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Saludos fans de la Ciencia Ficción!!!Me llamo Iván Avila y os doy la bienvenida a mi blog. En él encontraréis un espacio en el que compartir nuestras inquietudes, visiones y gustos sobre la Ciencia Ficción y la literatura Fantástica en general. Cada semana iré introduciendo un relato de cosecha propia, junto con comentarios sobre mis lecturas, recomendaciones, clásicos, novedades y demás historias.Espero que lo visitéis a menudo y paséis un buen rato leyendo y compartiendo conmigo nuestra pasión común por la Ciencia Ficción.

lunes, 10 de marzo de 2014

BOLSILIBRO Nº5: Bajo el yugo de la Media Luna (Parte I)

He aquí la primera parte de mi último bolsilibro hasta la fecha. Su extensión me ha hecho separarlo en dos partes para su cómoda lectura. Es sin duda la novela a la que más tiempo le estoy dedicando. Es una gran historia de guerra, lucha, amor, celos y muerte, ambientada en los primeros años de la conquista musulmana de la Península Ibérica. Espero que os atrape y la disfrutéis leyendo tanto como yo lo he hecho escribiéndola.



BAJO EL YUGO DE LA MEDIA LUNA.



PRÓLOGO.

 

Transcurría la segunda mitad del S.VIII. La Cordillera Cantábrica había caído bajo el control de grupos dispersos de nativos. El resto de la Península pertenecía, al menos nominalmente, al poderoso Califato de Damasco. Entre ambos se interponían lo que entonces se llamaban Campos Góticos, la cuenca del Duero.

 Los Campos Góticos no habían sido una frontera al uso, sino una región casi deshabitada que ninguno de los dos bandos tenía capacidad, ni interés, en repoblar. Un escudo. Un desierto estratégico.

En el año 711, un ejército bereber desembarca en Gibraltar. En el 714, es probable que tras saquear el castro cántabro de Peña Amaya, en la actual provincia de Burgos, todo tipo de resistencia visigoda al sur de los Pirineos haya sido liquidada.

Pero una conquista necesita asentarse y el dominio islámico no lo tuvo fácil en su primer siglo de existencia. Las crónicas islámicas nos hablan de infinidad de revueltas que se produjeron de forma constante prácticamente por toda la Península. Algunas de esas revueltas debieron tener un cierto éxito en el Norte, donde las crónicas del Reino de Asturias nos hablan de una batalla en Covadonga y las crónicas sureñas, no sólo islámicas, de una escaramuza en algún lugar indefinido del Norte.

Parece ser que, de alguna forma, un tal Pelayo consiguió aglutinar la resistencia en la zona oriental de la actual Asturias y probablemente también central. Después estableció una alianza con los pueblos cántabros, seguramente también en rebeldía, tras casar a su hija con Alfonso, hijo de un tal Pedro, Duque de Cantabria o Duque de los Cántabros.

A juzgar por las fuentes cristianas e islámicas - la lógica parece apoyarlo - esta alianza astur-cántabra sufrió un duro acoso desde el principio. Los invasores no querrían que quedara un posible foco de resistencia que pudiera extender la rebelión por el resto de la Península. Probablemente, Pelayo, Alfonso y sus fuerzas se dedicaron a recorrer las montañas huyendo de sus perseguidores, en una guerra de guerrillas, siendo Covadonga el incidente más reseñable de estas correrías.

Cuando Pelayo muere en el año 737, poco ha cambiado la situación. Lo mismo puede decirse del breve periodo de su hijo Favila, pero algo cambiará sustancialmente a partir del 739, cuando Alfonso, el hijo de Pedro Duque de Cantabria, suceda a Favila.

Hasta el 745, Alfonso I hostigaría las fortalezas gallegas y leonesas, principalmente Astorga. A partir de ahí, tras la retirada bereber hacia el Sur y las nuevas revueltas cristianas en la región de la que hablan las crónicas permitiría a Alfonso I hacerse con el control de la zona y desde 750-751 empezaría a realizar expediciones de saqueo por toda la Submeseta Norte.

Sabiendo imposible la ocupación de las fortalezas saqueadas, Alfonso I mataría a los musulmanes y se llevaría consigo a los cristianos, repoblando el Norte y creando un desierto estratégico difícil de atravesar por las fuerzas islámicas; téngase en cuenta que los ejércitos de la época vivían sobre el terreno: si no hay nadie a quien saquear, no hay comida y no hay avance.

Cuando alguien lee la palabra desierto tiende a pensar en el Sahara, pero el Desierto del Duero no sería, evidentemente, una gran extensión sin vida, sino una gran región deshabitada o prácticamente deshabitada. Sería un desierto, por lo tanto, creado de una forma premeditada por un hábil rey que, sabía, su joven reino necesitaba un buen escudo que le protegiera de las fuerzas islámicas una vez estas consiguieran finalizar su periodo de guerras civiles.

Con las campañas de Alfonso I, resulta razonable suponer que algunas personas le acompañaran de regreso al Norte, quizás huyendo del islam o por ser personas adineradas con miedo a futuros saqueos. Con los fuertes combates que a lo largo del S.VIII se produjeron en esa zona: guerras entre visigodos, invasión islámica, revuelta beréber, ataques astur-cántabros, sumados a la sequía de la que hablan las crónicas, es probable que efectivamente se produjera un fuerte descenso poblacional. Ante la imposibilidad de ambas potencias por extender su dominio sobre esta región, se formaría una especie de “tierra de nadie”, una “tierra sin ley” en la que campesinos armados vivirían sin señores ni eclesiásticos. Tierras poco pobladas por campesinos difíciles de saquear que quizás podrían justificar la expresión “desierto del Duero”.

Seguramente, estas tierras habrían desarrollado un poder político propio si no fuera por la presión disgregadora que sufriría tanto desde el Norte como desde el Sur. Es de esperar, en cualquier caso, que pudieran surgir especies de ciudades-estado de las que no sabemos nada. Sin ser un “desierto estratégico” esta especie de ciudades-estado formarían un obstáculo considerable a cualquier expedición lanzada desde el Sur, y  mirarían con hostilidad a cualquier intento norteño de absorción, lo cual podría explicar que el Reino de Asturias necesitara todo un siglo para asentarse en unas tierras que, parece ser, habían sido abandonadas por los islámicos y tan sólo visitadas para saquear y obtener botín.

