
Sudeste asiático. El enriquecimientos era inmediato y sus miembros disfrutaban
de ello en mayor o menor medida.
Van Tegel se
desplazó hasta el lugar en el que se hallaba su capitán para comunicarle que,
según sus cálculos, se encontraban muy cerca de Mindanao, la isla más extensa
de las que conformaban las Filipinas y en la que se asentaba la capital,
Manila. Y es que Zoltar había decidido no andarse con rodeos y planear una
táctica rápida y directa para acabar con su enemigo: desembarcarían en una
playa cercana a la ciudad y entrarían en el interior de la muralla disfrazados
de campesinos; una vez dentro, buscarían al Capitán Hurtado y el resto era
fácil de adivinar… Lo difícil sería escapar posteriormente de aquella ratonera
una vez cometida la fechoría, pero en la vida de un pirata no había éxito sin riesgo,
aunque en este caso no se trataba como tantas veces de dinero, sino de una
cuestión de honor…
Se ocultaba el Sol
en el horizonte cuando avistaron tierra. Al caer la noche, amparados por bajo
la luz de la Luna llena, vislumbraron una pequeña cala en la que adentrarse y
fondear. Alcanzaron la playa utilizando los dos esquifes con que habían dotado
al Melissa antes de salir de Salé. Tan sólo quedaron en el barco los necesarios
para pilotarlo en caso de emergencia, con la orden de descargar tres salvas en
señal de peligro para avisar a sus camaradas en tierra. De todas maneras, las
reducidas dimensiones del Melissa no
le hacían especialmente visible desde el mar o la costa en aquella recóndita
cala. Aún así, habrían de actuar con celeridad si querían minimizar riesgos y
salir airosos de aquel lance. Zoltar les había llevado hasta allí por motivos
personales, pero ninguno de sus hombres le había abandonado en Salé al
comunicarles sus pretensiones de venganza. No eran tan distintos después de
todo de los marineros del Kari-Anne
como en un principio creyó. Al fin y al cabo, siempre tuvo un sexto sentido
para sondear en el alma de las personas a la hora de elegir tripulación.
Un día y medio era
el tiempo previsto para ejecutar la operación: entrar dispersos en la ciudad,
localizar al Capitán Hurtado y procurar la huída de Zoltar y la del resto de
los navegantes del Melissa una vez
realizado cada uno su cometido. No era la primera vez que muchos de aquellos
hombres hacían algo similar, pues eran en su mayoría viejos lobos de mar hechos
al contrabando, el asalto, la estafa, coacciones e incluso el asesinato…
Pasaron la noche a
la intemperie, entre la exuberante maleza que crecía a escasos metros de la
costa y de la capital de la isla. La humedad se les metía hasta los huesos,
haciéndoles tiritar y parecer unos cobardes en vez de valerosos filibusteros.
A primera hora de
la mañana, con el armamento oculto entre el ropaje - puñales, cuchillos y
pistoletes - fueron entrando en la ciudad de forma paulatina y escalonada amparados
entre la multitud de campesinos que acudían a la urbe para vender sus
mercaderías, en especial productos hortofructícolas y animales de granja, y
conseguir otras viandas principalmente mediante el sistema de trueque.
Zoltar había dejado
en el Melissa su llamativo sombrero y su espléndida casaca de capitán; por el
contrario, llevaba una mugrosa camisa blanca, unos raídos calzones de color
beige y unas sencillas sandalias de esparto. Nadie diría que aquel hombre era
el flamante capitán de un temido bajel pirata; más bien tenía aspecto de un
humilde colono español.
Una fina lluvia
matinal refrescaba mínimamente la temprana sensación de bochorno. Un cielo
plúmbico ayudaba a apaciguar, si no el calor, sí el impacto directo de los
rayos del Sol.
Según avanzaba por
las callejas de Manila, Zoltar encontraba cada vez más similitudes con las
ciudades caribeñas y centroamericanas; al fin y al cabo, eran todas obra de
españoles en mayor o menor medida, o habían sido remodeladas por los ingenieros
de la metrópoli. Echaba de menos Salé y su intrincada y colorida medina, llena
de encanto y aromas embriagadores; siempre bulliciosa y agradable.
Un torpe lugareño
se empeñó en poner en apuros a Zoltar dirigiéndose a él en castellano, que
junto con el portugués, era el idioma que imperaba en la capital filipina. La
utilización de los dialectos aborígenes había sido duramente reprimida por los
españoles desde un primer momento; aquello formaba parte de la colonización:
imponer por las armas el sistema político, el idioma y la cultura del invasor.
