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Saludos fans de la Ciencia Ficción!!!Me llamo Iván Avila y os doy la bienvenida a mi blog. En él encontraréis un espacio en el que compartir nuestras inquietudes, visiones y gustos sobre la Ciencia Ficción y la literatura Fantástica en general. Cada semana iré introduciendo un relato de cosecha propia, junto con comentarios sobre mis lecturas, recomendaciones, clásicos, novedades y demás historias.Espero que lo visitéis a menudo y paséis un buen rato leyendo y compartiendo conmigo nuestra pasión común por la Ciencia Ficción.

lunes, 7 de octubre de 2013

BOLSILIBRO Nº1

Lo prometido es deuda y aquí está el primero de los bolsilibros que he escrito. He tomado como referencia un hecho histórico que me era conocido para fabular libremente sobre él. He aquí el resultado. Espero que os guste.


SIMANCAS 939: EL PRINCIPIO DEL FIN.




                                                                                                          939 Annus Domini




Aniceto descansaba la vista sobre un pequeño paño verde, cuando unos golpes en la puerta del taller le sobresaltaron. Uno de los monjes, el más próximo a la puerta, se decidió a abrir. Apareció entonces el abad Jorge junto con otro hombre de apariencia cortesana, tal vez un paje o un heraldo. Efectivamente era un mensajero.
- Este emisario de nuestro amado rey, el Segundo Ramiro, nos trae una nueva ciertamente grata - comenzó dirigiéndose al resto de los religiosos – pues ha decidido que sea uno de los nuestros su nuevo cronista, ya que el insigne Padre Ceferino, Dios tenga en su Gloria, nos ha dejado recientemente.
- ¡ Ooohh ! – una exclamación de asombro se extendió entre los monjes.
- Y ¿ Quién es el elegido ? – preguntó un monje mofletudo y de incipiente calvicie - ¿Teófilo, tal vez ? ¿ Aniceto ?
- No, Juan – respondió secamente el abad.
- ¿ Juan ? – se sorprendieron todos.
- Sí, Juan – sentenció el prelado.
Aniceto echó un vistazo general a sus compañeros, distribuidos por todo el taller de copia. Sus caras reflejaban una mezcla de incredulidad y frustración. “¿ Cómo podía el monarca haber elegido a Juan entre todos ellos ?” parecían preguntarse. “¿ Por qué él y no otro ?” El anciano Aniceto esbozó una sutil sonrisa de satisfacción y volvió a su tarea.

- ¡ Aniceto, Aniceto !
- ¿ Qué ocurre ? – se sobresaltó el anciano al oir aquellas voces desde el otro lado de la puerta de su sencillo habitáculo.
- ¡ Soy yo, Juan, ábreme !
Aniceto se levantó del camastro y acudió a abrir lo más rápido que las piernas le permitían.
- ¡ Juan, muchacho, enhorabuena ! – le felicitó Aniceto nada más abrir.
- Gracias, Aniceto. Estaba en la huerta cuando me dieron la noticia, hay algunos monjes enfermos y tuve que ir a echarles una mano en sus labores… ¡ El rey, Aniceto, el rey me reclama ! ¿ Te lo puedes creer ? Todo es gracias a ti – le abrazó el joven.
- No, no – se apresuró a desmentir Aniceto con su incorruptible humildad – eres tú el poseedor del mérito. Eres joven, de sangre noble e instruido en historia y caligrafía, amén de tu dominio de la poética y retórica clásicas… ¿ Acaso no eres el candidato ideal ?
- Bueno, pero todos esos conocimientos te los debo a ti; tú me los enseñaste cuando llegué aquí.
- Era mi deber, tan sólo eso…
Se hizo el silencio por un instante, en el que ambos monjes, a los que separaban más de treinta años, miraron al suelo, como recordando aquella lejana fecha en la que, siendo un adolescente, Juan llegó al monasterio.
- ¿ Sabes ? Algunos no han acogido con alegría mi designación.   
- Lo sé; te creen demasiado joven y lo que es peor, poco devoto.
- Bueno, al fin y al cabo desciendo de una estirpe de nobles caballeros; en el fondo, no puedo dejar de sentir devoción por las armas, pues en mis primeros años lo viví de cerca y admiraba tal condición, aunque eso no quiere decir que no sea un buen cristiano aquí. Cumplo con mi quehacer y mis oraciones… De hecho, si mi hermano mayor muriera, debería abandonar el monasterio para hacerme cargo de las tierras de mi padre y emprender el oficio de las armas…
Sí, ya lo sé, Juan. Quizá este encargo del rey sea un punto intermedio en el que te encuentres mucho más cómodo. No eres estrictamente un caballero, pero tampoco eres un verdadero monje, aunque tu instrucción sea muy superior a la de la mayoría de los que aquí te rodean… Tan sólo te deseo buena suerte y rezaré por ti todos y cada uno de los días. ¡ Que Dios te acompañe, Juan !
- Gracias, Aniceto, lo mismo te digo… maestro…
Aniceto miró fijamente a Juan y esbozó una gran sonrisa.

A la mañana siguiente, y tras los maitines, el joven Juan, subido a una acémila, se disponía a abandonar el monasterio de Wamba rumbo a la capital del reino, León.
Llevaba un par de alforjas; una estaba repleta de viandas del propio monasterio, y en la otra portaba algunos códices con los que obsequiar al monarca por la deferencia mostrada con la comunidad religiosa a la que representaba.
Había decidido dirigirse hacia Sahagún y, desde allí, seguir el Camino de Santiago hasta León, por considerarlo un camino más seguro y transitado, y de esa forma evitar sorpresas desagradables. Le acompañaba otro monje, algunos años mayor que él, llamado Telesforo, de estampa alta y robusta, ideal compañía para custodiar al joven monje y los preciados regalos que llevaban al monarca. Al lado de Telesforo, Juan parecía mucho más bajo y delgado de lo que en realidad era, pues no tenía mala talla, pero es que aquel gigantón podía hacer sombra hasta a la mismísima espadaña de la iglesia del monasterio.
- Espero que seis días sean suficientes para llegar a León.
- Sí, creo que cinco o seis jornadas serán suficientes – repuso Telesforo con rotundidad.
- Bueno, pues… ¡ En marcha ! – exclamó Juan arreando al animal sobre el que iba montado.
Viajaban sin más conversación que las breves indicaciones sobre el camino a seguir que se hacían mutuamente, y paraban tan sólo para que las bestias se refrescasen a orillas de alguna charca o riachuelo, momento que aprovechaban para comer un pedazo de pan y otro de queso.
No era muy hablador aquel Telesforo, con el que apenas había coincidido en el monasterio, pero infundía confianza y seguridad.
- ¿ De dónde eres ? – se atrevió a preguntarle Juan.
- De Penna Fidelis – respondió el fornido monje.
- ¡ Oh, eso no está muy lejos de aquí ! ¿ Verdad ?
- No, unas jornadas hacia el Este, en la frontera, muy cerca del Duero.
Tras unos segundos, y apreciando que Telesforo no continuaría conversando, ni aportaría detalle alguno, Juan prosiguió:
- Debe ser difícil vivir en territorios fronterizos…
- No mucho más que aquí. En medio se encuentra la “tierra de nadie”; aquello sí que es peligroso. Gentes de uno y otro lado, campesinos en su mayoría, se arriesgan y conviven hasta que aparecen nuevas incursiones de ejércitos cristianos o sarracenos y acaban con las pocas esperanzas de labrarse un futuro en aquellas tierras…
- ¡ Oh, sí, la “tierra de nadie”… Debe ser un caos – observó Juan – Sin rey y sin leyes… Nadie que los proteja… pero es un buen escudo para sentirnos más seguros.
Tras aquello, no volvieron a cruzar palabra en todo el día.

A media tarde del cuarto día de viaje llegaron a Sahagún. Habían pagado el pontazgo en la villa de Grajal, al atravesar el río Cea, por lo cual, entraron sin más demora por la puerta Sur del burgo.
Sahagún había sido edificada siglos atrás alrededor de una pequeña ermita donde estaban enterrados dos mártires cristianos llamados Facundo y Primitivo; ahora prosperaba como centro de comercio, con un importante mercado, en el que se daban lugar personajes de muy diversa ralea y de muy variados territorios.
Nada más sobrepasar el arco de la puerta Sur de entrada a la villa, un mendigo les salió al paso suplicándoles una limosna por amor del Padre Creador. Lo hizo en sermo vulgaris, la lengua del pueblo, que no era más que una evolución degradada del latín. El gigante Telesforo le apartó de un soberbio empujón y continuó su camino como si nada hubiese pasado. Miró entonces a Juan y dijo:
- Si diéramos limosna a cada menesteroso que se nos acercase, acabaríamos tan pobres y enfermos como ellos.
Juan, profundamente extrañado, no dijo una sola palabra.
Confundidos entre la multitud de peregrinos que se dirigían a la tumba del Apóstol, llegaron hasta una hospedería regentada por los monjes de la abadía sahagunina. En seguida encontraron cobijo entre sus muros al enseñar la credencial que aseguraba que aquel joven era el nuevo cronista del rey Ramiro.
- ¿ Por qué no la usasteis en el puente, a la hora de pagar peaje ? Os hubiera ahorrado unas cuantas piezas de plata. – le preguntó uno de los monjes de la abadía, al que habían encargado la atención de los dos viajeros.
- No queríamos llamar la atención – respondió Juan.
- Está bien… Éste será vuestro habitáculo; espero que sea de vuestro agrado. Las mulas están ya en el establo.
- Perfecto, perfecto… Has sido muy amable, gracias.
Tras despedirse del anfitrión se tumbaron en el raído jergón y durmieron placidamente.