Uno de esos enclaves no ocupados por invasores e invadidos fue Celióbriga, que al igual que muchos otros núcleos de población en la Meseta Norte de la Península, no se adscribía a ningún reino o estado. Se sabe que el caudillo militar de este castro, allá por el año 794 era un descendiente de hispanorromanos llamado Nelio, un gigantón de piel blanca y pelo cobrizo, al que en un futuro apodarían Matahombres, sobrenombre con el que pasaría a la Historia.

 

 

 

I

 

El otoño tocaba a su fin y el destacamento musulmán que asediaba Celióbriga se impacientaba. Nadie deseaba que se les echara el invierno encima en aquellas tierras del Norte de Hispania, y alguno de los generales ya había planteado la idea de levantar los dos campamentos que cercaban el castro y volver sobre sus pasos en dirección a las llanuras del Gran Río o Wadi al-kabir y aposentar allí sus cuarteles de invierno, donde la climatología era mucho más benigna.

La ciudad no se rendía. Sus habitantes habían hecho acopio de provisiones durante la primavera pasada y aún podrían resistir algo más de dos semanas, tal vez un mes.

En mitad del campamento sarraceno que cerraba el angosto valle, concretamente en la tienda reservada al general en jefe del ejército, Muhamad ibn Zayd, se reunían los militares de mayor rango del contingente musulmán para debatir la situación que les tenía anclados desde hacía meses en aquellas tierras tan al Norte de su lugar de origen.

-¿ Por qué serán tan tercos estos rumíes ? – se preguntaba uno de los generales sarracenos.

-Eso digo yo, ¿ por qué no se convierten al islam y se someten de una vez por todas bajo nuestro mando y así servirnos de apoyo en nuestro camino hacia el Norte, además de  tributarnos en condiciones favorables ? – cavilaba otro alto cargo musulmán.- No tienen otra opción.

-¡ Ahora no habrá piedad para ellos…! – concluyó exaltado un tercero apretando los puños y perdiendo su mirada agresiva en el fondo de la tienda.

-Un momento.- detuvo las disertaciones ibn Zayd. El general sarraceno era un árabe de mediana edad, ricamente vestido, de piel cetrina, espesa barba y ojos negros y profundos. - Se hace tarde; se nos viene encima el invierno. No nos demoremos más. El asedio se antoja largo con estos obstinados cristianos. ¿ Por qué no les proponemos una lucha de campeones y el que gane podrá exigir condiciones, bien de rendición, bien de levantamiento del cerco ?

- ¡ Es una idea disparatada ! - gritó uno de los generales.

- Sí, estoy de acuerdo contigo, es una propuesta un tanto descabellada, no creo que acepten.- opinó el más veterano de los allí presentes.

- Puede que así sea, pero ¿ por qué no intentarlo ? No perdemos nada con ello. Estas gentes son tercas y orgullosas. Enviaré un emisario para hacerles llegar nuestra propuesta… - planteó el general en jefe. – Quizá de esta manera evitemos la deshonra de levantar el cerco sin más…

-Sea. – asintieron todos al unísono tras unos segundos de silenciosa meditación e intuyendo que no tendrían muchas más opciones.

 

A la mañana siguiente, los habitantes de Celióbriga se despertaron en medio de un peculiar ambiente festivo. Engalanados con sus mejores trajes de vivos colores, una numerosa comitiva recorría las calles bebiendo caelia, tañendo panderetas y tocando flautas. Acompañaban a su caudillo y campeón hasta la puerta sur de la muralla. Por supuesto, los orgullosos moradores del castro habían aceptado el reto.

Entre gritos de ánimo, vítores y cánticos guerreros, Nelio salió del recinto amurallado y comenzó a descender hasta la llanada que la tarde anterior se había pactado como lugar del duelo. La estampa del caudillo de Celióbriga era impresionante: extremadamente alto y robusto, de cejas pobladas, mentón prominente y ojos hundidos como cavernas; algo tosco en sus formas, pero su sola presencia causaba verdadero temor; era un auténtico gigante. Al campeón hispano lo acompañaban dos hombres de las familias más relevantes de la polis, como eran Argentano y Turio, ambos de mediana edad y fiero aspecto guerrero, ensombrecido, sin embargo, por la corpulencia y la estatura de su caudillo.

Del campamento musulmán salieron igualmente tres hombres. Uno de los soldados sarracenos portaba un pendón triangular de color verde oscuro en el que se distinguían, en negro, letras en caracteres árabes. Otro de ellos, era un espigado hombre de avanzada edad, envuelto en una túnica de vivo azul. Entre ambos y caminando un paso por delante, se aproximaba el luchador sarraceno rival de Nelio.

Cuando los seis soldados se hallaron en medio del llano, el anciano bereber comenzó a hablar un latín un tanto extraño, pero que los tres celiobrigenses entendieron a la perfección: la lucha sería a muerte y el que ganase vería cumplido su deseo, bien de conquista, bien de retirada.

Dicho lo cual, los dos campeones tomaron sus armas y comenzaron el combate. Nelio portaba un escudo redondo de madera de roble remachado con piezas de hierro y un enorme y pesado hacha de doble filo, mientras que el campeón agareno cubría su cuerpo con una armadura ligera; en su mano izquierda sujetaba un largo escudo rectangular ligeramente curvado y con la derecha asía una larga espada de un solo filo.

En un primer instante, ninguno de los dos combatientes se decidía a atacar; parecían estar estudiándose, controlando los nervios e intentando vislumbrar los posibles puntos débiles de su oponente. Ambos adversarios confiaban en sus posibilidades; Nelio era consciente de la mayor agilidad y rapidez de su contrincante, debido a su complexión física y tamaño, pero sabía que un golpe certero de su pesado hacha resultaría letal.

Nelio aguardaba paciente ese momento, mientras el soldado sarraceno comenzaba a impacientarse. Llevado por el ímpetu del nerviosismo, comenzó a descargar rápidos golpes de espada que, si bien Nelio no pudo esquivar, sí detuvo con el escudo. El agareno palideció turbado; era como si su espada hubiese chocado contra la dura roca…

Aterrado, el guerrero musulmán comenzó a dudar y no sabía si atacar a la desesperada confiando el Alá o tirar las armas al suelo y rendirse. Pero el combate era a muerte y no había lugar para esta segunda posibilidad.

Nelio esperaba una nueva embestida para poder asestar el golpe mortal. No cometería el error de atacar a su adversario y descubrir la guardia, puesto que él no era un guerrero rápido, pero sin duda era el más fuerte que jamás hombre alguno hubiera contemplado sobre la faz de la Tierra.

Finalmente, el campeón musulmán pronunció para sí unas palabras, una especie de rezo o invocación a su Dios y apretando con fuerza la empuñadura de su espada y alzando el escudo, se dirigió hacia Nelio, esta vez con un grito atroz mezcla de furia, rabia, temor y adrenalina.

