BAJO EL YUGO DE LA MEDIA LUNA.
PRÓLOGO.
Transcurría
la segunda mitad del S.VIII. La Cordillera Cantábrica
había caído bajo el control de grupos dispersos de nativos. El resto de la Península pertenecía, al
menos nominalmente, al poderoso Califato de Damasco. Entre ambos se interponían
lo que entonces se llamaban Campos Góticos, la cuenca del Duero.
Los Campos Góticos no habían sido una frontera
al uso, sino una región casi deshabitada que ninguno de los dos bandos tenía
capacidad, ni interés, en repoblar. Un escudo. Un desierto estratégico.
En
el año 711, un ejército bereber desembarca en Gibraltar. En el 714, es probable
que tras saquear el castro cántabro de Peña Amaya, en la actual provincia de
Burgos, todo tipo de resistencia visigoda al sur de los Pirineos haya sido
liquidada.
Pero
una conquista necesita asentarse y el dominio islámico no lo tuvo fácil en su
primer siglo de existencia. Las crónicas islámicas nos hablan de infinidad de
revueltas que se produjeron de forma constante prácticamente por toda la Península. Algunas
de esas revueltas debieron tener un cierto éxito en el Norte, donde las
crónicas del Reino de Asturias nos hablan de una batalla en Covadonga y las
crónicas sureñas, no sólo islámicas, de una escaramuza en algún lugar
indefinido del Norte.
Parece
ser que, de alguna forma, un tal Pelayo consiguió aglutinar la resistencia en
la zona oriental de la actual Asturias y probablemente también central. Después
estableció una alianza con los pueblos cántabros, seguramente también en
rebeldía, tras casar a su hija con Alfonso, hijo de un tal Pedro, Duque de
Cantabria o Duque de los Cántabros.
A
juzgar por las fuentes cristianas e islámicas - la lógica parece apoyarlo -
esta alianza astur-cántabra sufrió un duro acoso desde el principio. Los
invasores no querrían que quedara un posible foco de resistencia que pudiera
extender la rebelión por el resto de la Península. Probablemente ,
Pelayo, Alfonso y sus fuerzas se dedicaron a recorrer las montañas huyendo de
sus perseguidores, en una guerra de guerrillas, siendo Covadonga el incidente
más reseñable de estas correrías.
Cuando
Pelayo muere en el año 737, poco ha cambiado la situación. Lo mismo puede
decirse del breve periodo de su hijo Favila, pero algo cambiará sustancialmente
a partir del 739, cuando Alfonso, el hijo de Pedro Duque de Cantabria, suceda a
Favila.
Hasta
el 745, Alfonso I hostigaría las fortalezas gallegas y leonesas, principalmente
Astorga. A partir de ahí, tras la retirada bereber hacia el Sur y las nuevas
revueltas cristianas en la región de la que hablan las crónicas permitiría a
Alfonso I hacerse con el control de la zona y desde 750-751 empezaría a
realizar expediciones de saqueo por toda la Submeseta Norte.
Sabiendo
imposible la ocupación de las fortalezas saqueadas, Alfonso I mataría a los
musulmanes y se llevaría consigo a los cristianos, repoblando el Norte y creando
un desierto estratégico difícil de atravesar por las fuerzas islámicas; téngase
en cuenta que los ejércitos de la época vivían sobre el terreno: si no hay
nadie a quien saquear, no hay comida y no hay avance.
Cuando
alguien lee la palabra desierto tiende a pensar en el Sahara, pero el Desierto
del Duero no sería, evidentemente, una gran extensión sin vida, sino una
gran región deshabitada o prácticamente deshabitada. Sería un desierto, por lo
tanto, creado de una forma premeditada por un hábil rey que, sabía, su joven
reino necesitaba un buen escudo que le protegiera de las fuerzas islámicas una
vez estas consiguieran finalizar su periodo de guerras civiles.