A la mañana siguiente, fueron despertados muy temprano por Atanasio, que así se llamaba el monje que les acompañó la tarde anterior, y conducidos hasta el refectorio, donde desayunaron un buen cazo de leche con miel y migas de pan y unas cerezas.
- ¡ Exquisito ! – se apresuró a afirmar Juan.
- Es un pequeño lujo para tan insigne huésped – respondió el adulador Atanasio – en Córduba, los cristianos no podíamos ni soñar con un desayuno así...
- ¡ Qué me dices ! ¿ Eres cordobés ?
- Así es, vine ya hace unos años al reino de León y recalé en este monasterio, donde nos hallamos acogidos varios religiosos mozárabes. Con el califa Abd al Raman, las comunidades sarracenas se volvieron muy intransigentes con nosotros y con los judíos.
- Algo parecido me contaron al respecto unos monjes mozárabes que se asentaron en Mazote, cerca de nuestro monasterio de Wamba.- interrumpió Juan.
- Nosotros llegamos con un grupo de renegados musulmanes que se unieron a nosotros en “tierra de nadie”; seguramente fueran prófugos de algún delito cometido en tierras de infieles, pero eso poco importó en su momento, pues se convirtieron a nuestra fe y nos sirvieron de escolta hasta aquí. Ahora viven en unas casas junto al barrio judío, hacia la puerta del Camino de León, donde subsisten como buenamente pueden realizando trabajos de artesanía y albañilería.
- Y por allí hemos de pasar ahora, pues nos marchamos sin dilación.
- Los animales están ya preparados en el establo. Que tengáis buen viaje y que el Altísimo os proteja.
- Gracias a ti, hermano, por tu hospitalidad.
Dicho lo cual, cogieron sus acémilas y tras cruzar el barrio judío, salieron por la puerta Oeste de la muralla, camino de la capital del reino.
Al día siguiente llegaron a Mansilla de las Mulas, una plaza fuertemente fortificada y en la cual se detuvieron a hacer noche.
Al sexto día de periplo, tal y como habían previsto a su partida, avistaron las impresionantes murallas de León.
- ¡ Dios mío, es una ciudad inexpugnable ! – se admiró Juan.
- Ciertamente lo es... – corroboró Telesforo boquiabierto.
En las inmediaciones de la Puerta del Rey, que así llamaban a una de las entradas principales a la urbe, se desplegaba un conjunto de tenderetes que conformaban un interesante mercado. En él, se daban lugar granjeros, artesanos y comerciantes judíos que traían joyas, sedas y tapices de Al Andalus, pero también grandes hacendados que aprovechaban la feria para negociar la propiedad de algunas fincas y tierras. Los reyes leoneses no acuñaban moneda, así pues, las transacciones se hacían generalmente mediante trueque, aunque también circulaban algunos viejos denarios romanos, dirhemes moriscos y sueldos suevos de plata.
Una vez vadeada la Puerta del Rey, y tras enseñar el salvoconducto expedido por el propio monarca a su futuro cronista, fueron acompañados hasta un pequeño palacio-fortaleza que se hallaba junto a la catedral. Uno de los dos soldados que les condujeron a palacio les pidió que aguardaran en una sala con vistas a un patio central porticado  desde el cual se distribuían el resto de estancias del edificio.
- ¡ Pasad ! – ordenó una voz salida de una pequeña puerta abierta en el lado opuesto al que miraba hacia el patio.
Acto seguido se dirigieron hacia el lugar del que provenía la orden y allí encontraron al monarca, escoltado por una guardia de lanceros. Vestía una túnica de color anaranjado, bordada en rojo sobre cuello y mangas; cubría el hombro izquierdo con un manto tejido en seda y oro y forrado de armiño, al estilo gótico. Tendría aproximadamente unos cuarenta años, pero su pelo era abundante, largo y oscuro aún. Adornaba su cabeza con una diadema de plata rematada por dos cortos cuernos y en su mano derecha portaba un alto cetro cuajado de esmeraldas y granates, signo inequívoco de autoridad.
- Adelante, no temáis.- dijo el monarca.
Los dos monjes se inclinaron hasta clavar una de las rodillas en el suelo.
- Levantaos – ordenó de nuevo Ramiro II – Así que tú eres Juan de Wamba, mi nuevo cronista.- dijo sonriendo a Juan.
- Así es, Majestad.- afirmó Juan con inusitado orgullo.

A la mañana siguiente, el nuevo cronista real fue conducido a la biblioteca de palacio para comenzar su tarea. En primer lugar habría de empaparse de historia regia, consultar las antiguas crónicas y realizar un compendio de todas ellas con el que comenzar la suya propia.
Juan Aztuaga, consejero del monarca, se encargó de señalar al joven monje la zona de palacio en la que habría de moverse.
- Ya conocéis la biblioteca, vuestro lugar de trabajo, y éste será el de vuestro descanso; espero que sea una habitación de vuestro agrado. De no ser así, comunicadme cualquier variación que deseéis para mayor comodidad.
- Sois muy amable – se apresuró a agradecer Juan.
Antes de que el consejero real se alejase, Juan llamó su atención y le preguntó por qué el monarca lo había elegido a él como cronista.
- Vos sois un clérigo, hijo de noble y leal caballero, conocedor del arte de la guerra, joven, culto y hábil trovador... El rey quería un hombre así para ensalzar sus gestas.
Tras la explicación, Juan Aztuaga dio media vuelta y desapareció por las escaleras.






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Ubaldo de Castro estaba sentado junto a la ventana de la estancia más alta de la torre del homenaje. Miraba caer la lluvia en el exterior, ensimismado, mientras rasgaba, sin entusiasmo, las cuerdas de un lujoso y nacarado laúd. Las notas sonaban sueltas, distantes, y casi entre susurros, tarareaba una vieja y triste canción.
Vestía una túnica de seda con finos bordados de oro en mangas y puños; su pelo caía, lacio, sobre sus hombros; su mirada denotaba noches enteras de llanto sin poder conciliar el sueño.
- Es hora de partir, Mi Señor...
La voz había sonado ronca y fuerte, pero sin emoción alguna, desde el otro lado de la sala. Un leve gesto con la cabeza fue la respuesta de Ubaldo a su lugarteniente Nuño Pérez.
En el patio de armas les aguardaba Abdul al Hamín, General en Jefe de los ejércitos del califa Abd al Raman, rodeado de su guardia personal, un grupo de fornidos eslavos, de tez clara y cabellos dorados. Parecía no incomodarle la pertinaz lluvia bajo la que se hallaban, pues su amplia sonrisa, llena de orgullo y contenido júbilo, denotaba quién estaba en ese momento saboreando las mieles del triunfo.
- No negaréis que he sido benevolente con vuestro pueblo. – afirmó dirigiéndose a Ubaldo en lengua romance – He cumplido todas y cada una de las condiciones de vuestra rendición... Ahora marchad hacia el Norte con vuestro rey cristiano.
Una humillante risotada puso fin al breve discurso de al Hamín.
Ubaldo apenas levantó la mirada; el odio y la amargura humedecían sus pupilas.
- ¡ Volveré ! – fue todo lo que dijo por despedida, y tras salvar el rastrillo y el portón de entrada, azuzó a su caballo y abandonó, junto con el resto de la guarnición, el castillo de Nivaria, dejando todo aquello por lo que había luchado durante años en manos del General sarraceno.
Abdul al Hamín era hijo de un prestigioso cadí cordobés, consejero del califa Abd al Raman. Desde niño fue instruido tanto en el arte de la ciencia como en el de la guerra. Sus conocimientos sobre el Corán, astrología, matemáticas o poesía, estaban muy por encima de los del común de la población andalusí, e incluso de los de otros hombres de las clases altas. Aún así, Abdul al Hamín, debido en parte a su valentía y a su fervor religioso, se inclinó por las armas, y desde que ingresara en los ejércitos del califa, una meteórica carrera, plagada de éxitos militares, le había encumbrado en pocos años a comandar las tropas del Norte en campaña contra los cristianos.
El contingente acaudillado por Hamín estaba integrado en su mayor parte por beréberes, muladíes y eslavos, más movidos por el ansia de rapiña y botín que por el de vencer a los infieles, pero que, bajo una férrea disciplina, eran la fuerza de choque ideal para derrotar a los reinos cristianos del Norte.
Aseguradas las plazas de Iscar, Olmedo y Alcazarén, y tomada Nivaria, el próximo objetivo militar era conquistar Simancas, un punto estratégico ya en la mismísima línea del Duero.