Estaba a punto de
protagonizar un altercado con aquel desarrapado colono cuando milagrosamente
apareció Van Tegel para sacar del aprieto a su capitán, y espresándose en
perfecto castellano, se disculpó ante el lugareño y asiendo del brazo a Zoltar
se alejaron rapidamente de la escena.
-Deberías haberme
dejado darle su merecido a ese desgraciado. Si supiera con quien…
-No era el momento
de llamar la atención, capitán, usted mejor que nadie lo sabe, siempre tan
correcto y discreto…
-Sí, tienes razón,
estoy algo alterado. Ardo en deseos de toparme con ese malnacido de Hurtado y…-
al entrar en una concurrida plazoleta, Zoltar decidió callarse.
No habían
transcurrido dos horas desde que se adentraron en Manila cuando el viejo
Johnson ya había localizado el pequeño palacete en el que residía el capitán
español.
Aunque de reducidas
dimensiones, el palacio era sobrio, magnífico, todo él hecho en piedra, con una
decoración de influencia herreriana, al estilo de la Corte española.
El edificio estaba
enclavado en una de las cuñas – a modo de baluarte – que describía el perímetro
amurallado, emplazamiento desde el que se obtenían inmejorables vistas tanto
del puerto como de la mayor parte de la población. Cuatro soldados custodiaban
la entrada, pero presumiblemente habría más en el interior del recinto. Para
desgracia de los piratas, el cuartel que albergaba el regimiento comandado por
el propio Hurtado se hallaba justo detrás del palacio señorial.
-Será una tarea
complicada.- señaló Johnson una vez advertido su capitán.
-No hemos venido
hasta aquí para echarnos atrás ahora. – fue la respuesta de Zoltar. – Vosotros
simulad una pelea frente a la puerta del palacio; yo me encargaré de colarme
por una ventana, ¿entendido?
-¡Entendido! –
contestaron al unísono los hombres de Zoltar.
Y así lo hicieron.
Varios tripulantes del Melissa se acercaron hasta las inmediaciones del palacio
y comenzaron a fingir una acalorada discusión. Según se aproximaban
disimuladamente hacia la puerta de acceso a la mansión, la disputa iba subiendo
de tono, hasta que comenzaron a golpearse unos a otros de forma tan convincente
que los centinelas no tuvieron más remedio que acudir a poner orden, momento
que aprovechó el capitán pirata para adentrarse en la vivienda por la propia
puerta principal sin que nadie se percatase de ello.
Los secuaces de
Zoltar, amparados en la fingida trifulca, comenzaron a agredir a los propios
soldados españoles, que se defendían de buena gana dando mandobles e intentando
echar mano a la espada. Cuando dos de ellos consiguieron desenvainar el acero,
los ladrones del mar huyeron sin miramientos a toda prisa por las calles de la
ciudad. Su parte del plan estaba hecha; ahora le había llegado a Zoltar el
turno de actuar.
Avanzaba
sigilosamente, agazapado entre las sombras que proporcionaban los arcos del
pórtico del patio central del palacio. Fue entonces cuando le vio. Sebastián
Hurtado se dirigía hacia la entrada principal del edificio alarmado por el
ruido del tumulto que habían organizado los piratas. Pero Zoltar, que parecía
haber salido de la nada, se interpuso entre el capitán español y la puerta.
-He esperado mucho
tiempo este momento. – fue su frase de presentación.
-¿Quién sois? –
preguntó sobresaltado el español echando mano al acero instintivamente.
-¿No me recuerdas?
Nos vimos en Santiago de Cuba, hace unos años… ¡Mataste a todos mis hombres!
-¡Valiente
malnacido, pirata! Demasiadas molestias te has tomado viniendo hasta aquí.
-Puede que así sea,
pero ten por seguro que merecerán la pena, pues he venido a matarte y cumpliré
mi promesa.
En ese instante,
Zoltar sacó de entre sus ropas un pistolete que llevaba oculto y apuntó hacia
Hurtado. Tendría que dispararle desde más cerca, a bocajarro, si quería
aniquilarlo, pues era un arma de escaso alcance y precisión. Pero Hurtado
reaccionó rápidamente y se abalanzó sin pensarlo sobre Zoltar antes de que este
efectuase el disparo, pues de lo contrario no tendría posibilidad alguna.
-¡Bang! – sonó el
disparo.
Los dos cuerpos
cayeron al suelo en un macabro abrazo.
