Los primeros rayos de sol hacían acto de presencia sobre la cima de la más
alta colina de la diminuta Isla de las Calaveras. En ella, dos siluetas humanas
oteaban el horizonte; eran el Capitán Zoltar y el segundo de a bordo, el señor
Mc.Alisther. El silencio entre ambos era absoluto y toda su atención se
centraba en divisar el galeón español que los había estado siguiendo desde que
salieron de Saint Helein, hacía ya una semana, pero al que, al parecer, habían
logrado despistar durante la noche.
- Tal vez tengamos unos días de descanso en esta
isla – se aventuró a vaticinar Mc.Alisther.
- Sí, parece que no pusieron mucho empeño en
seguirnos esos españoles – afirmó el Capitán Zoltar acentuando una leve sonrisa
de satisfacción - ¡ Bajemos !
- Sí, será lo mejor, tal vez esa chusma ya se esté
repartiendo el botín sin esperar siquiera a su capitán.
Descendieron por la abrupta pendiente de la colina
hasta una pequeña cala al sur de la isla. Allí fondeaba la galera Kari-Anne, una destartalada pero
extremadamente rápida embarcación que había adquirido el Capitán Zoltar en Yorkstone por una cantidad irrisoria de
oro. La tripulación, una caterva de borrachos y pendencieros, ya se había
instalado en la playa y se hallaba dispuesta a comenzar con la repartición del
botín apresado a un barco español que había salido de Las Antillas con dirección a Madeira
y la Península.
- ¡ Tranquilos, muchachos, hay más que de sobra
para todos ! – gritó Zoltar alzando los brazos. Dirigiéndose a Mc.Alisther –
Encárguese de la repartición, yo necesito un trago de ron para calmar los
ánimos.
- Sí, Capitán.
El Capitán Zoltar era un pirata de pies a cabeza.
Es cierto que no tenía ninguna pata de palo, ni adornaba su cara un parche que
cubriera ese ojo que pierden los filibusteros en una de tantas batallas y
refriegas, pero su espíritu, su destreza como marino y su forma de actuar eran
las de un auténtico demonio de los mares. Era alto y delgado, de larga y oscura
melena, y adornaba su rostro con un fino y cuidado bigote. Como todo bucanero
que se preciara, el ron era su bebida predilecta, en constante lucha con ese
otro licor tan especial del que son portadoras las mujeres…
Así, el Capitán Zoltar asió una botella que había
descargado del barco alguno de sus muchachos, y sirviéndose un trago en una
copa adornada con una fina hilera de pedrería, levantó la mirada para echar un
nuevo vistazo a la fisonomía de la isla, o al menos, a lo que desde aquella
cala se divisaba.
Era una isla abrupta, ideal escondrijo para un
grupo de piratas; y observando el estado en el que se encontraba la Kari-Anne ,
era más que probable que permanecieran en ella una larga temporada en lo que
reparaban la embarcación… A menos que algún imprevisto de relevancia les
obligase a huir inmediatamente de la isla…
- ¡ Capitán, el barco español ! – gritó uno de sus
marineros.
- ¡ Por todos los diablos, cómo es posible !
- No tengo la menor idea, Capitán, hace unos
minutos no había ni siquiera una gaviota en todo el horizonte…
- Bueno, eso ahora da igual… ¡ Rápido, muchachos,
coged las armas y escondámonos entre la maleza, es la única posibilidad de
salvar el pellejo; aquí, en la playa, estamos totalmente desprotegidos !
- Es cierto, Capitán, si les hacemos frente aquí,
en la playa, nos aplastarán como a moscas. Adentrémonos en la selva y
esperémosles allí – confirmó Mc.Alisther.
Mientras los filibusteros se introducían entre la
vegetación, el galeón español se acercaba cada vez más en dirección a la cala
en la que se encontraba la embarcación pirata. Instantes después, habiendo
virado noventa grados, el galeón descargaba una primera batería de metralla
sobre la galera del Capitán Zoltar, que veía impotente desde la maleza cómo,
tras un segundo tronar de cañones, la Kari-Anne se sumergía lentamente en las aguas de
la diminuta bahía.
- ¡ Maldita sea, pagarán por esto ! – gritaba
enfurecido Zoltar.