Ubaldo de Castro y sus huestes habían partido de Nivaria o El Portillo, como también se denominaba al valioso enclave, rumbo al Oeste, hacia Toro, donde esperaban encontrar cobijo tras sus murallas y más concretamente en el palacio de un familiar suyo llamado Rodrigo de Castro, acaudalado noble, miembro del Concejo de la Villa. Ambos descendían de la poderosa estirpe de los Castro, nobles burgaleses que vieron en la guerra contra los árabes, en el Sur, la ocasión propicia para aumentar su ya vasto patrimonio. Y en verdad lo consiguieron, pero tan arriesgada empresa se había vuelto en su contra y Ubaldo pagaba ahora las consecuencias.

La noticia de la toma de Nivaria llegó pocos días después a la capital del reino, causando una considerable alarma en la población leonesa.
Juan de Wamba se encontraba en la biblioteca, consultando las crónicas que el maestro Ceferino, su antecesor, había confeccionado, cuando Juan Aztuaga, el consejero real, irrumpió en la estancia.
- Partimos de inmediato, Juan.
- ¿ Partimos ? ¿ A dónde ? – se extrañó el seglar.
- Hacia el Sur. Un numeroso contingente musulmán ha conquistado Nivaria, una plaza muy importante en nuestro avance repoblador más allá del Duero, lo cual supone un serio revés que ha de ser subsanado cuanto antes. El rey ya ha ordenado que se reúna el ejército en Zamora, para desde allí marchar a Nivaria pasando por Toro y Simancas.
- Está bien, prepararé mi equipaje lo más rápido posible.
- Tan sólo lo imprescindible.
- Así lo haré.

A la mañana siguiente, la comitiva real y las mesnadas de varios nobles de la capital abandonaban la ciudad por la antigua calzada romana, llamada “de la plata”, rumbo a Zamora. El calor del verano hizo más penoso de lo esperado la travesía, viéndose obligados durante las horas centrales del día a descansar bajo la sombra de alguna arboleda, aguardando que el ímpetu del astro rey remitiera.
Al tercer día de marcha, llegaron a Zamora, donde Ramiro II fue informado con mayor precisión de la situación que se vivía al Sur del gran río. Al parecer, el propio Abd al Raman se encaminaba a Nivaria para dirigir en persona el ataque a Simancas, plaza fundamental en el acceso al Norte, repoblada pocas décadas atrás, en su mayoría por mozárabes toledanos emigrados al Norte y campesinos cántabros.
Pero no todo eran malas noticias, pues la reina Toda de Navarra había enviado un grupo de soldados para ayudar al rey leonés; y de igual modo, los condes Fernán González y Asur Fernández, ponían a disposición de Ramiro II un nutrido batallón de guerreros castellanos. Ambos contingentes aguardarían en Simancas la llegada del monarca leonés.
Al día siguiente, expirando ya el mes de julio, las tropas leonesas recalaron en Toro, ciudad enclavada en un alto, rodeada por una amplia vega junto al Duero y provista de recias murallas. Allí descansarían un par de días, tiempo que emplearían para abastecer de víveres y múltiples utensilios de uso común la mermada impedimenta.

Ya hacía unas horas que el Sol se había ocultado en el horizonte de aquella extensa vega bañada por el Duero. A pesar de ello, la noche aún conservaba parte del asfixiante calor que durante el día había asolado la campiña torensana.
Juan de Wamba paseaba por el patio del palacio de los Castro, donde había sido hospedado junto con otros miembros del séquito real. En su deambular, tan pronto levantaba la cabeza para observar las estrellas como cerraba los ojos y aspiraba el embriagador olor de las rosas que inundaban el amplio patio. Llevaba así unos minutos, hasta que una lacónica voz, a su espalda, lo apartó del silencio y soledad de la noche.
- Yo tampoco podía dormir – afirmó el recién llegado.
Juan se dio media vuelta y llevándose la mano al pecho exclamó:
- ¡ Me habéis asustado ! Estaba totalmente distraído y no os he oído llegar. – extiende los brazos – La verdad es que este palacio abstrae a cualquiera, es una construcción auténticamente maravillosa.
- En verdad lo es… Perdonad, no me he presentado, mi nombre es Ubaldo de Castro, sobrino de Don Rodrigo.
- El mío es Juan; soy el cronista real.
- ¡ El cronista real ! – se asombró Ubaldo, apreciando la juventud de Juan.
- Así es, aunque este bochorno me impida realizar mi trabajo, incluso de noche… Dentro no paraba de sudar y temí estropear el pergamino, así que dejé mi tarea y decidí bajar a dar un paseo; aquí fuera el calor es más soportable.
Ubaldo permaneció en silencio unos segundos, cabizbajo; parecía recordar momentos o vivencias desagradables.
- Mi desvelo tiene una causa bien distinta – comentó al fin.
- Contadme si os place; tal vez os pueda ayudar…
- No lo creo. – afirmó Ubaldo mirando a Juan a los ojos con una tristeza infinita – Yo fui quien perdió Nivaria… Quien la entregó al enemigo…
Un respingo de asombro hizo retroceder a Juan.
- ¡ Oh, lo siento, no pretendí importunaros ! No sabía que vos…
- No te preocupes – le interrumpió Ubaldo serenándose – aunque tal vez como cronista deberías estar más informado.- apareció entonces una leve sonrisa en su rostro.
- De veras, lo siento, y perdonad mi ignorancia, que sin duda se debe a mi falta de experiencia, pues tan sólo llevo unas semanas en mi cargo…
- En serio, no le des más importancia; estoy convencido de que muy pronto recuperaremos El Portillo de las manos de ese mal nacido de al Hamín o incluso de las de su propio califa.
- ¡ Estad seguro de ello ! – ratificó Juan con inusitada decisión - ¡ Estad seguro !
Pasaron el resto de la noche hablando como si de viejos amigos se tratase. Recordaron la conquista de Madrid cinco años atrás y su posterior abandono por la dificultad de defender una plaza tan alejada de León; así como la campaña del Poder Supremo comandada por el tercer Abd al Raman, un par de años atrás, y en la que fue repelido en Osma. Comentaron también aspectos de la guerra civil iniciada tras la muerte de Fruela II y la victoria de Ramiro sobre sus hermanos gracias al apoyo de gallegos y navarros; y otras múltiples y variadas historias, hasta que les sorprendió el alba…

Abdul al Hamín y su califa se reunieron en la fortaleza de Iscar el último día del mes de julio. Abd al Raman III había llegado desde Toledo, por el puerto de Tablada, a la Meseta Norte de Hispania, para comandar en persona la campaña contra los rumíes.
En la antigua capital visigoda se le habían unido tropas procedentes de las zonas fronterizas, como Zaragoza, Daroca, Calatayud, Huesca o Santover, agrupando un ejército de más de sesenta mil hombres, al que comenzaba a resultar complicado abastecer.
La sala principal del castillo era de escasas dimensiones y parca en ornamentos; sin embargo, Abd al Raman se hallaba recostado sobre un lujoso diván que le acompañaba en todos sus desplazamientos por la Península, ataviado con una túnica de seda blanca y un sencillo turbante, mientras que al Hamín descansaba entre grandes almohadones de coloridos bordados.
El califa era un hombre de baja estatura, pero robusto; de cabello oscuro, tez blanquecina y ojos azules, rasgos que denotaban su ascendencia vascona, ya que su madre, Muzna, fue una esclava norteña y su abuela, Iñiga, una princesa oriunda de Pamplona.
- He enviado una partida de oteadores para inspeccionar la zona. – comenzó explicando Abdul al Hamín cogiendo una copa de vino de una bandeja de plata repujada que les acercó un esclavo – Existe una loma junto a la confluencia del Adaja y el Duero, por el Sur; desde allí se puede ver Simancas. En el lado opuesto hay una amplia llanada cubierta, en parte, por pinos y encinas. Tal vez pudiéramos aproximarnos a Simancas por ahí, ocultos entre el boscaje.
- ¿ Es que acaso tenemos miedo a esos rumíes como para atacarles por sorpresa ? – increpó Abd al Raman a su General incorporándose levemente y asiendo la copa de vino que quedaba en la bandeja – Cruzaremos el puente romano que hay pocas millas al Este de Simancas y acamparemos delante de sus propias narices. No se atreverán a salir de los muros de ese villorrio – argumentó el califa mostrando toda su autoridad y prepotencia.
- ¿ Atacaremos entonces o esperaremos su rendición asediándoles ? – preguntó el General sarraceno.
- Esperaremos hasta que capitulen. Aunque nuestro ejército es numeroso, no me fío de la lealtad que me dispensan algunos de los gobernantes de los territorios fronterizos y temo que en caso de enfrentamiento no respondan como se espera…
- ¿ Se refiere su Majestad a al Tuyibí de Zaragoza ?
- Entre otros, pero sí, en especial a él…
- No se preocupe por ello, Mi Señor, le tendré vigilado.
- Está bien. Ahora prepararemos todo para ir hacia El Portillo. Por cierto, fuiste poco expeditivo con su gobernador…
- Mi Señor, rindió la plaza sin oponer resistencia, tan sólo exigió unas cuantas condiciones sin relevancia… Fue un hombre cauto, sabía que no tenía posibilidad alguna… - deposita la copa de vino en la bandeja - Es un enclave vital para nuestro avance hacia el Norte, aunque el botín haya resultado escaso.
- ¿ Escaso ? ¡ Y tan escaso ! Unos cuantos caballos, un pequeño rebaño de ovejas y unas burdas campesinas que sólo pueden servir para aliviar la entrepierna de la tropa, porque no creo que en Qurtuba dieran un solo dirham por ellas. ¡ Así cómo voy a mantener este ejército ! – visiblemente airado, el califa se incorporó del confortable diván y abandonó la sala.