Con
las campañas de Alfonso I, resulta razonable suponer que algunas personas le
acompañaran de regreso al Norte, quizás huyendo del islam o por ser personas
adineradas con miedo a futuros saqueos. Con los fuertes combates que a lo largo
del S.VIII se produjeron en esa zona: guerras entre visigodos, invasión
islámica, revuelta beréber, ataques astur-cántabros, sumados a la sequía de la
que hablan las crónicas, es probable que efectivamente se produjera un fuerte
descenso poblacional. Ante la imposibilidad de ambas potencias por extender su
dominio sobre esta región, se formaría una especie de “tierra de nadie”, una
“tierra sin ley” en la que campesinos armados vivirían sin señores ni
eclesiásticos. Tierras poco pobladas por campesinos difíciles de saquear que
quizás podrían justificar la expresión “desierto del Duero”.
Seguramente,
estas tierras habrían desarrollado un poder político propio si no fuera por la
presión disgregadora que sufriría tanto desde el Norte como desde el Sur. Es de
esperar, en cualquier caso, que pudieran surgir especies de ciudades-estado de
las que no sabemos nada. Sin ser un “desierto estratégico” esta especie de
ciudades-estado formarían un obstáculo considerable a cualquier expedición
lanzada desde el Sur, y mirarían con
hostilidad a cualquier intento norteño de absorción, lo cual podría explicar
que el Reino de Asturias necesitara todo un siglo para asentarse en unas
tierras que, parece ser, habían sido abandonadas por los islámicos y tan sólo
visitadas para saquear y obtener botín.
Uno de esos
enclaves no ocupados por invasores e invadidos fue Celióbriga, que al igual que
muchos otros núcleos de población en la Meseta Norte de la Península , no se adscribía
a ningún reino o estado. Se sabe que el caudillo militar de este castro, allá
por el año 794 era un descendiente de hispanorromanos llamado Nelio, un
gigantón de piel blanca y pelo cobrizo, al que en un futuro apodarían Matahombres, sobrenombre con el que
pasaría a la Historia.
I
El otoño tocaba
a su fin y el destacamento musulmán que asediaba Celióbriga se impacientaba.
Nadie deseaba que se les echara el invierno encima en aquellas tierras del
Norte de Hispania, y alguno de los generales ya había planteado la idea de
levantar los dos campamentos que cercaban el castro y volver sobre sus pasos en
dirección a las llanuras del Gran Río o Wadi al-kabir y aposentar allí sus
cuarteles de invierno, donde la climatología era mucho más benigna.
La ciudad no se
rendía. Sus habitantes habían hecho acopio de provisiones durante la primavera
pasada y aún podrían resistir algo más de dos semanas, tal vez un mes.
En mitad del
campamento sarraceno que cerraba el angosto valle, concretamente en la tienda
reservada al general en jefe del ejército, Muhamad ibn Zayd, se reunían los
militares de mayor rango del contingente musulmán para debatir la situación que
les tenía anclados desde hacía meses en aquellas tierras tan al Norte de su
lugar de origen.
-¿ Por qué serán
tan tercos estos rumíes ? – se preguntaba uno de los generales sarracenos.
-Eso digo yo, ¿
por qué no se convierten al islam y se someten de una vez por todas bajo
nuestro mando y así servirnos de apoyo en nuestro camino hacia el Norte, además
de tributarnos en condiciones favorables
? – cavilaba otro alto cargo musulmán.- No tienen otra opción.
-¡ Ahora no habrá
piedad para ellos…! – concluyó exaltado un tercero apretando los puños y
perdiendo su mirada agresiva en el fondo de la tienda.
-Un momento.-
detuvo las disertaciones ibn Zayd. El general sarraceno era un árabe de mediana
edad, ricamente vestido, de piel cetrina, espesa barba y ojos negros y
profundos. - Se hace tarde; se nos viene encima el invierno. No nos demoremos
más. El asedio se antoja largo con estos obstinados cristianos. ¿ Por qué no
les proponemos una lucha de campeones y el que gane podrá exigir condiciones,
bien de rendición, bien de levantamiento del cerco ?
- ¡ Es una idea
disparatada ! - gritó uno de los generales.