- Lo mejor será, Capitán, que nos adentremos en la
isla y busquemos los puntos más altos para emboscarles en caso de que decidan
arribar en la playa y venir por nosotros.
- ¡ Muy buena idea, Mc.Alisther, ordene a los
hombres que se desperdiguen en grupos de diez y se encaramen a los puntos más
altos de la isla, pero sin que pierdan contacto visual entre ellos, entendido !
- ¡ A la orden, Capitán !
No habían terminado de pronunciar estas palabras
cuando ya se dirigían hacia la costa algo más de medio centenar de soldados
españoles en dos pequeñas embarcaciones. Iban perfectamente armados; sin
embargo, los piratas sabían que la infantería española no resultaría tan letal
entre la exuberante vegetación como lo eran a campo abierto, donde sin duda
estaban más acostumbrados a desarrollar todo su potencial, y eso le concedía
una pequeña ventaja a la tripulación del Capitán Zoltar.
Las huestes hispanas descendieron de las chalupas
y apenas puestos los pies en la arena de la playa, comenzaron a correr hacia el
interior de la isla. No había escapatoria, tendrían que luchar cuerpo a cuerpo,
y aunque venciera, era más que presumible que no todos estarían más tarde allí
para celebrar la victoria…
Tras un primer intercambio de disparos, la pólvora
dejó paso al sable o a cualquier otro tipo de arma blanca; incluso una gruesa
rama de árbol era un perfecto utensilio para aquella guerra. Emboscadas y
combates se sucedían por igual en aquel pequeño e improvisado reino del horror.
Hombres mutilados o degollados por la acción del sable y despojados, ya
inermes, de cuanto tenían… Aquel era un lugar tan digno como otro cualquiera
para morir, pero sin duda no serían enterrados… Era estremecedor ver cómo en
aquel diminuto y oculto lugar de la faz terrestre la crueldad y la sinrazón
humanas se mostraban tan fieras como en la mayor de las batallas conocida.
Los piratas hacían gala de sus más perversas artimañas
y horrendas, aunque rápidas, torturas. El propio Zoltar, un maestro en el
manejo del sable, se deleitaba atacando primero a las extremidades de sus
adversarios, antes de buscar el golpe definitivo. Disfrutaba mutilando de un
certero sablazo el brazo con el que el oponente empuñaba el arma, para dejarlo
así indefenso y escucharle, arrodillado, suplicar clemencia; si por el
contrario, su contrincante huía, la estruendosa carcajada de Zoltar resonaría
en sus oídos cada vez que mirase su horrendo muñón.
La estudiada y sincronizada marcialidad de los
soldados hispanos chocaba frontalmente contra la astucia filibustero y el
escarpado y oscuro paisaje. Aún así, su número, superior al contingente pirata,
era una baza firme para garantizarles la consecución de su objetivo… El resultado
se preveía incierto…
Cayó la noche y con ella llegó el silencio. Al
amanecer, la gran cantidad de sangre derramada dotaba de un nuevo y nefasto
color a la isla. Nadie sabía cuántos de los suyos habían perecido o cuántos de
ellos quedarían aún en pie. Todo era un completo misterio, impregnado de un
nauseabundo olor a muerte…
- ¡ El galeón se retira ! – se oyó de repente
entre las rocas de uno de los acantilados.
Al instante, se pudo escuchar el enfervorizado
rugido de las gargantas piratas próximas al acantilado, pero sin duda era mayor
su alegría al reconocer que aquella voz era la del Capitán Zoltar.
Esto, sin embargo, no significaba que la victoria
se hubiese consumado. Era obvio que el galeón español había zarpado dejando en
tierra a aquellos soldados que hubiesen sobrevivido al combate, ya que los dos
esquifes con los que alcanzaron la costa permanecían varados en la playa.
Seguramente su número era escaso, pero no por ello dejaba de ser motivo de
preocupación por parte de los piratas que, en cualquier momento de distracción,
se podían ver de nuevo acechados por el disminuido contingente español.
- ¡ A mí, muchachos ! – se oía gritar al Capitán
Zoltar, que poco a poco iba reuniendo a sus fieros marinos.