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Simancas era una población habitada desde tiempos muy remotos debido a su excelente posición estratégica, en un escarpado promontorio desde el que se controlaba la impresionante vega del Pisuerga en su confluencia con el Duero varias millas al Sur.
Ramiro II y sus hombres principales se alojaron en la pequeña fortaleza situada en la parte más alta de la villa, junto a la iglesia visigótica, mientras el resto del contingente cristiano se apiñaba en las viviendas de la ladera Este, desalojadas para la ocasión, por tratarse del punto más vulnerable en caso de ataque enemigo, ya que allí se encontraba la única puerta de acceso al interior de la muralla.
Los reyes y nobles cristianos del Norte de Hispania no eran muy dados al lujo, sino más bien austeros, y máxime en tiempos de guerra, pero aquella noche disfrutaban de una copiosa cena en el salón principal del castillo.
En torno a una recia mesa de roble se hallaban sentados el monarca, Fernán González, Asur Fernández, Ubaldo de Castro, Nuño Pérez, Juan Aztuaga y otros nobles leoneses, asturianos, gallegos y navarros, que prácticamente en silencio daban buena cuenta de lo allí dispuesto, servido minutos antes por un séquito de hermosas muchachas castellanas.
- Nada mejor que saciar el apetito y alegrar los sentidos antes de una batalla – bromeó Asur Fernández, conde de Saldaña, haciendo uso de su mejor relación con el monarca que la de su colega Fernán González, cuyas ansias de independencia provocaban una situación bastante tensa entre el conde castellano y su rey.
- Así es, caballeros; bien merece el placer quien está expuesto a futuros sufrimientos y penalidades – ratificó Ramiro II asiendo las tenacillas y el cuchillo y disponiéndose a cortas un trozo de carne de ternera.
Juan de Wamba, en un discreto segundo plano, había sido requerido por el monarca para recitar algunos versos tras la degustación de los alimentos, ayudado por el fastuoso laud, prestado para la ocasión por Ubaldo de Castro, con el que había trabado en aquellos días una cordial amistad.
Había compuesto una Loa a su rey Ramiro II; un extenso poema que ensalzaba las gestas protagonizadas por el monarca desde que fuera coronado el seis de noviembre del año 931 en la Catedral de León y augurándole un próspero porvenir en su reinado. Terminada la declamación, las felicitaciones se sucedieron por parte de todos los allí presentes y, especialmente agradecido por la alabanza, el rey Ramiro II le obsequió con un paternal abrazo que sorprendió, por inusual, al resto de comensales. Juan no cabía en sí de júbilo.
- Fue todo un acierto la elección de ese joven como cronista.- comentó Nuño Pérez a Juan Aztuaga.
- Sí, lo es – afirmó el consejero real con una sonrisa en los labios.
- Juan, cuando retome Nivaria quiero que compongas algo así en mi honor…- le animó Ubaldo, jocoso, a su amigo cronista.
- Así lo haré Ubaldo. Será todo un placer.- respondió Juan con una leve reverencia.

Una numerosa avanzadilla del ejército califal cruzó el puente romano sobre el Duero al amanecer del primer día del mes de agosto.
De inmediato, los ojeadores cristianos apostados junto al río, abandonaron sus posiciones y se dirigieron raudos hacia Simancas para informar sobre lo que estaba sucediendo.
Abd al Raman III había ordenado, desde su base en Nivaria, la partida de diez mil hombres con la finalidad de construir un campamento al otro lado del Duero desde el que hostigar mucho más de cerca el enclave de Simancas y preparar maniobras de bloqueo, cerco y asedio.
Abu Firnas, arquitecto del contingente musulmán, analizaba sobre la marcha el terreno más idóneo para emplazar el destacamento andalusí. Este estudioso de la poliorcética grecolatina y en especial de la Belopoeica de Herón de Alejandría, era en parte el artífice de multitud de éxitos militares del califa en cuanto a asedios y asaltos a fortalezas se trataba.
Finalmente encontró un lugar en el que asentar el campamento. Quizás estaba más alejado del puente de lo propuesto por Abd al Raman en un principio, pero era el único espacio que presentaba una pequeña elevación en medio de aquella inmensa llanada junto al Duero.
Talaron todos aquellos pinos y encinas que se hallaban dentro del imaginario contorno del emplazamiento y comenzaron a trabajar los troncos, transformándolos en altas y gruesas estacas con las que construir una empalizada a modo de parapeto protector. Con igual finalidad se cavó un foso alrededor de la empalizada y se dispusieron picas en su interior, casi ocultas por el agua que se filtraba proveniente del río, convirtiendo el fondo del foso en un mortífero lodazal.  
A mediodía llegó una segunda avanzadilla más numerosa que la anterior que, además de útiles de uso común y víveres, portaba las tiendas de campaña. Dispusieron éstas en cuadrícula a partir de dos vías principales en forma de cruz griega, coincidiendo con las cuatro puertas que habían abierto sus predecesores a cada lado de la empalizada, reservando el espacio central del recinto para las viviendas del califa y algunos de sus generales, que llegarían horas más tarde, ya casi entrada la noche.

Aquella misma tarde se reunieron en la sala principal del castillo de Simancas el rey, Ramiro II, y sus hombres más relevantes para trazar la estrategia a seguir ante el avance de las tropas enemigas.
El monarca contaba con más de veinte mil hombres: unos quince mil infantes, entre infantería pesada, zapadores y arqueros, y algo más de cinco mil hombres a caballo. El grueso de la caballería lo formaban las huestes de los vasallos del rey: gallegos, asturianos, leoneses y castellanos, acompañados por grupos menos numerosos de caballeros navarros, huestes concejiles o caballeros de las ciudades con capacidad para costearse montura y armas para la guerra y miembros de las guarniciones de Olmedo, Iscar y Nivaria, plazas rendidas al adversario, y los de la propia Simancas.
Al parecer, la intención del ejército del califa Abd al Raman, de unas cincuenta mil unidades frente a Simancas, era asediar la plaza cortando el suministro de alimentos e impedir el auxilio exterior, hasta que capitulase.
Ramiro II, basándose en la Epitoma Rei Militaris, el tratado bélico más utilizado en el occidente cristiano, dispuso una arriesgada táctica de ataque por sorpresa debido a la inferioridad numérica de su ejército, pero a su mejor preparación – ya que las tropas del califa eran en su mayoría mercenarios sin apenas formación – y a la ventajosa posición de su emplazamiento y posibilidad de despliegue, que se ejecutaría a la mañana siguiente.
- Al alba saldrán del cobijo de las murallas los arqueros, los peones de infantería y la caballería en su totalidad. Arqueros y peones se situarán cerca del puente de la villa, por si hubieran de replegarse y entrar de nuevo en el recinto amurallado; por su parte, la caballería realizará una rápida maniobra envolvente a prudencial distancia del campamento musulmán. El objetivo es arrinconarlos entre los dos ríos. – Ramiro II señalaba con el índice sobre un rudimentario y esquemático mapa -  Tú, Ubaldo, y los hombres de tu guarnición, tomaréis el puente sobre el Duero para cortar el paso a posibles refuerzos o evitar la huída. El resto, comandados por Asur, esperarán frente al campamento enemigo la salida precipitada de las tropas, si es que se produce, cuando los arqueros inicien su descarga incendiaria contra el emplazamiento. Una parte de la infantería se quedará, entonces, protegiendo a los arqueros, mientras que la otra se unirá inmediatamente al grueso de la caballería, que efectuará un ataque masivo... Tan sólo espero que el factor sorpresa sea determinante.
- Es una opción arriesgada, Majestad, pero es nuestra única posibilidad, ya que un prolongado asedio nos conduciría inexorablemente a la derrota – corroboró Fernán González que, en aquel instante, había dejado a un lado sus rencillas con el monarca para unirse al conveniente objetivo común.
- Sí, es nuestra única posibilidad – ratificaron al unísono el resto de los allí congregados. - ¡ No entregaremos Simancas !
- ¡ Venceremos ! – gritaron enardecidos.