Un giro lateral del hacha de Nelio, aprovechando la envergadura del gigantón hispano, hizo que el arma de Nelio impactara en el escudo del sarraceno antes incluso de que éste se aproximase a él, derribándolo de forma estrepitosa. El musulmán cayó aturdido tras el impacto y cuando quiso abrir los ojos para orientarse y restablecer su posición erguida, el hacha de Nelio caía desde el cielo para quebrarle en dos la cabeza y acabar con su existencia. Fue un golpe tan limpio que apenas salpicó sangre. Aún así, el hacha quedó incrustada en el cuerpo del guerrero sarraceno y Nelio hubo de pisarlo para hacer palanca y destrabar el arma.

Contempló el cadáver unos instantes, para acto seguido volverse hacia los otros dos musulmanes y decirles con mirada amenazante:

-Ya podéis levantar el cerco y volver a vuestras tierras, aquí no se os ha perdido nada…

-Así se hará- respondió el anciano bereber inclinando levemente la cabeza – pero la primavera que viene volveremos…- concluyó.

Dicho esto, los dos soldados norteafricanos asieron el cadáver por las manos y lo arrastraron camino del campamento principal.

 

 

 

 

 

 

II

 

A la mañana siguiente, los restos de los campamentos musulmanes que cerraban el valle en el que se asentaba Celióbriga, habían sido desmantelados por completo. Tan sólo se distinguía, a lo lejos, la polvareda que levantaba la impedimenta de la retaguardia del ejército sarraceno camino ya del Sur, de vuelta a sus hogares.

La noche anterior, Nelio había recibido el agradecimiento de sus conciudadanos, siendo felicitado y agasajado como el héroe que era, y no pudiendo evitar ser el centro de atenciones de la fiesta de la victoria frente al enemigo musulmán.

Pero esa misma noche Nelio ya estaba pensando en otras cosas más allá del triunfo.

-Habrá que preparar una batida de recolección y otra de caza antes de las primeras nieves.- le había comentado a Argentano entre sorbo y sorbo de caelia.- Las mujeres irán a recoger frutos y agua; nosotros nos encargaremos de cobrar buenas piezas…

-Está bien, tú disfruta de la fiesta homenaje, que yo me encargo de organizar todo lo necesario para partir mañana al alba.

De madrugada, oteando el horizonte, la batida de caza estaba ya presta para partir hacia los montes en busca de alimento. Las despensas estaban practicamente vacías tras meses de férreo asedio musulmán, pero por fin volvían a ser libres y a disponer de sus tierras como legítimos moradores. La mayoría de los hombres iba a pie, pues pocos caballos se habían salvado de ser devorados durante el asedio con el fin de facilitar la manutención de sus propietarios. Paralelamente a los hombres, un selecto grupo de mujeres se disponía a rastrear los alrededores de Celióbriga para recolectar frutos silvestres y raíces que completaran la dieta de los habitantes de la urbe.

Tan sólo un pequeño destacamento de soldados, los ancianos y las mujeres que tenían hijos lactantes a su cargo, permanecerían en la ciudad.

Caía la tarde cuando un grupo de diez celiobrigenses, conducido por Turio, se acercó hasta las ruinas de la antigua ciudad de Trámara para abastecerse de agua en una de las conocidas fuentes que nacían como por arte de magia en mitad de la llanada que precedía al abandonado castro vacceo. La caminata a pie los había fatigado.

Fue entonces cuando se dieron cuenta de que no estaban solos: cuatro monturas se hallaban detenidas junto al lienzo norte de la muralla del castro y unos metros más abajo, en lo que parecía ser la necrópolis de la población, los dueños de los animales se afanaban en excavar cada palmo de terreno en busca sin duda del rico ajuar funerario con el que muchos guerreros y jerarcas celtíberos habían sido enterrados muchos años atrás, antes incluso de la llegada de los romanos.

-¡ Ladrones de tumbas !

-¡ Y parecen sarracenos !

Antes de que los saqueadores se percatasen de la presencia de los celiobrigenses, Turio dispuso un plan: se harían primero con las monturas y después darían cuenta del enemigo. Los nativos eran más, iban bien armados y contaban con el factor sorpresa. Parecía una empresa fácil.

Y así lo hicieron. Mientras cuatro de ellos se apoderaban de los caballos, asiéndoles fuertemente de las riendas, intentando dominar su inicial rechazo, los seis restantes se interpusieron entre los animales y los ladrones de tumbas, avanzando hacia éstos con el mayor de los sigilos, en formación semicircular. Sin embargo, uno de los musulmanes se percató de la presencia de los hispanos y alertó, de viva voz, al resto de compañeros, que tras comprobar su inferioridad numérica y que el acceso a los animales se antojaba imposible sin presentar batalla, decidieron huir a pie, cada uno en una dirección.

No les fue difícil a los celiobrigenses darles alcance valiéndose de las monturas; y así, uno de los musulmanes cayó tras recibir un brutal y certero mandoble de espada descargado por Turio desde la elevada posición que le proporcionaba el animal, sin dar apenas tiempo a su adversario a escuchar el ruido de los cascos acercándose, girarse y desenvainar el arma; mientras, el resto de ladrones ya habían sido abatidos sin piedad por las saetas de los otros celiobrigenses que  montaban a caballo.

Tras acabar con los sarracenos, los hispanos recuperaron las piezas de orfebrería y armas extraídas por los ladrones de tumbas y procedieron a enterrarlas de nuevo. El respeto a los muertos y la superstición actuaban como poderoso elemento disuasorio si alguno de los hispanos había pensado en algún momento quedarse con algo de lo recuperado.

Una vez resarcida la ofensa, y agotado el día, decidieron acampar entre las ruinas de la antigua urbe vaccea para pasar la noche al abrigo de sus aún impresionantes murallas.

El grupo de Nelio regresó al tercer día de su partida bajo un pertinaz aguacero que embarraba todos los caminos. Traían consigo un buen número de piezas, entre las que se encontraban algunos jabalíes, gamos, corzos y una cantidad considerable de conejos, liebres, perdices y codornices. Las mujeres, por su parte, ya habían hecho acopio los días anteriores de miel, castañas, frutos y raíces con los que llenar las mermadas despensas de sus hogares. Todo parecía volver a la normalidad después de meses de duro asedio y el sentimiento de alegría y bienestar se reflejaba en el rostro de los habitantes de Celióbriga. La llegada de Turio y sus nueve acompañantes sirvió de colofón a tan provechosos días puesto que aportaban a la causa los cuatro caballos arrebatados a los ladrones de tumbas musulmanes.