- Sí, estoy de
acuerdo contigo, es una propuesta un tanto descabellada, no creo que acepten.-
opinó el más veterano de los allí presentes.
- Puede que así
sea, pero ¿ por qué no intentarlo ? No perdemos nada con ello. Estas gentes son
tercas y orgullosas. Enviaré un emisario para hacerles llegar nuestra
propuesta… - planteó el general en jefe. – Quizá de esta manera evitemos la
deshonra de levantar el cerco sin más…
-Sea. – asintieron
todos al unísono tras unos segundos de silenciosa meditación e intuyendo que no
tendrían muchas más opciones.
A la mañana
siguiente, los habitantes de Celióbriga se despertaron en medio de un peculiar
ambiente festivo. Engalanados con sus mejores trajes de vivos colores, una
numerosa comitiva recorría las calles bebiendo caelia, tañendo panderetas y
tocando flautas. Acompañaban a su caudillo y campeón hasta la puerta sur de la
muralla. Por supuesto, los orgullosos moradores del castro habían aceptado el
reto.
Entre gritos de
ánimo, vítores y cánticos guerreros, Nelio salió del recinto amurallado y
comenzó a descender hasta la llanada que la tarde anterior se había pactado
como lugar del duelo. La estampa del caudillo de Celióbriga era impresionante:
extremadamente alto y robusto, de cejas pobladas, mentón prominente y ojos
hundidos como cavernas; algo tosco en sus formas, pero su sola presencia
causaba verdadero temor; era un auténtico gigante. Al campeón hispano lo
acompañaban dos hombres de las familias más relevantes de la polis, como eran Argentano
y Turio, ambos de mediana edad y fiero aspecto guerrero, ensombrecido, sin
embargo, por la corpulencia y la estatura de su caudillo.
Del campamento
musulmán salieron igualmente tres hombres. Uno de los soldados sarracenos
portaba un pendón triangular de color verde oscuro en el que se distinguían, en
negro, letras en caracteres árabes. Otro de ellos, era un espigado hombre de
avanzada edad, envuelto en una túnica de vivo azul. Entre ambos y caminando un
paso por delante, se aproximaba el luchador sarraceno rival de Nelio.
Cuando los seis
soldados se hallaron en medio del llano, el anciano bereber comenzó a hablar un
latín un tanto extraño, pero que los tres celiobrigenses entendieron a la
perfección: la lucha sería a muerte y el que ganase vería cumplido su deseo,
bien de conquista, bien de retirada.
Dicho lo cual,
los dos campeones tomaron sus armas y comenzaron el combate. Nelio portaba un
escudo redondo de madera de roble remachado con piezas de hierro y un enorme y
pesado hacha de doble filo, mientras que el campeón agareno cubría su cuerpo
con una armadura ligera; en su mano izquierda sujetaba un largo escudo
rectangular ligeramente curvado y con la derecha asía una larga espada de un
solo filo.
En un primer
instante, ninguno de los dos combatientes se decidía a atacar; parecían estar
estudiándose, controlando los nervios e intentando vislumbrar los posibles
puntos débiles de su oponente. Ambos adversarios confiaban en sus
posibilidades; Nelio era consciente de la mayor agilidad y rapidez de su
contrincante, debido a su complexión física y tamaño, pero sabía que un golpe
certero de su pesado hacha resultaría letal.
Nelio aguardaba
paciente ese momento, mientras el soldado sarraceno comenzaba a impacientarse.
Llevado por el ímpetu del nerviosismo, comenzó a descargar rápidos golpes de
espada que, si bien Nelio no pudo esquivar, sí detuvo con el escudo. El agareno
palideció turbado; era como si su espada hubiese chocado contra la dura roca…
Aterrado, el
guerrero musulmán comenzó a dudar y no sabía si atacar a la desesperada
confiando el Alá o tirar las armas al suelo y rendirse. Pero el combate era a
muerte y no había lugar para esta segunda posibilidad.