Al otro lado del Pisuerga, el caudaloso afluente del Duero, conversaban en el campamento musulmán, al Mumín, gobernador de Tolaytulah, y al Tuyibí, Señor de Zaraqusta, en medio de un espectacular trasiego de soldados que se afanaban por terminar de construir la empalizada, el foso y los accesos, así como ultimaban el montaje de las tiendas, cuadras, almacenes y la puesta a punto del material de combate.
Habían llegado unas horas antes, cuando el calor no era tan asfixiante.
- Querido amigo, temo que nuestro califa desee permanecer aquí largo tiempo... Con todo lo que ello supondría...- comentaba el gobernador de la antigua capital goda.
- Sí, es más que probable... ¿ Pero acaso no se da cuenta de que estaríamos mucho mejor en nuestras hermosas almunias, disfrutando de todo tipo de placeres y lujos, que en estas tierras de rumíes ?
- Qué razón tienes... Si esta situación se alarga en demasía, le pediremos que levante el cerco. Por mi parte, haré todo lo posible por desalentar a la tropa y soliviantarlos contra Abd al Raman, incluso por dificultar el abastecimiento de víveres; así seguro que desistirá de su empeño...
- Sí, así podremos irnos a casa...
- ¡ Oh, sí, mi amada e inexpugnable Tolaytulah !
- Por otro lado, sabe que sin nuestros hombres no podrá hacer efectivo el cerco. Nos necesita y eso nos fortalece.
- Sí, tal vez sea buen momento para aclarar ciertos aspectos onerosos en cuanto a tributos se refiere...
- ¡ Ja, ja, ja, no hay nada como utilizar la guerra como un mero instrumento de poder en beneficio propio !
- Así es, mi querido amigo, así es – sonreía al Mumín secundando a su colega.
A escasos pasos de distancia, oculto tras unos fardos de comida para las bestias, Abdul al Hamín había escuchado gran parte de la conversación que los gobernantes fronterizos habían mantenido.

Aquella noche, Juan de Wamba, a la tenue luz de unas velas, consultaba la Crónica Albeldense, escrita unos cien años atrás, pero no conseguía concentrarse. Sabía que a la mañana siguiente la batalla sería inevitable y los nervios o la intranquilidad atenazaban su cabeza y aceleraban su corazón.
Había hablado aquella tarde con Ubaldo de Castro y le sorprendió la serenidad con que su amigo afrontaba aquellos momentos y se disponía para el combate. La pérdida de Nivaria y su fe en recuperarla eran un poderoso acicate.
“Ojalá algún día yo sea como Ubaldo y pueda afrontar así las adversidades” deseó para sí Juan, volviendo a posar su mirada en los pergaminos albeldenses.






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Apenas asomaba el Sol en el horizonte. El relativo pero agradable frescor de la mañana bañaba el campamento musulmán, en el que Abd al Raman III rezaba tranquilo en su tienda con una preciosa y ricamente decorada copia del Corán en las manos, cuando las flechas comenzaron a caer.
- ¡ A formar ! ¡ Nos atacan !
La lluvia de dardos inundaba de fuego el asentamiento califal. El caos y la confusión se adueñaron en cuestión de segundos del recinto, mientras los generales sarracenos se afanaban por formar lo más rápidamente posible las tropas.
Abd al Raman hizo llamar a sus lugartenientes para organizar la contraofensiva y, de inmediato, ordenó la salida de un escuadrón de caballeros a galope para atacar al grupo de arqueros que lanzaba sus flechas contra el campamento. Entre tanto, una gran parte del contingente de a pie huía despavorido sin que los mandos pudieran dominar la desbandada.
Ubaldo de Castro y el resto de la guarnición de Nivaria, unos trescientos hombres aproximadamente, cabalgaron hasta el puente sobre el río Duero. Encontraron éste prácticamente desguarnecido, pues apenas una treintena de soldados andalusíes lo custodiaban. Varios caballeros, entre ellos el propio Ubaldo, se adelantaron del grueso del pelotón entre feroces alaridos y se aprestaron para la lucha.
Ubaldo protegía su cuerpo con una loriga de escamas metálicas hasta la cintura, un yelmo cónico de hierro con nasal y un escudo redondo con el león púrpura rampante en el centro. Portaba una lanza corta y otra larga de madera con una punta de metal y una espada de doble filo de longitud similar a un brazo.
Nuño Pérez, por su parte, vestía una cota de mallas hasta la rodilla, abierta en su parte inferior para poder cabalgar; un yelmo redondo de hierro, escudo almendrado y espada larga de doble filo. En los pies calzaba espuelas dobles, en talón y punta. Con ésta última taladró, de una formidable patada, la cabeza de un enemigo, derribándolo de inmediato, mientras el resto de compañeros masacraba impunemente a los despavoridos andalusíes, cortándoles la cabeza o cercenándoles miembros de diestro tajo.
El grupo de jinetes sarracenos que salió del campamento para interceptar el ataque de los arqueros cristianos alcanzó su objetivo topándose de lleno con las picas de una cerrada infantería, rodilla en tierra, que protegía la descarga de los afilados proyectiles.
Tras un fuerte encontronazo, en el cual cayeron al suelo multitud de caballeros musulmanes, una pequeña brecha se abrió en las filas de la infantería cristiana, que inmediatamente aprovecharon los jinetes enemigos para desbaratar desde allí la defensa contraria, descargando espadazos a diestro y siniestro, causando cuantiosas bajas.
Cuando parecía que los soldados califales estaban desmantelando por completo la infantería norteña, apareció en escena un grupo de caballeros cristianos, comandados por el conde Don Diego de Navarra, para respaldar la aniquilada tropa.
Las espadas refulgían en todo lo alto y chocaban entre sí o impactaban en el cuerpo del enemigo con brutal estruendo. La sangre brotaba a borbotones y la batalla no había hecho más que empezar...
- ¡ Mi Señor, es mejor que nos retiremos, nos han cogido por sorpresa ! – opinó Abdul al Hamín intentando armarse y preparando el caballo del califa.
- ¡ Jamás pensé que esos pusilánimes rumíes fueran capaces de algo así – argumentó Abd al Raman.
- Nos tienen rodeados, la única escapatoria es vadear el río antes de que sea tarde... Podremos organizarnos mejor en Nivaria o en Iscar.
- Está bien, Abdul, tú eres el único en quien confío. Contén el ataque hasta que esté al otro lado del río, después ordena retirada y que los hombres de al Mumín y al Tuyibí sigan luchando y cubran tu repliegue. Sería bueno quitárselos de en medio en tan deshonroso hecho.
- Pero, Señor, no te son leales... Ayer los descubrí conspirando...
- Ya no podemos hacer otra cosa...
Abd al Raman III montó en el caballo, lo espoleó y salió al galope rumbo Sur, directo hacia el Duero. En aquel mismo instante, al Tuyibí y al Mumín huían mucho antes de recibir ninguna orden.
Ramiro II, al mando de la guarnición de Simancas, observaba los acontecimientos desde la torre sur del castillo. A su lado, se hallaba Juan de Wamba, entre exaltado y horrorizado por lo que desde allí se divisaba del campo de batalla.
- ¡ Retroceden, Juan, parece que se retiran ! – gritaba el monarca cerrando los puños y esbozando una rotunda sonrisa.
Los cristianos atacaban en tromba y ganaban terreno segundo a segundo, arrasando con  todo aquello que encontraban a su paso, semejando una mortífera guadaña entre la mies.
Unas horas después el enfrentamiento era generalizado, pero en las filas musulmanas la anarquía era total... y eso los conducía inexorablemente a la derrota.
Poco a poco, el contingente comandado por los condes castellanos fue arrastrando al andalusí hasta la confluencia del Duero y el Pisuerga, cercándoles como si de un simple rebaño de ovejas se tratase. Muchos saltaron al agua. Algunos consiguieron llegar a la otra orilla sin ser arrastrados por la corriente, pero muchos perecieron ahogados en el intento; los más valientes se enfrentaron con fiereza al enemigo y murieron con dignidad, alcanzando directamente la salvación... Abdul al Hamín fue uno de ellos.
Al caer la tarde, miles de cuerpos inertes poblaban el campo de batalla e impregnaban el aire de un olor nauseabundo. Grupos dispersos de fatigados y sudorosos soldados cristianos caminaban entre los montones de cadáveres. Unos buscaban objetos de valor, despojando a los muertos de sus armas y enseres personales; otros hacinaban en pequeños claros del bosque los cuerpos de los guerreros sarracenos para posteriormente prenderles fuego, a la vez que cavaban fosas comunes para enterrar a los suyos.
Los efectivos de la antigua guarnición de Nivaria, con Ubaldo de Castro a la cabeza, se encargaron de saquear y desmantelar el campamento musulmán. Entre los trofeos más destacados sobresalían una copia del Corán del califa y algunas piezas de su armadura, así como valiosos cofres de plata y adornos de gran riqueza ornamental.
Los condes castellanos, Asur Fernández y Fernán González, y la mayor parte de la caballería pesada cristiana que había sobrevivido a la contienda, se encontraban ya tras los muros de Simancas, disfrutando de merecido descanso o restañando las heridas sufridas en el combate.
Mientras, al otro lado del río, Abd al Raman III y su mermado y desmoralizado ejército ponían rumbo a Toledo ante la imposibilidad de abastecerse y restablecer la tropa en aquellos territorios tan al Norte.