-Aún necesitamos muchos más caballos; así no podremos hacer frente a los sarracenos cuando regresen en primavera… – se lamentaba Nelio.

-Es cierto, tendremos que comprarlos en alguna ciudad del Norte y traerlos hasta aquí, con el peligro que eso conllevaría.- apuntó Turio.

-Más difícil será comprarlos que traerlos… Nuestras arcas están vacías…

Pero la suerte sonreía aquellos días a la ciudad de Celióbriga y a sus habitantes.

Un numeroso grupo de unas cuarenta personas, seis carros y veinte animales hizo su aparición horas más tarde por la entrada Sur del valle. Los vigías dieron de inmediato la voz de alarma. Desde lo alto de las murallas, Nelio y sus vecinos observaban expectantes.

-No parecen soldados sarracenos. - apreció Argentano, que contemplaba la escena junto a su caudillo.

-No, parecen más bien comerciantes… Tal vez judíos… Aunque llevan una importante escolta que sí parece agarena.

-Sí, serán alrededor de diez hombres a caballo los que custodian los carros con las mercancías; sin duda mercenarios.

 - Dejemos que se acerquen y sepamos quiénes son y qué se les ha perdido por estos lares.

Cuando la inesperada comitiva se acercó a menos de cien pasos de la puerta principal de la ciudad se detuvo en seco, y uno de ellos, un anciano ricamente vestido, de larga barba y estilizada figura, se adelantó e interpeló en un latín un tanto peculiar que su deseo era hablar con el gobernador de la plaza.

Nelio hizo una señal a los centinelas para que abriesen el portón de entrada y dejasen pasar al anciano. Éste, sin reparo alguno, se introdujo solo dentro del perímetro amurallado y avanzó hasta encontrarse de frente con la impresionante estampa del caudillo celiobrigense, escoltado por Turio y Argentano.

-Saludos, mi nombre es Yunnus ben Labrat, y tengo el honor de hablar en nombre de mis compañeros para realizar una humilde petición a esta amistosa ciudad.

- Te escuchamos, anciano.- respondió Nelio tendiendo las manos hacia delante como claro gesto conciliador.

-Somos un grupo de comerciantes emeritenses, judíos y cristianos, que viajamos hacia el Norte, hacia Asturias, con la esperanza de ser acogidos por el rey Alfonso y poder asentarnos allí en paz y libres de onerosos impuestos y vejaciones que sufrimos por parte de las élites sarracenas. Cada día son más intransigentes con aquellos que profesamos otras religiones y han convertido nuestros prósperos negocios en blanco de sus iras y corruptelas. Si no queríamos acabar pidiendo limosna sólo teníamos una salida: emigrar.

El anciano Yunnus hizo una pausa en su discurso para tomar aliento. El cansancio del viaje y el desánimo de la situación acentuaban su ya de por sí avanzada edad. Sin embargo, se podía apreciar, por su forma de mirar y expresarse, que se trataba de un hombre decidido y extremadamente culto.

-El invierno se nos ha echado encima. Nuestro viaje ha sido más lento y penoso de lo esperado. Hemos tenido que esquivar patrullas sarracenas. Pasamos las noches a la intemperie ateridos de frío y empapados por la lluvia. Hemos perdido algunos niños y mujeres en el camino víctimas de las inclemencias y la falta de salubridad. Esta mañana decidimos entre todos solicitar alojamiento en la primera ciudad que se nos presentase para pasar en ella la época de frío y nieves… y aquí estamos…- terminó con una lacónica sonrisa.

Nelio sopesó por unos segundos la respuesta.

-Está bien, seréis alojados en el interior de las murallas. Tenemos víveres suficientes para pasar el invierno, y no creo que treinta o cuarenta individuos más nos suponga un grave problema de abastecimiento. Por supuesto, debéis pagar un tributo justo por ello, a la vez que contribuiréis en cualquier otro aspecto cotidiano de la ciudad, bien de defensa o mantenimiento de infraestructuras. Los miembros de vuestra escolta irán desarmados mientras estén dentro de las murallas y les serán devueltas las armas cuando marchéis o bien si se presenta la oportunidad de luchar contra algún enemigo. Si desean conservar sus armas, se establecerán fuera de las murallas.

-Me parecen unas condiciones razonables. Permitidnos descansar ya esta noche dentro de los muros de la ciudad y mañana trataremos más detenidamente los pormenores del pacto de hospitalidad.

-De acuerdo, mañana charlaremos con más calma sobre el asunto. Argentano os acomodará en la parte Este de la ciudad.- Nelio dirigió la mirada hacia Argentano que asintió como si supiera de sobra cómo debía realizar aquel cometido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

III

 

El anciano Yunnus se despertó con las primeras luces del alba. Tenía el cuerpo dolorido aunque había descansado como no lo hacía en meses. Jornadas enteras caminando sin descanso bajo el frío y la lluvia habían afectado tanto a su mente como a su vetusto cuerpo. Se despejó lavándose la cara con el agua de una tinaja y se puso de inmediato el sayo de lana. Salió de la cabaña en la que había sido alojado y se fue al encuentro de Nelio, tal y como habían acordado la tarde anterior. La niebla era espesa; el frío intenso. Pensó que habían acertado al tomar la decisión de pasar en Celióbriga el crudo invierno mesetario camino del ansiado Norte. Resultaba una temeridad querer atravesar las montañas con tamañas inclemencias acarreando enseres, mercadurías, bestias, niños y mujeres. Esperarían sin duda a la primavera.

En el trayecto hasta la casa del caudillo celiobrigense le extrañó ver tan temprano  mujeres ya afanadas en las labores y quehaceres cotidianos: unas ordeñaban cabras; otras salaban la carne obtenida de la caza para su posterior conservación en almacenes comunales y bodegas. Pero aparte de ellas, tan sólo los vigías de las puertas y la muralla se hallaban despiertos.

A unos diez o quince pasos de la casa de Nelio, la luz de la mañana ofreció al anciano judío la formidable estampa del caudillo celiobrigense. Éste, de espaldas al visitante, apuraba un cuenco de leche cuando se percató de la presencia del anciano. Se giró, alzó la mirada y sonrió al judío Yunnus mientras le estrechaba la mano.