Nelio esperaba una
nueva embestida para poder asestar el golpe mortal. No cometería el error de
atacar a su adversario y descubrir la guardia, puesto que él no era un guerrero
rápido, pero sin duda era el más fuerte que jamás hombre alguno hubiera
contemplado sobre la faz de la
Tierra.
Finalmente, el
campeón musulmán pronunció para sí unas palabras, una especie de rezo o
invocación a su Dios y apretando con fuerza la empuñadura de su espada y
alzando el escudo, se dirigió hacia Nelio, esta vez con un grito atroz mezcla
de furia, rabia, temor y adrenalina.
Un giro lateral
del hacha de Nelio, aprovechando la envergadura del gigantón hispano, hizo que
el arma de Nelio impactara en el escudo del sarraceno antes incluso de que éste
se aproximase a él, derribándolo de forma estrepitosa. El musulmán cayó
aturdido tras el impacto y cuando quiso abrir los ojos para orientarse y
restablecer su posición erguida, el hacha de Nelio caía desde el cielo para
quebrarle en dos la cabeza y acabar con su existencia. Fue un golpe tan limpio
que apenas salpicó sangre. Aún así, el hacha quedó incrustada en el cuerpo del
guerrero sarraceno y Nelio hubo de pisarlo para hacer palanca y destrabar el
arma.
Contempló el
cadáver unos instantes, para acto seguido volverse hacia los otros dos
musulmanes y decirles con mirada amenazante:
-Ya podéis
levantar el cerco y volver a vuestras tierras, aquí no se os ha perdido nada…
-Así se hará-
respondió el anciano bereber inclinando levemente la cabeza – pero la primavera
que viene volveremos…- concluyó.
Dicho esto, los
dos soldados norteafricanos asieron el cadáver por las manos y lo arrastraron
camino del campamento principal.
II
A la mañana
siguiente, los restos de los campamentos musulmanes que cerraban el valle en el
que se asentaba Celióbriga, habían sido desmantelados por completo. Tan sólo se
distinguía, a lo lejos, la polvareda que levantaba la impedimenta de la
retaguardia del ejército sarraceno camino ya del Sur, de vuelta a sus hogares.
La noche
anterior, Nelio había recibido el agradecimiento de sus conciudadanos, siendo
felicitado y agasajado como el héroe que era, y no pudiendo evitar ser el
centro de atenciones de la fiesta de la victoria frente al enemigo musulmán.
Pero esa misma
noche Nelio ya estaba pensando en otras cosas más allá del triunfo.
-Habrá que
preparar una batida de recolección y otra de caza antes de las primeras
nieves.- le había comentado a Argentano entre sorbo y sorbo de caelia.- Las
mujeres irán a recoger frutos y agua; nosotros nos encargaremos de cobrar
buenas piezas…
-Está bien, tú
disfruta de la fiesta homenaje, que yo me encargo de organizar todo lo
necesario para partir mañana al alba.
De madrugada,
oteando el horizonte, la batida de caza estaba ya presta para partir hacia los
montes en busca de alimento. Las despensas estaban practicamente vacías tras
meses de férreo asedio musulmán, pero por fin volvían a ser libres y a disponer
de sus tierras como legítimos moradores. La mayoría de los hombres iba a pie,
pues pocos caballos se habían salvado de ser devorados durante el asedio con el
fin de facilitar la manutención de sus propietarios. Paralelamente a los
hombres, un selecto grupo de mujeres se disponía a rastrear los alrededores de
Celióbriga para recolectar frutos silvestres y raíces que completaran la dieta
de los habitantes de la urbe.
Tan sólo un
pequeño destacamento de soldados, los ancianos y las mujeres que tenían hijos
lactantes a su cargo, permanecerían en la ciudad.
Caía la tarde
cuando un grupo de diez celiobrigenses, conducido por Turio, se acercó hasta las
ruinas de la antigua ciudad de Trámara para abastecerse de agua en una de las
conocidas fuentes que nacían como por arte de magia en mitad de la llanada que
precedía al abandonado castro vacceo. La caminata a pie los había fatigado.