Dos días más tarde, las restablecidas huestes del monarca leonés, envalentonados por la victoria, emprendieron una cabalgada rumbo a Nivaria e Iscar, con el fin de desmantelar las guarniciones sarracenas que allí pudieran seguir instaladas.
Ubaldo de Castro, como antiguo Señor de aquellas tierras, comandaba la incursión. Tras atravesar el Duero y salvar la hondonada que producía su cauce, vislumbraron en lontananza la torre del castillo de Portillo. Hallaron la población abandonada; ni siquiera los campesinos se habían atrevido a regresar a sus casas del arrabal tras permanecer semanas escondidos en los bosques cercanos.
El castillo había sido en parte derruido por las tropas del califa Abd al Raman, en su huída.
Ubaldo de Castro vadeó el portón y el rastrillo de entrada a la fortaleza y detuvo su montura en medio del patio de armas, junto al pozo. Descendió del caballo y examinó detenidamente los muros de su añorado hogar.
- Parece que tenemos mucho trabajo por delante... – se lamentó Ubaldo.
- Sí, pero Nivaria vuelve a ser nuestra. – afirmó sonriendo Nuño Pérez.   







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940 Annus Domini




Era aquella una calurosa noche de finales de mayo. Ubaldo de Castro y su reciente esposa Oneca, hija del conde gallego Don Mariano, yacían desnudos sobre la cama de su estancia conyugal ubicada en lo más alto de la torre del castillo de Nivaria.
Habían contraído matrimonio en Lugo unos meses atrás, y fue el propio rey Ramiro quien concertó el enlace como forma de premiar a Ubaldo por la valentía y el arrojo mostrados en la batalla de Simancas y con el fin de procurarle un ascenso entre la nobleza del reino.
Oneca era una hermosa joven de largos y oscuros cabellos, poseedora de una piel blanquísima salpicada de pecas y lunares. Sus pechos eran grandes y firmes, sus caderas rotundas y su timidez incalculable.
- No llores más, por favor, Oneca, el rey me lo ha pedido y no puedo hacer otra cosa… Es mi deber.
- Y lo entiendo, Ubaldo, pero…
- Tan sólo serán unas semanas, te lo prometo…
- ¿ Y si no vuelves ?
- No temas, volveré – aseguró Ubaldo acariciando la mejilla de su mujer.

Ramiro II, tras la victoria del año anterior en Simancas, había emprendido una labor repobladora de considerable magnitud, pretendiendo hacerse con el control efectivo de todas las tierras al Sur del Duero, centrando su esfuerzo en Ledesma y el valle del Tormes por el Oeste y la estratégica plaza de Sepúlveda en el Este.
Los colonos provenientes de los territorios cristianos no eran suficientes para repoblar tan vasta extensión de terreno, por ello, el rey había decidido enviar una algarada en busca de mozárabes dispuestos a emigrar desde Al Andalus hasta el Norte cristiano. Obviamente, se les ofrecía multitud de prebendas, tierras de cultivo y todo tipo de ventajas fiscales para incentivarlos a dar el paso.

A la mañana siguiente, todo estaba ya preparado para comenzar el viaje. Unos veinte hombres perfectamente armados y equipados formaban la comitiva. Entre ellos se encontraba Juan de Wamba, que había llegado la noche anterior desde la capital del reino y que charlaba de forma distendida con su amigo Ubaldo a las puertas del castillo.
- Es una suerte que el rey Ramiro te diera permiso para venir con nosotros.
- Al principio se mostró reacio a mi petición, pero la insistencia, a veces, obtiene sus frutos…
- Me alegro por ello; además, no nos vendrá nada mal tener un seglar entre nosotros para convencer a nuestros hermanos de Fe de que lo mejor es que abandonen tierras sarracenas y se unan a nosotros.
- No tenemos que convencerles de nada. Sin duda sus vidas aquí serán mucho mejor que las que llevan allí, sometidos a los designios de los infieles. En cuanto conozcan las ventajas que les ofrece nuestro monarca lo dejarán todo y se vendrán con nosotros. El único motivo por el que no abandonan sus hogares y huyen al Norte es por un atávico sentimiento de apego terrenal hacia el solar de sus ancestros.
- Espero que así sea y hagamos efectiva la repoblación hasta las montañas del Sur.- concluyó Ubaldo alzando la mano y despidiéndose con una mirada de su esposa que, asomada a la ventana más alta de la torre del homenaje, le lanzó un beso que se perdió en el aire.
Salieron por la Puerta del Arrabal o Puerta Grande y pusieron rumbo a la recién repoblada y fortificada Sepúlveda, para desde allí adentrarse en tierras toledanas, territorio nunca del todo sometido al dominio musulmán y lugar que creían más propicio para alcanzar en el menor tiempo posible su arriesgado objetivo.
Pasaron por la villa de Cuellar a mediodía. Allí les hicieron saber que muchos de sus antiguos moradores musulmanes, con los que convivieron años atrás, cuando aquella zona era considerada tierra de nadie, habían partido hacia el Sur, dejando la población en manos de los cristianos.
Tras adquirir unas pocas provisiones, continuaron su periplo hacia la villa de Sepúlveda, la cual avistaron al caer la tarde, alineada a lo largo de un promontorio de ligera pero ascendente pendiente y rodeada de profundos cañones atestados de buitres.
Allí les recibió el Abad Paulino, hermano del anciano noble castellano Don Elpidio, encargado de la administración de la plaza y de la recaudación pecuniaria para su completa fortificación.
Fueron alojados en un antiguo pero remodelado palacete romano, que aún conservaba ricos y coloridos mosaicos de su época de construcción, la mayoría con motivos geométricos, aunque unos pocos, de menores dimensiones, representaban escenas mitológicas. Los vivos colores de las paredes de la antigua mansión romana habían sido cubiertos por una fina y homogénea capa de estuco, dotando al edificio de mayor sobriedad. Todas las estancias daban a un patio interior porticado, en cuyo centro se disponía un gran aljibe con unos cuantos nenúfares flotando en el agua.
- Mañana atravesaremos las montañas y nos adentraremos en territorio enemigo.- comentó Ubaldo a su lugarteniente Nuño Pérez mientras paseaban por el atrio del patio.
- He oído que los sarracenos están construyendo una impresionante fortaleza un par de días hacia el Este de aquí. Tal vez sea mejor no acercarnos mucho por allí o por Medinaceli, el número de efectivos de que dispongan en esa zona puede ser muy elevado.
- Sí, yo también lo he oído y ya he pensado en ello. Iremos hacia Masdrit y de allí a las inmediaciones de Toletum.
- Lo mires por donde lo mires, nos estamos jugando el pellejo.- aseguró Nuño Pérez.
- Lo sé, Nuño, pero son órdenes del rey y es nuestro deber.

Al atardecer del segundo día de marcha se toparon con las impresionantes moles de granito que conformaban el Guadarrama, las montañas que precedían a al Mansa, La Mancha para los cristianos, que significaba La Gran Llanura, y decidieron detenerse para comenzar la ascensión con los animales descansados ya al día siguiente, jornada que ocuparon por completo en tal menester.
El terreno, siempre descendente hasta Masdrit una vez atravesada la cordillera, presentaba, sin embargo, suaves lomas diseminadas por todo el paisaje.
Transitaban sin contratiempo alguno en su tercer día de viaje por aquellos parajes reverdecidos por las copiosas lluvias de mayo, cuando les salió al paso un inesperado escuadrón de reconocimiento sarraceno, de unos cincuenta individuos a caballo, que rodearon de inmediato y comenzaron a saetear con precisión maestra al sorprendido contingente cristiano, cuyos miembros, en un primer instante, se protegían con los escudos del aluvión de flechas y viraban constantemente en zigzag para no presentar un blanco inmóvil.
- ¡ Hay que cargar rápidamente contra uno de sus flancos y huir, no tenemos otra posibilidad, nos superan en número ! – sugirió Nuño Pérez.
- ¡ Todos a mi diestra ! – ordenó Ubaldo - ¡ Al ataque !
Arremetieron contra el flanco derecho de la formación sarracena sin compasión alguna, dispuestos a abrir un hueco en las filas enemigas por el que poder escapar a galope hacia las montañas. El encontronazo fue directo y brutal. Algunos caballeros cristianos cayeron segundos antes al suelo víctimas de las últimas flechas lanzadas por los andalusíes hacia los que dirigían el embate, que una vez en la lucha cuerpo a cuerpo fueron abatidos por las lanzas y espadas de los leoneses en su feroz descarga, consiguiendo romper el cerco y tiñendo de sangre la verde pradera manchega.
Daban éstos ya la espalda al resto del destacamento musulmán, retirándose velozmente hacia el Norte, cuando un postrero y desesperado dardo alcanzó al caballo que montaba Juan de Wamba, hiriendo mortalmente a la bestia y haciendo perder el equilibrio al cronista real, que se precipitó contra unas rocas tras un brusco escorzo del animal.
- ¡ Juan ! – gritó Ubaldo, deteniendo su montura, al ver a su amigo golpearse contra las enormes piedras.
- ¡ No podemos detenernos ahora, nos matarán a todos ! – reaccionó Nuño Pérez.
- ¡ Juan ! ¡ No ! – volvió a exclamar Ubaldo lleno de rabia, esta vez espoleando su caballo mientras se alejaba.
Juan yacía en el suelo, inconsciente por el fuerte impacto recibido en la cabeza y abandonado totalmente a su suerte…

Unas horas más tarde y ya en las estribaciones del Guadarrama, los once hombres que componían la mermada expedición leonesa, entre ellos, Ubaldo de Castro y Nuño Pérez, se detuvieron un instante para calibrar la distancia que les separaba del contingente enemigo con el que habían peleado; pero, al parecer, éste no se había tomado la molestia de seguirlos ni siquiera hasta la frontera natural que conformaba la sierra. Así pues, el peligro había pasado.
- No debía haber venido con nosotros…- argumentó Nuño Pérez refiriéndose a Juan, entre el lamento y la reprimenda, sin dejar de otear el horizonte.
- ¡ Cállate ! – le ordenó Ubaldo con los ojos vidriados por la ira.- ¡ Cállate !