-Ayer hablé con mis compañeros de viaje. Todos creen que éste es un buen lugar para pasar el invierno. Como justo tributo a vuestro alojamiento y protección, aportaremos a la comunidad ropas y mantas de lana, calzado y piezas de cuero, así como utensilios y recipientes de barro y metal. De igual forma, la escolta agarena a nuestro servicio, estará dispuesta a ayudaros contra cualquier amenaza externa, aunque con estos rigores invernales dudo que tropa alguna se aventure a realizar una expedición por estos lares. Varios de nosotros, entre ellos mi propia hija Raquel, estamos dispuestos a enseñar a vuestros niños los rudimentos de la escritura y otras ciencias, si así lo deseáis y creéis conveniente…

-Está bien.- le detuvo Nelio.- Todo eso está muy bien, pero nos hacen falta otras cosas…

-¿ Otras cosas ?  ¿ Qué más podemos ofrecer ?

-¡ Caballos !

- ¡ Pero, eso es imposible, no podremos continuar nuestro viaje sin ellos ! – se alteró el judío.

- Nadie ha dicho que vayáis a prescindir de ellos en vuestro camino hacia el Norte, tan sólo que no serán vuestros caballos. Varios de los nuestros os acompañarán hasta las tierras del rey Alfonso y después regresarán con los animales a Celióbriga…

El anciano Yunnus mantuvo la mirada del gigantón celiobrigense durante unos segundos para finalmente agachar la cabeza y asentir tenuemente.

-Está bien, me temo que no tenemos otra elección…

Tras un breve apretón de manos, el anciano mercader, visiblemente abatido, se encaminó de nuevo hacia la parte Este de la urbe para comentarles a sus compañeros los términos y condiciones de su estancia en Celióbriga. 

Todo lo tributado por los comerciantes judíos y cristianos del Sur fue distribuido de forma igualitaria entre las familias celiobrigenses; mientras que la veintena de caballos fueron adjudicados de manera individual a veinte de los guerreros más destacados de la ciudad para su adiestramiento, cuidado y manutención.

A los nuevos habitantes de Celióbriga, se les entregó sacos de grano, carne en salazón, frutos desecados y leña. También les proporcionaron unas grandes tinajas en las que almacenar el agua que los lugareños obtenían del río cercano a la ciudad. Los comerciantes dispondrían sin duda de lo más básico para subsistir durante el crudo invierno; aún así, no podían evitar echar de menos su Emérita natal, en la que disfrutaban de un mejor clima, así como de baños públicos, teatros y otros lugares de encuentro en los que fomentar las relaciones personales, el comercio y la actividad general de la urbe, incluso bajo dominio musulmán. Pero las cosas habían cambiado mucho en el Sur últimamente y aquello era la ruda tierra de nadie, donde la autarquía y la precariedad eran la nota dominante.

Una mañana Nelio conoció a Raquel, la hija de Yunnus. Paseaba el caudillo celiobrigense por la ciudad, escuchando las opiniones y peticiones de la población sobre temas relacionados con la urbe, tales como el abastecimiento y reparto de enseres y vituallas de primera necesidad o disputas entre vecinos, cuando se acercó hasta la barriada Este, en la que se hallaban instalados los comerciantes emeritenses. Allí, en el pórtico de una modesta casa, la vio por primera vez. La joven impartía clase a unos niños, algunos judíos, otros celiobrigenses, intentando enseñarles nociones básicas sobre escritura y matemáticas. La hija del comerciante Yunnus era una muchacha de mediana estatura y voluptuosas formas, de piel morena y rizada melena azabache que le llegaba casi hasta la cintura. Sus ojos eran grandes y almendrados, adornados por larguísimas pestañas; sus labios carnosos, y sobre sus pómulos se desperdigaban multitud de pequeñas y graciosas pecas. Al percatarse de la presencia de Nelio, alzó la mirada y se quedó paralizada durante unos instantes, interrumpiendo la animada explicación y haciendo que los niños mirasen también al gigantón celiobrigense.

-No pretendía molestar. – se disculpó Nelio.- Tan sólo me sorprende que una mujer posea tales conocimientos y además sepa transmitirlos con tanta naturalidad…

-Comprendo que te extrañe, las cosas aquí son muy distintas a las de Emérita; allí pasaría inadvertida como una simple institutriz judía.- contestó Raquel con el mayor de los desparpajos.

- Tal vez yo también necesite aprender conocimientos sobre esas ciencias…- mintió Nelio, que había sido educado en su niñez por monjes mozárabes de Mazote.

-¿ Quieres que te de clases ?

- Eso es.

Nelio y Raquel se miraron fijamente durante unos segundos y sonrieron. Había algo especial en aquella mirada; sus ojos tenían un brillo singular que delataba una incipiente atracción…    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IV

 

El invierno transcurrió sin sobresalto alguno. Otros años, por aquellas fechas, ya habían perdido algún anciano por enfermedad respiratoria o recién nacidos por complicaciones en el parto, agravadas por los rigores de las estación. Pero aquel año no; sin duda la suerte seguía de parte de los celiobrigenses.

Durante aquellos meses, Raquel y Nelio afianzaron su amor. Lo que empezó siendo un tímido coqueteo acabó convirtiéndose en una pasión desenfrenada que ni el frio invierno pudo congelar. La amistad entre Nelio y Yunnus creció paralela a la relación que su hija mantenía con el caudillo de la ciudad, viéndola el viejo comerciante con buenos ojos, pese a que Nelio no era judío, y permitiendo que ambos se viesen con total libertad.

Entre tanto, los primeros indicios de la primavera hicieron su aparición. Poco a poco, algunos tibios rayos de sol calentaban las mañanas de la meseta y deshelaban las nieves más cercanas a los cauces de los ríos.

Pronto, muy pronto, en cuanto los pasos de montaña se vieran libres de la abundante nieve caída meses atrás, los comerciantes andalusíes empacarían sus pertenencias y proseguirían su camino hacia el Norte. Pronto, muy pronto, Raquel partiría con los suyos al reino de Asturias… O tal vez no…

A media tarde de un templado día primaveral, Nelio y Raquel se encontraban paseando por el exterior de las murallas de Celióbriga cogidos de la mano. Caminaban cabizbajos; unas gotas de melancolía impregnaban la escena. Sabían que tendrían que tomar una complicada decisión, en especial Raquel.

-¡ Quédate conmigo! – le sugirió Nelio rompiendo el silencio.

- No hay cosa que desee más en esta vida, Nelio, pero mi padre…. Está viejo y cansado y pronto le llegará su hora… No quiero dejarlo solo en los que sin duda han de ser sus últimos años… Jamás me lo perdonaría. ¿ Me comprendes ?