- Joao, el portugués, ha muerto, Capitán. Luchaba
junto a mí cuando uno de esos perros españoles le alcanzó con el sable – se
lamentaba, magullado y empapado en sangre, uno de los filibusteros.
- Tempelton y Johny Boy también han caído, Capitán
– afirmaba otro, no menos castigado por la refriega.
Y así fue como llegado el mediodía todos eran ya
conscientes de las bajas que la batalla había causado. Unos quince hombres
habían perdido la vida por parte de los piratas. T según éstos, los españoles
habían salido peor parados.
Algunos, encorajinados por la muerte de sus
colegas, se apresuraron a proponer una batida para acabar con los pocos
soldados españoles que pudieran quedar diseminados por la isla. Otros, por el
contrario, preferían descansar y atrincherarse en una plaza alta de la isla,
pues creían que si en verdad era tan escaso el número de españoles, no se
atreverían a atacar; es más, acabarían por entregarse o sucumbir en la isla…
Pero los planes del Capitán Zoltar eran bien
distintos. Hizo callar a los poco más de veinte hombres que le quedaban y les
pidió que descansaran lo más posible, pues pronto los necesitaría de nuevo.
Tras esto, alzó la vista y depositó su mirada en los ojos de Mc.Alisther.
- ¡ Mc.Alisther !
- ¡ Sí, Capitán !
- Tengo un mal presentimiento… Resulta realmente
extraño que el galeón español se haya retirado dejando en tierra sus efectivos,
tanto los que estén muertos y desparramados por la isla, como aquellos que
sigan vivos y se estén reorganizando para lanzarnos un nuevo y letal ataque.
Tal vez se hayan alejado unas millas de la bahía y esperen que salgamos
confiados a mar abierto con sus chalupas creyendo que allí estaremos a salvo de
los soldados que permanecen en la isla y de esa manera ser un blanco perfecto e
irrisorio para su artillería y, una vez abatidos, vuelvan para embarcar a los
suyos.
- Puede que así sea, Capitán, pero quedarnos aquí
es una muerte prácticamente segura, saben dónde estamos y tarde o temprano
acabarán encontrándonos por mucho que nos escondamos en esta isla, al fin y al
cabo es un espacio reducido. La única salida es el mar y nuestro mejor aliado
ha de ser la noche…
El Capitán Zoltar hizo una breve pero rotunda
pausa en la conversación.
- ¿ A cuántas millas se halla la isla más próxima
? – fue la pregunta con la que rompió el silencio.
- No muy lejos, a unas diez o quince millas hay un
pequeño archipiélago… El gran inconveniente será abandonar la isla en esas dos
chalupas…
- ¿ Se le ocurre una idea mejor ? Aún tenemos gran
parte de los víveres y el agua descargados ayer y no pienso desperdiciarlos
luchando contra un puñado de españoles en esta maldita isla, ni hacer tiempo
para que vengan sus refuerzos. Es más, si es verdad que están aguardando
impacientes nuestra apresurada huída pocas millas más allá de la bahía, puede
que se cansen y aparezcan de nuevo cortándonos cualquier paso.
- Lo más lógico es que lo hagan antes de que
anochezca; ellos también habrán pensado en la noche como nuestra principal
baza.
- Sí, soy consciente de ello, pero es cierto que
con esas dos chalupas podemos pegarnos a la costa y abandonarla en el extremo
opuesto de la isla en pleno día y no ser avistados por el galeón…
- Es la opción más coherente, Capitán.
- ¡ Así lo haremos ! Prepare la tripulación para
zarpar sin perder un instante.
- ¡ Entendido, Capitán ! – se apresuró a responder
Mc.Alisther, que ya se había girado en dirección al improvisado, desgarrado y
reducido campamento pirata.
El Sol descargaba su ira como si de otro cruel
enemigo se tratase, sin embargo, aquella tarde el temible mar era una tranquila
llanura azulada, y eso, animaba a la tripulación a emprender tan complicada
travesía. Mc.Alisther les había asegurado que la isla más cercana estaba a unas
veinte millas, un par de días en aquellas rudimentarias embarcaciones. El
nombre del enclave era Little Port o Puerto Chico, de sobra conocido por
todos aquellos que llevasen ya algún tiempo en el oficio, ya que allí solían
repostar los más afamados rufianes de los siete mares.