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Juan de Wamba entró en Qurtuba por la Puerta de Almodóvar, procedente de Tolaytulah, al sexto día de su captura, custodiado por cuatro soldados del ejército andalusí, sucio, abatido y con un fuerte vendaje en la cabeza.
Se adentraron, sin apearse de sus monturas, en el populoso barrio de la judería por la que parecía ser su arteria principal, pasando junto a la espléndida Sinagoga y esquivando como podían a la multitud de personas que se agolpaba entre aquellas estrechas callejuelas y que miraban con desprecio al fugitivo y a sus captores.
Minutos después desembocaron en el impresionante complejo del alcázar califal, frente a la gran Mezquita Aljama, construcción que asombró sobremanera al fatigado monje cristiano. Una vez dentro de las dependencias de la fortaleza, fue conducido a las mazmorras, donde lo encadenaron con grilletes.
En aquellos lúgubres, húmedos e inmundos calabozos, se enteró, unos días más tarde, por medio de algunos mozárabes presos por exaltación de su fe en público, de la decapitación y crucifixión de al Tuyibí y al Mumín ordenada por Abd al Raman III, al considerarles culpables de la derrota de Simancas y de cómo, tras la ejecución, fueron expuestos a la entrada de la ciudad con la cabeza clavada en una pica a pocos palmos del cuerpo, para que aquello sirviera de ejemplo al resto de ciudadanos de lo que Córdoba hacía con los traidores y los cobardes.
- Estuve en Simancas, pero no luché en la batalla, tan sólo recogí lo ocurrido en una crónica.- explicaba Juan al grupo de harapientos y demacrados mozárabes con los que compartía la celda.
- Así que eres un monje cronista.- se asombró el más joven de ellos.
- El caso es que al Tuyibí y al Mumín eran muladíes – interrumpió otro retomando la conversación – y creían que porque sus antepasados abrazaran el Islam tras la conquista serían tratados como los nobles y emires venidos de Arabia y Siria, y se equivocaban, puesto que de hecho siempre han estado y estarán muy por debajo de ellos en la escala social, incluso de los beréberes…
- Bueno, pero no sólo ellos fueron crucificados; ahorcaron a más de trescientos generales, la mayoría oriundos de las Marcas, igualmente por supuesta deslealtad. Fue una auténtica masacre fruto de la ira de ese califa desequilibrado.- resaltó un tercero.
- Sí, las Marcas son territorios complejos, difíciles de someter del todo desde aquí, desde Córdoba.- cavilaba otro de los mozárabes, de escasa estatura y extrema delgadez.
- Aún así, vosotros preferís conservar  la verdadera fe, la de vuestros ancestros, incluso en plena capital del reino, y eso que conozco cristianos andalusíes emigrados a los reinos cristianos por no poder practicar su religión aquí.- comentaba Juan.
- Nosotros creemos en nuestro Dios, Él nos salvará…
- Así que eres un monje versado…- reiteró el mozárabe más joven.
- Puedo decir que sí.- le respondió sonriendo Juan.
- ¿ Sabes tocar instrumentos, componer música y versos ? – le preguntó otro, de mayor edad y larga y espesa barba blanca.
- Sí.
- Entonces, a la más mínima ocasión que tengas, haz saber a todos los guardias que eres un afamado músico y que conoces lenguas de muchos y variados lugares; de esa manera serás vendido a muy buen precio como esclavo e irás a parar al seno de alguna familia pudiente y vivirás sin privaciones.
- ¿ Como esclavo ? ¡ Ni hablar ! ¡ Yo nunca seré un esclavo !
- ¿ Prefieres acaso la muerte ? – interrogó el anciano con vehemente gesto señalando con ambos brazos extendidos las cuatro oscuras y mugrientas paredes de la celda.

La accidentada y en parte fracasada expedición leonesa en busca de mozárabes para repoblar las nuevas tierras conquistadas, con Ubaldo de Castro al frente, regresó a Nivaria ocho días después de la escaramuza con el destacamento de caballería ligera sarraceno.
Traían consigo una caravana de poco más de cien mozárabes reclutados en pequeños enclaves de la falda Norte de la sierra, a los que se les distribuiría entre el valle del Tormes y los alrededores de Sepúlveda, previa entrega del prometido lote de tierras para su cultivo.
- Debí hacerte caso, Oneca, jamás debí haber ido más al Sur de la cordillera…- se lamentaba Ubaldo sentado junto a su esposa en el salón principal de la torre del castillo.
- Tenía la certeza de que algo nefasto ocurriría… Pero al menos tú has regresado sano y salvo.
- Ya, pero he perdido la mitad de mi hueste y entre ellos a Juan, que no era uno de mis hombres de armas, sino el cronista del rey Don Ramiro…
- ¿ Crees que caerás en desgracia por ello ?
No lo sé, Oneca, ni siquiera sé si Juan está vivo…
-No desesperes, querido, el Señor te iluminará y te mostrará cómo resolver tan complicada situación.
-Eso espero, Oneca, mi cielo, mi amor, eso espero…

Una mañana del mes de agosto, dos carceleros irrumpieron en la celda en la que se hallaba Juan de Wamba. Echaron un breve vistazo a los famélicos y desaseados presos y preguntaron quién de ellos era el monje cristiano.
- Yo soy.- afirmó Juan incorporándose fatigosamente. Los dos meses de cautiverio habían hecho mella tanto en su cuerpo como en su espíritu.
- ¡ Ven con nosotros ! – le ordenaron los guardias propinándole un fuerte empujón que casi lo devolvió de nuevo al suelo.
Fue conducido a través de largos y estrechos pasillos a una estancia en la que le esperaba Muhamad al Fatí, alguacil mayor de la prisión del alcázar, un hombre grueso, de nariz y orejas enormes, ataviado con riquísimas y amplias telas de vivos colores con las que intentaba en vano disimular su obesidad.
- Así que tú eres el sabio rumí del que hablan los otros presos…- comentó el alguacil en romance, lengua conocida y hablada en Al Andalus por la mayoría de la población a pesar de los intentos de las clases altas por imponer el árabe.
- Tan sólo soy un monje que enseña lo poco que sabe a los demás…
- Sí, pero un monje poeta y músico según dicen… Ganaremos un buen puñado de dinares contigo en el mercado de esclavos de mañana.- se jactó al Fatí con la codicia reflejada en sus ojos.- ¡ Aseadlo y vestidlo en condiciones y dadle algo de comer, que parece un mendigo ! - ordenó el alguacil.- ¡ Mañana tiene que estar presentable !
Al día siguiente, ya convenientemente acicalado para la ocasión, Juan de Wamba salió del alcázar en compañía de otros presos, custodiados por más de veinte soldados, en dirección al zoco, donde se celebraba aquella mañana el mercado de esclavos. Dejaron el río Guadalquivir a un lado y ascendieron por la Medina hasta llegar a la abarrotada plaza, en la cual, compradores de los más diversos lugares de Oriente y Al Andalus se daban cita para adquirir la preciada mercancía.
Juan fue vendido, junto con Yahiza, una joven bailarina y cantante bagdalí, a un rico mercader sirio llamado Shalim ibn Yazid. Éste deseaba afincarse definitivamente en la capital del califato, tras muchos años recorriendo la ruta del oro sudanés, y necesitaba esclavos cultos capaces de administrar su vasta biblioteca y amenizar las lujosas veladas que tendrían lugar en su almunia, extramuros de la ciudad, en las calurosas noches del verano cordobés.
- Bien, Juan, ahora estás a mi servicio; espero que la importante suma que he desembolsado por ti haya merecido la pena y respondas a mis expectativas. Por lo pronto, te encargarás de la traducción de algunos volúmenes en latín y de la adquisición de interesantes novedades. Más adelante te confiaré otros menesteres más importantes… - le informaba el comerciante sirio en un deficiente romance a un desalentado Juan. – Por cierto, ¿ sabes tocar el laud ? – Juan respondió afirmativamente.- Me gustaría que acompañases a Yahiza en una recepción que daré esta noche a unos viejos amigos cordobeses con los que recorrí infinidad de veces la ruta del oro del Sudán.
Con notable desgana, Juan se inclinó para hacer una reverencia, dio media vuelta y se fue, acompañado por un guardián.