-Claro que lo comprendo, pero no me hago a la idea de tener que separarme de ti… Sabes que podéis quedaros aquí, ya lo he hablado con tu padre, aunque el muy terco se empeña…

-Sí, ya lo sé; éstas no son tierras seguras ni para vivir, ni para comerciar, y mi padre es un comerciante y morirá siendo comerciante… No entiende otra forma de vida…

-Dime, al menos, que volverás.

-De eso puedes estar seguro, mi corazón te pertenece y siempre estará a tu lado, incluso en la distancia.

Una breve y esperanzada sonrisa acudió a los labios de Nelio, que la abrazó lentamente, estrechándola contra su robusto cuerpo.

El Sol apenas se vislumbraba ya en el horizonte cuando los dos enamorados atravesaron las puertas de la ciudad. Frente a la casa de Yunnus ben Labrat, Nelio se despidió de Raquel con un tibio beso en la mejilla de la joven y hermosa judía. El anciano Yunnus, les observaba agazapado tras la cortina de entrada a la vivienda.

Cuando Raquel apartó con su mano la cortina para entrar en casa, se encontró con el rostro de su padre. Aunque la luz era escasa, el brillo de los ojos del anciano le delataba.

-¡ Padre ! ¿ Qué ocurre ? – se sobresaltó Raquel.

- Nada, hija. – mintió.

- ¡Oh, venga, por favor, dime de qué se trata!

El comerciante judío, titubeó, pero al final se decidió a hablar.

-Al veros juntos me habéis recordado a tu madre y a mí cuando éramos jóvenes.- esbozó una sonrisa que desmentían sus incipientes lágrimas.

Raquel hizo ademán de comenzar a hablar, pero Yunnus, alzando la mano, la contuvo y siguió hablando.

-Toda mi vida he decidido qué era lo mejor para mí y para mi familia, y creo no haberme equivocado demasiado. Ahora, aunque mis facultades físicas y mentales no son las mismas, no me darían derecho a comportarme de otra manera que no fuera la de seguir procurando lo mejor para los míos. Te he visto con Nelio, y cuando estás con él, en tus ojos se refleja la felicidad. Yo sé que debo ir hacia el Norte, a seguir haciendo lo que he hecho toda mi vida, lo único que sé hacer, pero sería muy egoísta si te hiciera partir conmigo…

-¡ Pero, padre! ¿ Quién le va a cuidar si me quedase? Yo también me debo a mi familia y por respeto he de quedarme a vuestro lado…

-¡Ay, mi preciosa hijita ! – exclamó Yunnus acariciando la cara de Raquel con gesto paternal.- Escúchame, el amor verdadero es difícil de encontrar y no ha de desperdiciarse así como así. Y no te preocupes por mí, aún estoy en condiciones de valerme por mí mismo.

-Pero…

-Nada de peros, ya lo tengo todo planeado; iré al Norte con el resto de comerciantes y nos estableceremos en tierras del rey Alfonso, pero vendré a visitaros cuando nos acomodemos allí  y el vecino agareno lo permita. Éstas son tierras peligrosas, pero sé que te dejo en buenas manos…

-Padre, yo…

-No se hable más, Raquel, me duele en el alma tener que separarme de ti, pero tu futuro está aquí, junto al hombre que amas.

Una amalgama de sentimientos encontrados se había adueñado de la estancia, pero ambos sabían que el destino les había otorgados caminos diferentes y que, muy a su pesar, cada uno debía seguir el suyo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

V

 

La boda se celebró unos días después, en una mañana soleada de primavera. Acompañaba el enlace una agradable brisa procedente de las montañas, hacia donde habrían de partir los comerciantes judíos tras la celebración.

La ceremonia fue oficiada por el propio Yunnus, improvisando el ritual de boda sefardí con los elementos de que disponía en aquella ciudad del Norte, tan ajena a los ritos y las costumbres judías. La joven emeritense lucía un traje largo, de tonalidades claras; llevaba el pelo recogido y adornado con vistosas flores. Por su parte, Nelio vestía su mejor pelliza de cuero y portaba las armas distintivas de jefe y caudillo de la ciudad.

Bajo un toldo sostenido por cuatro largas estacas, se situaron los nerviosos pero ilusionados contrayentes y el viejo comerciante, que portaba una copa de vino en la mano derecha. La inmensa mayoría de los habitantes de Celióbriga se hallaban presentes, engalanados con sus mejores vestidos y abalorios. Tras un breve discurso y una oración, ofreció el cáliz a la pareja y ambos bebieron de él. Acto seguido, Nelio sacó de un bolsillo de la pelliza un anillo dorado, que introdujo en el dedo anular de la mano derecha de una emocionada Raquel.

-Me eres consagrada por este anillo conforme a la Ley de Moisés y de Israel.- pronunció Nelio como Yunnus le había enseñado el día anterior.

Por último, el gigantón celiobrigense cogió la copa de vino y la estrelló contra el suelo, como mandaba la tradición.

Fue entonces cuando el resto de los asistentes al enlace estallaron en gritos de júbilo y  vítores hacia los recién casados, dándose a su vez abrazos y palmadas, formando una algarabía extraordinaria.

-¡Que corra el vino y la caelia! – gritó Turio.

Y comenzó la fiesta, que se alargó hasta bien entrada la noche.

 

A la mañana siguiente comenzaron los preparativos para la marcha hacia el Norte de los comerciantes emeritenses. Pero no todos partirían, ya que algunos, al igual que les ocurriera a Nelio y Raquel, habían encontrado pareja entre los muros de Celióbriga y habían decidido establecerse en la urbe desempeñando los más variopintos oficios.

Entrada la tarde, ya todo estaba dispuesto para la partida, que se demoraría hasta el día siguiente, para descansar una última noche en Celióbriga y comenzar la travesía con las primeras luces del alba. Estimaban que, a buen ritmo y sin contratiempo alguno, en menos de una semana alcanzarían los dominios del rey Alfonso.

Muchos fueron los que madrugaron para despedir a la comitiva de comerciantes sureños, ya que la mayoría de los celibrigenses había trabado durante aquel invierno una sincera amistad con casi todos ellos. Así, se sucedían las lágrimas y los abrazos, deseándose suerte unos a otros y un viaje sin sobresaltos.

-Buen viaje, Yunnus. Espero que la suerte te sea favorable en tierras del rey Alfonso.- se despidió Nelio de su suegro con un efusivo apretón de manos.

-Así lo espero.- respondió un tanto apesadumbrado el anciano judío.

Al intuir el motivo de su desdicha, el gigante celiobrigense miró hacia su mujer.

-No te preocupes por ella, la cuidaré y protegeré con mi vida.