Alertados por la
detonación, los guardias del palacio acudieron al patio central, encontrándose
a Zoltar en el suelo, intentando desembarazarse del cuerpo inerte del capitán
Hurtado, que había caído sobre él.
Sin tiempo para que
el capitán pirata reaccionase, los soldados españoles se le echaron encima y
comenzaron a golpearlo con extrema brutalidad, propinándole sonoras patadas y
puñetazos, para una vez exhausto y malherido, reducirle de pies y manos con
unos grilletes.
El capitán Hurtado
fue llevado en volandas al cuartel de infantería, donde se hallaba el médico
del destacamento militar, pero nada se pudo hacer ya por él; había perdido
demasiada sangre por la herida que le había causado en el abdomen el disparo
del pistolete. Falleció sin ni siquiera poder recibir la extremaunción.
De inmediato, se
dio orden de cerrar todas las puertas de la ciudad, tratando así de evitar la
fuga de los posibles cómplices del capitán pirata. Se interrogó por las calles
y casa de la ciudad durante horas a aquellos que podían resultar sospechosos y
aunque algunos de los hombres de Zoltar, entre ellos Van Tegel, pudieron eludir
el cerco gracias en parte a su dominio del español, la mayoría fueron detenidos
y maniatados al igual que su capitán.
Horas más tarde,
dos embarcaciones de guerra españolas salían del puerto de Manila con la
intención de encontrar en aguas cercanas el barco pirata del que procedía
aquella chusma que había sido detenida. Pero en cuanto los galeones españoles
fueron avistados por los contados tripulantes que habían quedado en el Melissa,
izaron velas y salieron como una exhalación de la pequeña cala en la que se
guarecían y huyeron despavoridos sin rumbo fijo, sólo teniendo en cuenta el
viento a favor. Los potentes pero pesados galeones españoles no pudieron dar
alcance a la veloz bricbarca pirata y tras un breve conato de persecución,
desistieron y regresaron a puerto.
El demacrado Zoltar
y sus secuaces pasaron la noche encerrados en los húmedos y lóbregos calabozos
del cuartel de la capital filipina. Intuían lo que les esperaba, puesto que
eran piratas y como tal serían juzgados, con el agravante de haber asesinado,
Zoltar, y haber participado, el resto, en la muerte del capitán español.
A excepción del vapuleado
y maltrecho Zoltar, que yacía inmóvil en el suelo de su celda, el resto de los
marineros no pudo pegar ojo en toda la noche. Parecía como si quisieran
aprovechar cada instante de vida que presumían se les escaparía en breve.
Silenciosos, cabizbajos y totalmente abatidos, contemplaban la moribunda
estampa de su capitán como clara imagen de la derrota.
Aquella misma
mañana, convenientemente encadenados, la comitiva pirata fue conducida desde
las mazmorras del cuartel hasta la Plaza Mayor de la ciudad. Zoltar, que apenas
se tenía en pie, era prácticamente arrastrado por dos soldados españoles que,
cuando falto de fuerzas, caía al suelo, aprovechaban para propinarle algún que
otro puntapié.
Una multitud
enfervorizada se congregaba en la plaza y sus aledaños, donde en la parte
central se había dispuesto un cadalso con el mismo número de sogas que de
presos dispuestos a ajusticiar. Todo parecía indicar que el juicio estaba visto
para sentencia y no habría clemencia para ninguno de los malhechores.
En voz alta fueron
leídos los cargos que se les imputaban; acto seguido, fueron subidos a un
pequeño taburete y rodeado el cuello con una gruesa soga. Zoltar, que se
sostenía a duras penas, hubo de ser sujetado por un par de soldados. Ninguno de
ellos pronunció una sola palabra, una queja, siquiera un suspiro, ni derramó una
sola lágrima. Eran piratas y sabían de antemano los riesgos que conllevaba su
peculiar oficio. Habían vivido conforme a sus ideas o necesidades, pero no
habían respetado la vida de otras personas y en aquel instante debían pagar por
ello.
Las diminutas
banquetas de madera fueron retiradas y los cuerpos de los filibusteros cayeron
al vacío con todo su peso. Aquella sería una muerte lenta, agónica. No podía
ser de otra manera tratándose de piratas.
-¡Morid, perros
ingleses! – gritaba la gente que se agolpaba en la plaza para contemplar el
dantesco espectáculo.- ¡Así ardáis en el infierno!
El malhadado
Zoltar, en su postrer aliento, con los ojos inyectados en sangre, esbozó una
leve sonrisa, una macabra mueca de estupor y alegría a la vez, pues, al final,
había cumplido su venganza… Descansaría en paz.
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