Fue entonces
cuando se dieron cuenta de que no estaban solos: cuatro monturas se hallaban
detenidas junto al lienzo norte de la muralla del castro y unos metros más
abajo, en lo que parecía ser la necrópolis de la población, los dueños de los
animales se afanaban en excavar cada palmo de terreno en busca sin duda del
rico ajuar funerario con el que muchos guerreros y jerarcas celtíberos habían
sido enterrados muchos años atrás, antes incluso de la llegada de los romanos.
-¡ Ladrones de
tumbas !
-¡ Y parecen
sarracenos !
Antes de que los
saqueadores se percatasen de la presencia de los celiobrigenses, Turio dispuso
un plan: se harían primero con las monturas y después darían cuenta del
enemigo. Los nativos eran más, iban bien armados y contaban con el factor
sorpresa. Parecía una empresa fácil.
Y así lo
hicieron. Mientras cuatro de ellos se apoderaban de los caballos, asiéndoles
fuertemente de las riendas, intentando dominar su inicial rechazo, los seis
restantes se interpusieron entre los animales y los ladrones de tumbas, avanzando
hacia éstos con el mayor de los sigilos, en formación semicircular. Sin
embargo, uno de los musulmanes se percató de la presencia de los hispanos y
alertó, de viva voz, al resto de compañeros, que tras comprobar su inferioridad
numérica y que el acceso a los animales se antojaba imposible sin presentar
batalla, decidieron huir a pie, cada uno en una dirección.
No les fue
difícil a los celiobrigenses darles alcance valiéndose de las monturas; y así,
uno de los musulmanes cayó tras recibir un brutal y certero mandoble de espada
descargado por Turio desde la elevada posición que le proporcionaba el animal,
sin dar apenas tiempo a su adversario a escuchar el ruido de los cascos
acercándose, girarse y desenvainar el arma; mientras, el resto de ladrones ya
habían sido abatidos sin piedad por las saetas de los otros celiobrigenses que montaban a caballo.
Tras acabar con
los sarracenos, los hispanos recuperaron las piezas de orfebrería y armas
extraídas por los ladrones de tumbas y procedieron a enterrarlas de nuevo. El
respeto a los muertos y la superstición actuaban como poderoso elemento
disuasorio si alguno de los hispanos había pensado en algún momento quedarse
con algo de lo recuperado.
Una vez
resarcida la ofensa, y agotado el día, decidieron acampar entre las ruinas de
la antigua urbe vaccea para pasar la noche al abrigo de sus aún impresionantes
murallas.
El grupo de
Nelio regresó al tercer día de su partida bajo un pertinaz aguacero que
embarraba todos los caminos. Traían consigo un buen número de piezas, entre las
que se encontraban algunos jabalíes, gamos, corzos y una cantidad considerable
de conejos, liebres, perdices y codornices. Las mujeres, por su parte, ya
habían hecho acopio los días anteriores de miel, castañas, frutos y raíces con
los que llenar las mermadas despensas de sus hogares. Todo parecía volver a la
normalidad después de meses de duro asedio y el sentimiento de alegría y
bienestar se reflejaba en el rostro de los habitantes de Celióbriga. La llegada
de Turio y sus nueve acompañantes sirvió de colofón a tan provechosos días
puesto que aportaban a la causa los cuatro caballos arrebatados a los ladrones
de tumbas musulmanes.
-Aún necesitamos
muchos más caballos; así no podremos hacer frente a los sarracenos cuando
regresen en primavera… – se lamentaba Nelio.
-Es cierto,
tendremos que comprarlos en alguna ciudad del Norte y traerlos hasta aquí, con
el peligro que eso conllevaría.- apuntó Turio.
-Más difícil
será comprarlos que traerlos… Nuestras arcas están vacías…
Pero la suerte
sonreía aquellos días a la ciudad de Celióbriga y a sus habitantes.
Un numeroso grupo
de unas cuarenta personas, seis carros y veinte animales hizo su aparición
horas más tarde por la entrada Sur del valle. Los vigías dieron de inmediato la
voz de alarma. Desde lo alto de las murallas, Nelio y sus vecinos observaban
expectantes.