-Lo sé, Nelio, pero me temo que ésta será la última vez que vea a mi queridísima hija y eso me llena de tristeza…

-No digas tonterías, Yunnus…- sonrió Nelio intentando animar al comerciante.

En aquel mismo instante Raquel se acercó a ellos y le pidió a Nelio que le dejara a solas con su padre. Éste accedió y se apartó lo suficiente para dejarles espacio a la solicitada intimidad de tan amargo momento. Padre e hija se abrazaron entre lágrimas.

-Cuídate, hija…

-Lo haré, padre…

-Y dame muchos nietos.

Por supuesto. Y no dude que los conocerá…

Se miraron a los ojos y esbozaron una leve sonrisa, máscara de la mentira y la compasión, pues ambos, en su fuero interno, tenían la certeza de que aquella sería la última vez que se verían.

A no más de diez metros, Nelio y Turio ultimaban los detalles de la expedición, que el caudillo celiobrigense había decidido que encabezara su más fiel y experimentado lugarteniente.

-Esperamos estar de vuelta en dos semanas como mucho. Evitaremos los caminos más transitados al volver, aunque llevemos con nosotros un número considerable de caballos y eso dificulte la marcha…- argumentaba Turio.

-No te preocupes, sabrás hacerlo muy bien; confío plenamente en ti. De tu éxito depende, en parte, la suerte de nuestra ciudad.- le animó Nelio.

Con estas palabras y un caluroso abrazo, ambos guerreros se despidieron.

Por la puerta Norte de la ciudad salió una numerosa comitiva formada por un total de media docena de carros, con sus correspondientes animales de tiro, una veintena de comerciantes a pie, la escolta de mercenarios muladíes y el grupo de guerreros celiobrigenses que traería de vuelta los caballos que Yunnus y Nelio habían acordado como tributo por la estancia invernal de los andalusíes.

Cuando ya sólo se divisaba a lo lejos las murallas de Celióbriga, Turio detuvo su montura y se giró para contemplar la estampa de su amada urbe. El bravo guerrero se apartó el oscuro y enmarañado cabello del rostro y fijó los ojos en las blanquecinas piedras de la cerca, que resplandecían allí, en medio de la nada, entre dos reinos que peleaban por conquistarse pero dejaban aquella tierra a modo de escudo protector, pisada, nada más, en su camino hacia la frontera enemiga en busca de botín o venganza y a la que tan sólo arribaban de vez en cuando proscritos de ambos reinos o colonos aventureros que arriesgaban su vida con la esperanza de encontrar un futuro mejor, más próspero pero incierto. Ellos habían decidido esa forma de vida; desde niños habían conocido el miedo a la llegada de tropas sarracenas o cristianas, pero según se hacían mayores, también crecía en ellos el valor por defender lo suyo: su vida, su tierra, su familia y su libertad.

El viento volvió a alborotarle el pelo y traérselo de nuevo a la cara. Lo apartó de sus ojos con la mano y dedicó una última mirada a la colina sobre la que se asentaba su ciudad natal.

-Ojalá todo esté igual cuando vuelva…- fue su velado deseo. Se giró, arreó su montura y se adelantó hasta encabezar de nuevo el grupo.

Avanzaron los dos primeros días de marcha por la amplia y desierta meseta que se extendía al Norte del rio Duero, parando apenas para abrevar agua, cazar alguna pieza y recolectar frutos silvestres. En su periplo hacia el reino asturiano se cruzaron con reducidos rebaños de ovejas, que sus cuidadores se afanaban en alejar de los extraños dirigiéndose a los montes y bosques cercanos o escondiéndolos en disimuladas cuevas que únicamente aquellos lugareños conocían. También se toparon con algún que otro eremita que sobrevivía en soledad hallando entre la exuberante naturaleza de la antesala de las montañas todo lo necesario para disfrutar de su retiro voluntario.

Al atardecer del tercer día, la comitiva avanzaba a ritmo pausado entre amenas y distendidas conversaciones. Fue entonces cuando vieron aparecer un grupo de hombres a caballo, fuertemente armados, que se interponía en su camino. Los mercenarios emeritenses que formaban la escolta se pusieron inmediatamente en formación, cubriendo ambos flancos de la comitiva; acudiendo los celiobrigenses a la cabeza de la misma, a la expectativa de lo que el pelotón de caballeros, al parecer, cristianos del Norte, hiciese. A simple vista, las fuerzas parecían equilibradas y la desconfianza, mutua.

La mesnada norteña se detuvo a unos cien pasos de la comitiva formada por los comerciantes judíos, la escolta andalusí y los guerreros celiobrigenses. Segundos después, uno de los caballeros cristianos se desmarcó del grupo y galopó hasta llegar a pocos metros de los extranjeros. Llevaba la visera del casco alzada y la espada envainada, lo que relajó a los sureños, viendo la intención pacífica del acercamiento.

-Mi nombre es Antón Laínez y sirvo al conde Nuño Álvarez, señor de Villaescusa y Amaya. ¿Quién sois y qué hacéis en estas tierras?

Turio buscó con la mirada a Yunnus ben Labrat y tras asentir, ambos se adelantaron y se aproximaron al caballero cristiano.

-Mi nombre es Turio de Celióbriga y éste es Yunnus ben Labrat, comerciante judío de Emérita Augusta que huye de los sarracenos y desea establecerse, junto con sus compañeros,- dijo señalando al grupo de carretas que tenía a su espalda.- en tierras del rey Alfonso.

-Ummm, ummm…- Antón Laínez observó a ambos de arriba abajo antes de responder.

-Está bien, el rey necesita gente como vosotros para repoblar la frontera y reactivar la economía del reino; sin duda seréis bienvenidos…- dijo dirigiéndose a Yunnus. - ¿Y vosotros? – volvió la mirada hacia Turio.- ¿No deseáis uniros al rey Alfonso y luchar juntos contra el enemigo agareno?

-No, nosotros sólo escoltamos a nuestros amigos hasta tierra segura y después tornaremos a Celióbriga con los caballos que les hemos cedido para realizar este viaje.

-De acuerdo, que así sea, pero en cuanto lleguemos a las inmediaciones del castillo de Villaescusa, a no más de media jornada de camino, cogeréis los caballos que os pertenezcan y volveréis por donde habéis venido u os consideraremos hostiles, ¿entendido?

-Entendido.- confirmó Turio clavando la mirada en los profundos ojos del caballero cristiano.

Y así lo hicieron. Acompañaron a la comitiva hasta avistar la fortaleza de Villaescusa y tras una breve pero sentida despedida, aprestaron los caballos y tornaron sus pasos hacia el Sur. Tenían por delante unas cuantas jornadas de duro camino antes de llegar a casa.