Salieron de la bahía, tal y como estaba previsto,
lo más cerca que pudieron de la costa, confundiéndose las embarcaciones con las
numerosas rocas y salientes que impregnaban la escabrosa silueta de la Isla de las Calaveras. Los acostumbrados
ojos de los piratas no alcanzaban a divisar la posible presencia del expectante
galeón hispano. Tampoco se detendrían para comprobarlo con mayor detenimiento.
No había tiempo que perder y la suerte ya estaba echada… Bordearon la isla sin
muchas dificultades; cierto es que se debía a la eminente pericia de Zoltar y
sus secuaces, pues todos, hasta el último de a bordo, se le podía considerar un
experimentado marinero. Se distanciaron de la costa tras doblar el cabo más
meridional de la isla y pusieron rumbo Norte, tal vez algo tensos, pero nada
temerosos, pues no dejaba de ser arriesgado adentrarse en mar abierto con dos
esquifes por muy calmado que en ese momento se hallase el azulado gigante…
A no más de una milla de la escarpada costa de la
isla que acababan de abandonar, Zoltar echó la vista atrás y divisó por última
vez el contorno afilado de aquel pedazo de tierra en el que habían dejado
sangre, tiempo, camaradas y algo de eso que llevamos todos dentro pero que
nadie acierta a explicar con palabras…
- ¡ Maldita seas por siempre, Isla de las
Calaveras ! – fue su velada oración a los allí caídos. Frunció el ceño, tornó
la cabeza hacia mar abierto e instintivamente apareció en su rostro una fugaz
mueca, acaso una sonrisa. Uno de sus pupilos, que lo observaba, repitió el
gesto y comenzó a remar con fuerzas renovadas.
EPÍLOGO
Efectivamente, Little
Port era, por así decirlo, el lugar de reunión en el que se daban cita todos los canallas que podían habitar en
alguno de los mares de los dos hemisferios, y hacia allí se dirigían las
huestes del Capitán Zoltar, seguros de no hallar más problemas que los que
ellos mismos se buscasen. Llevaban consigo parte de su último botín, ya que les
fue imposible cargarlo todo a bordo de tan diminutas embarcaciones. El resto
fue a parar al fondo del mar, puesto que no podían permitirse el lujo de
enterrarlo en la Isla de las Calaveras estando allí aquella reducida facción
hispánica. Siempre sería mejor echarlo al mar que dar al enemigo la posibilidad
de recuperar lo robado.
Tras día y medio de inesperada pero finalmente
plácida travesía, los filibusteros avistaron tierra, y un par de horas más
tarde fondeaban satisfechos en las aguas de Puerto Chico, donde fueron
recibidos entre risas, abrazos y chanzas por antiguos compañeros, viejos lobos
de mar y pequeños grumetes que, con el tiempo, se habían convertido en
aguerridos piratas. Para un hombre de mar, aquello era lo más parecido a lo que
ellos entendían por hogar.
Permanecieron en la isla un par de días, lo justo
para disfrutar de las monumentales juergas que se organizaban en las tabernas
del puerto, emborracharse, satisfacer sus vicios y negociar la compra de una
embarcación rápida y segura que en poco tiempo les permitiese regresar al mar y
proporcionarles sustento con la captura de alguna presa.
El Capitán Zoltar era buen negociante y pronto
adquirió un veloz bajel con el que volver de nuevo a la vida pirata. Se lo
compró a un viejo holandés que, harto ya de la dura vida en el mar, se disponía
a pasar los pocos años de vida que le quedasen en aquel paraíso del juego, el
vicio y de suculentas y extraordinarias historias a la luz de un tenue candil.
Sin duda se divertían en tierra, bebiendo y
cantando en las tabernas entre comitivas de mujeres de más que dudosa
reputación, pero era el mar su medio natural y a él se sentían obligados a
retornar como atraídos por el ineludible canto de las sirenas.
Así, en la madrugada de una calurosa mañana de
estío, la tripulación de la nueva Kari-Anne se embarcaron prestos a emprender
nuevas aventuras, pero ésa es otra historia, que será contada en su momento.
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