Aquella misma noche se celebró en la almunia de Shalim ibn Yazid, a un par de millas de la ciudad, junto al Guadalquivir, la más fastuosa fiesta que Juan había visto en su vida. Abundantes y sabrosos manjares copaban las mesas esperando a los más de cien comensales que allí se reunirían; intensos y embriagadores olores – vainilla y sándalo – impregnaban el aire creando un ambiente ensoñador y mágico. Llegada la hora, las luces se atenuaron y mientras unas esclavas terminaban de servir te a los invitados de Shalim, Juan comenzó a tañer el laud y la hermosísima Yahiza inició su danza en el espacio central del salón, despejado para la ocasión, suscitando la atención de los allí presentes que observaban sus movimientos y sobrenatural belleza totalmente hechizados.
Juan tocaba una rítmica melodía que la propia Yahiza le había sugerido para acompañar el baile, pero a la que no imprimía emoción alguna, sin saber que en aquel mismo instante, muy lejos de allí, al otro lado de la frontera, en la torre del castillo de Nivaria, su amigo Ubaldo rasgaba las cuerdas de su nacarado laud como cada vez que se sentía triste y afligido… Esta vez por la pérdida de un amigo…
- No te atormentes más, Ubaldo, nada de lo que ocurrió fue culpa tuya.- le consolaba Oneca, sabedora de lo que su esposo estaba pensando.
Ubaldo de Castro había dejado de tocar el laud y tenía la vista clavada en la luna llena que iluminaba la noche.
- ¿ Y si Juan estuviera vivo ?
- Eso no lo sabemos, pero si lo estuviera, ¿ no crees que daría una señal ?
- ¿ Y si no pudiera ? – respondió Ubaldo - De todas maneras, tengo que hacer algo, no puedo quedarme de brazos cruzados, la duda me está corroyendo las entrañas día tras día…
- Ya, pero ¿ qué podemos hacer ? ¡ No pensarás adentrarte de nuevo en territorio enemigo !
- No descarto ninguna opción; el rey lamentó mucho el suceso, yo diría que le incomodó bastante y tengo que buscar la manera de congraciarme de nuevo con él, y si para ello he de ir a buscar a Juan al mismo corazón de Al Andalus, lo haré.
- ¡ Pero es que no sabemos si está vivo ! – reiteró Oneca.
- Si no lo creemos es como si ya estuviera muerto…- sentenció Ubaldo.






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Alcanzaba el otoño su fin cuando Ishaq ben Natán arribó en Córdoba. Había cruzado toda Al Andalus hasta llegar a la capital del califato. Este enigmático judío traía desde Burgos lana y quesos de oveja que pretendía vender en el zoco cordobés o trocar por ricas telas con las que hacer negocio una vez de vuelta a la ciudad castellana.
Se hospedó en una humilde posada de la judería cordobesa, con la intención de pasar lo más desapercibido posible, ya que en ella se hospedaban personajes de la más diversa ralea y procedencia.
A la mañana siguiente, se levantó muy temprano y recorrió las intrincadas calles de la medina preguntando por el sirio Shalim ibn Yazid. A mediodía, un aguador del zoco le comentó que era muy probable que el mercader sirio se encontrara en el Hamman próximo a la Gran Mezquita, ya que solía acudir a éste prácticamente a diario. Y hacia allí se encaminó el judío.
Encontró los baños con algún que otro problema después de callejear por las laberínticas y estrechas vías de la medina y volvió a preguntar por el mercader en la entrada del Hamman, hallando una respuesta afirmativa.
Ishaq se acercó al sirio y le dirigió un respetuoso saludo, al que Shalim ibn Yazid respondió sorprendido.
- Mi nombre es Ishaq ben Natán y vengo de Burgos con el ánimo de vender mis mercancías en el zoco y adquirir otros productos con los que comerciar en mi tierra, pero también traigo un encargo que sin duda es un suculento negocio para un avezado mercader como tú.
- Di, entonces, de qué se trata, no deseo perder el tiempo con un pobre judío.
- Se trata de un esclavo de tu posesión, Juan de Wamba.
- ¿ Juan ? ¿ Y qué suculento negocio puede tener como objeto un esclavo de mi propiedad ?  
- Porque hay personas muy importantes dispuestas a pagar una buena suma por él…- afirmó Ishaq.
- Y ¿ Por qué tienen tanto interés esas personas por mi esclavo, si se puede saber ? – preguntó el sirio.
- Porque el monje Juan de Wamba era el cronista del rey Ramiro de León antes de ser capturado en una algara junto a Madrid y ser traído hasta aquí, donde tú lo compraste.
- ¡ No puedo creerlo, aunque pagué una cuantiosa suma por él, resulta que su valor real es aún mayor !
- Así es, y espero que sepas ver la oportunidad de enriquecerte con ello… Es una oferta difícil de rechazar.
- Habla, judío, cuál es el trato, soy todo oídos; pero te advierto que Juan es un esclavo muy útil y apreciado para mí, aunque lleve poco tiempo a mi servicio.
- Dos mil dinares y el Corán que el gran califa Abd al Raman perdió en la batalla de Simancas.
- ¿ Cómo, el Corán del Príncipe de los Creyentes ?
- Como lo oyes; ese libro es una auténtica joya y el valor sentimental que posee para el califa ha de ser inmenso… Sería un buen regalo… Seguro que el Gran Abd al Raman te estaría eternamente agradecido.
- ¡ Eres muy listo, judío, dile a ese rey que acepto el trato; con dos mil dinares podré comprar cuatro administradores como Juan… y no se recupera el Corán del califa todos los días ! – sonreía entusiasmado Shalim ibn Yazid mientras se secaba el cuerpo.

Dos días más tarde, Juan de Wamba e Ishaq ben Natán salían de Córduba por la misma puerta por la que el monje cristiano había entrado en la ciudad seis meses atrás, herido y derrotado. Seis duros meses de cautiverio y esclavitud.
El invierno se echaba encima y tendrían que darse prisa si querían atravesar las montañas del Guadarrama sin verse sorprendidos por la nieve y el mal tiempo.
- Aún no me explico del todo cómo pudiste dar con mi paradero y menos aún cómo lograste traer el oro y el libro hasta aquí sin levantar sospecha alguna – se preguntaba un sorprendido Juan encaramado en lo alto del carromato tirado por dos mulas que conducía Ishaq.
- Dar con tu paradero fue lo más fácil; ya en Masdrit y en Toletum me dieron noticia de lo ocurrido unos judíos locales y tampoco fue muy difícil pensar dónde iría a parar un prisionero de cierta importancia… ¡ En el mayor mercado de esclavos de occidente ! Lo más complicado fue traer el oro y el libro camuflados entre fardos de lana y quesos sin atraer la atención de curiosos. Por suerte, un comerciante judío goza tanto del desprecio de cristianos y musulmanes como de cierta libertad de tránsito entre las fronteras de ambos.
- Muchas gracias por todo, Ishaq, te estaré eternamente agradecido.
- No me las des a mí, tu rey y Ubaldo de Castro han sido los artífices de tu liberación, yo sólo aproveché mi viaje para ganarme unas piezas de plata adicionales, que me serán entregadas cuando lleguemos a Nivaria.
- Y ¿ cómo es que confiaron en ti para tal empresa ?
- No tenían muchas otras posibilidades; adentrarse en territorio enemigo para buscarte, sin saber si estabas vivo o muerto, hubiera sido un suicidio por su parte. De todos modos, mi mujer y mis hijos están en Nivaria en calidad de rehenes para asegurar que cumplo con lo acordado, aunque me consta que son tratados correctamente.
Tras unos segundos de silencio, Juan comenzó a reflexionar en voz alta:
- Realmente, y después de todo lo ocurrido, me siento un hombre afortunado. Me veía como un esclavo de por vida, un esclavo que tenía todo lo que necesitaba, comida, ricos vestidos, libros… pero al que le faltaba lo más importante… ¡ La libertad !
- En verdad que eres afortunado, sobre todo por tener tan buenos y altos amigos – concluyó el judío, y ambos se echaron a reír a carcajadas.

Atravesaron La Mancha sin contratiempo alguno, pero al cruzar la sierra del Guadarrama, una pertinaz lluvia embarró el paso de Tablada y tuvieron que aguardar tres días a que el firme drenase para poder proseguir su camino.
A las dos semanas de abandonar la capital del califato, se hallaban dispuestos a completar la última jornada del trayecto, entre Cuellar y Portillo.

La tarde caía y un viento frío comenzaba a arreciar. Los dos viajeros cubrían sus cuerpos con mantas de gruesa lana de tal manera que apenas se les veía el rostro. Charlaban, sin embargo, de forma distendida cuando, en lontananza, divisaron la silueta de la torre del castillo de Portillo. La conversación se detuvo y se hizo el silencio por unos segundos.
- Jamás pensé que volvería a ver Nivaria…- susurró con los ojos vidriosos el joven monje, tal vez recordando los meses vividos en Córdoba.
- Pues ahí la tienes – sonrió el judío.
Juan de Wamba saltó del carro, desembarazándose de la manta, y echó a correr en dirección a la principal puerta de acceso a la villa entre gritos y lágrimas de júbilo. 
Era libre y había vuelto a su patria.