 

 

 

VI

 

Las hordas de Muhamad ibn Zayd llegaron en primavera con sus esmeraldas banderas al viento y el brillo de sus cimitarras, arrasando allí por donde pisaban y sembrando angustia, desolación y muerte. Cumplieron su promesa y Celióbriga fue cercada, asediada y finalmente rendida e incendiada, a pesar de la enconada resistencia de sus aguerridos habitantes, que poco o nada pudieron hacer ante un ejército que les triplicaba en número de efectivos y en armas de asalto.

Todos los supervivientes fueron apresados y encadenados como vulgares esclavos. Aquellos que se encontraban maltrechos, mutilados o simplemente creyeron inservibles, fueron ejecutados sin compasión.

Las tropas de ibn Zayd saquearon la ciudad y sus alrededores antes de prenderle fuego a todo y se hicieron con un cuantioso botín en joyas, armas, mantas de lana, tinajas de barro cocido, arcones de trabajado roble… y esclavos, la fundamental fuente de ingresos para los jerarcas andalusíes, ganados en guerra legítima contra el enemigo cristiano del Norte, aunque, a decir verdad, buena parte de los celiobrigenses no eran cristianos, sino que respetaban los antiguos dioses locales o simplemente no creían en otra religión que no fuera la de trabajar la tierra, cuidar el ganado y ganarse el sustento diario con el sudor de su frente sin tener que rendir cuentas a nadie, ni clérigos, ni señores.

Una vez recaudado todo lo que de valor encontraron en la ciudad, los soldados andalusíes, en su mayoría bereberes norteafricanos, prendieron fuego a los tejados de la urbe y abandonaron el recinto amurallado para contemplar la enorme pira en la que habían convertido Celióbriga. Esa misma tarde, henchidos de victoria, se encaminaron hacia el Sur cargados de botín y esclavos.

Nelio despertó mareado tras dos días de agonía. En la última y definitiva batalla había sido alcanzado en la cabeza y en el hombro por un proyectil enemigo que lo dejó inconsciente y malherido. De hecho, fue el único herido al que respetaron la vida por tratarse del gran caudillo de la ciudad y un ejemplar humano extraordinario, que sin duda valdría muchos dinares en una subasta de esclavos.

Estaba cargado de grilletes y tenía vendada la cabeza con un aparatoso emplasto. Lo primero que le vino a la mente fue la idea de qué le habría sucedido a su mujer, a sus camaradas Turio y Argentano y al resto de vecinos. Aunque intuyó enseguida que habían sido derrotados, deseaba fervientemente saber qué suerte habían corrido sus compatriotas. Pero el fuerte dolor de cabeza le impedía siquiera mantener la consciencia y volvió a caer en un profundo sueño.

 

Tardaron varias semanas en llegar a Qurtuba, por la antigua calzada romana de la plata, debido a la dificultad de transportar la cuantiosa mercancía material y humana incautada.

La populosa ciudad de Qurtuba, que se asentaba a orillas del Wadi al Kabir, como los árabes llamaban al rio Betis, era la capital del emirato andalusí, centro principal de poder e importante mercado internacional de esclavos.

La salud de Nelio había mejorado considerablemente durante el viaje, y aunque no pudo ver a su mujer, sí pudo enterarse, por otros prisioneros, de que estaba viva. Sus lugartenientes no habían corrido la misma suerte, si es que se podía llamar suerte, para un aguerrido celiobrigense, ser reducido a esclavo en vez de morir con honor en la batalla.

En la capital andalusí, Muhamad ibn Zayd entregó parte del botín al emir Yusuf ibn Tarif, como era preceptivo, y el resto de útiles, víveres y esclavos, se dispuso a venderlos en el mercado de Qurtuba, ya que allí encontraría sin duda multitud de compradores dispuestos a adquirir tan suculenta y variada mercancía.

Aunque Nelio se encontraba casi totalmente restablecido de sus heridas, su ánimo estaba por los suelos. Encadenado a una hilera de compatriotas, todos ellos hombres que habían luchado valerosamente con él en Celióbriga, se disponía a ser vendido en la subasta de esclavos de aquella calurosa tarde estival.

El gentío abarrotaba el zoco de la capital andalusí. Los presentes se abrían paso entre golpes y codazos para ver desde un lugar privilegiado la mercancía y no perder detalle de lo expuesto. El subastador se desgañitaba ensalzando las virtudes de los cautivos para atraer la atención de los posibles compradores, creando así el ambiente necesario que propiciase las pujas y conseguir el precio más elevado por los lotes.

Nelio subió, perlado en sudor, junto con sus compañeros, al templete en el que se exhibían los esclavos y fue entonces cuando vio a su mujer. Justo al otro extremo del armazón de madera, comenzaron a subir otra hilera de esclavos, niños y mujeres, entre los que se encontraba Raquel. Su aspecto era lamentable; totalmente demacrada, su belleza juvenil parecía haberse esfumado, vestida con raidos harapos y una infinita tristeza en la mirada. A Nelio le entraron ganas de arrancarse aquellas cadenas y correr hacia su amada, pero no podía. Tensó los músculos, que se le inflamaron casi hasta estallar, pero era imposible deshacerse de aquellas cadenas. La visión de su esposa en semejante estado acabó de hundirle. La fugaz alegría que le supuso verla se empañó enseguida por la inmensa pena y desazón de contemplarla como una esclava más, en breves instantes vendida a algún cacique norteafricano. No sentía la esclavitud tan dolorosa en sus carnes como en la perdida mirada de su mujer.

-¡Raque, Raquel, resiste! ¡Volveremos a casa! – fue todo lo que pudo decir antes de que media docena de hombres armados se abalanzaran sobre él y le hicieran callar a golpes.

-¡Nelio, Nelio! – gritó ella.

Pero al levantar la cabeza, ensangrentado, tras la batería de puñetazos y patadas que le propinaron, ya no pudo ver a Raquel. La ristra de esclavas en la que iba la joven judía había descendido de la tarima de venta. En aquel instante deseó estar muerto.

Pero un pequeño hálito de fortuna y esperanza sonrió aquella aciaga tarde a la pareja, ya que fueron comprados por el mismo hombre: Karim ibn Shelim. Se trataba de un rico comerciante yemení establecido en el norte de África, atraído por las conquistas árabes y su imparable expansión por la zona, que veía en los dominios de Al Andalus la oportunidad de abrir mercados y conseguir ingentes cantidades de oro.