-No parecen
soldados sarracenos. - apreció Argentano, que contemplaba la escena junto a su
caudillo.
-No, parecen más
bien comerciantes… Tal vez judíos… Aunque llevan una importante escolta que sí
parece agarena.
-Sí, serán
alrededor de diez hombres a caballo los que custodian los carros con las
mercancías; sin duda mercenarios.
- Dejemos que se acerquen y sepamos quiénes
son y qué se les ha perdido por estos lares.
Cuando la
inesperada comitiva se acercó a menos de cien pasos de la puerta principal de
la ciudad se detuvo en seco, y uno de ellos, un anciano ricamente vestido, de
larga barba y estilizada figura, se adelantó e interpeló en un latín un tanto
peculiar que su deseo era hablar con el gobernador de la plaza.
Nelio hizo una
señal a los centinelas para que abriesen el portón de entrada y dejasen pasar
al anciano. Éste, sin reparo alguno, se introdujo solo dentro del perímetro
amurallado y avanzó hasta encontrarse de frente con la impresionante estampa
del caudillo celiobrigense, escoltado por Turio y Argentano.
-Saludos, mi
nombre es Yunnus ben Labrat, y tengo el honor de hablar en nombre de mis
compañeros para realizar una humilde petición a esta amistosa ciudad.
- Te escuchamos,
anciano.- respondió Nelio tendiendo las manos hacia delante como claro gesto
conciliador.
-Somos un grupo
de comerciantes emeritenses, judíos y cristianos, que viajamos hacia el Norte,
hacia Asturias, con la esperanza de ser acogidos por el rey Alfonso y poder
asentarnos allí en paz y libres de onerosos impuestos y vejaciones que sufrimos
por parte de las élites sarracenas. Cada día son más intransigentes con
aquellos que profesamos otras religiones y han convertido nuestros prósperos
negocios en blanco de sus iras y corruptelas. Si no queríamos acabar pidiendo
limosna sólo teníamos una salida: emigrar.
El anciano
Yunnus hizo una pausa en su discurso para tomar aliento. El cansancio del viaje
y el desánimo de la situación acentuaban su ya de por sí avanzada edad. Sin
embargo, se podía apreciar, por su forma de mirar y expresarse, que se trataba
de un hombre decidido y extremadamente culto.
-El invierno se
nos ha echado encima. Nuestro viaje ha sido más lento y penoso de lo esperado. Hemos
tenido que esquivar patrullas sarracenas. Pasamos las noches a la intemperie
ateridos de frío y empapados por la lluvia. Hemos perdido algunos niños y
mujeres en el camino víctimas de las inclemencias y la falta de salubridad.
Esta mañana decidimos entre todos solicitar alojamiento en la primera ciudad
que se nos presentase para pasar en ella la época de frío y nieves… y aquí
estamos…- terminó con una lacónica sonrisa.
Nelio sopesó por
unos segundos la respuesta.
-Está bien,
seréis alojados en el interior de las murallas. Tenemos víveres suficientes
para pasar el invierno, y no creo que treinta o cuarenta individuos más nos
suponga un grave problema de abastecimiento. Por supuesto, debéis pagar un
tributo justo por ello, a la vez que contribuiréis en cualquier otro aspecto
cotidiano de la ciudad, bien de defensa o mantenimiento de infraestructuras.
Los miembros de vuestra escolta irán desarmados mientras estén dentro de las
murallas y les serán devueltas las armas cuando marchéis o bien si se presenta
la oportunidad de luchar contra algún enemigo. Si desean conservar sus armas,
se establecerán fuera de las murallas.
-Me parecen unas
condiciones razonables. Permitidnos descansar ya esta noche dentro de los muros
de la ciudad y mañana trataremos más detenidamente los pormenores del pacto de
hospitalidad.
-De acuerdo,
mañana charlaremos con más calma sobre el asunto. Argentano os acomodará en la
parte Este de la ciudad.- Nelio dirigió la mirada hacia Argentano que asintió
como si supiera de sobra cómo debía realizar aquel cometido.
III
El anciano
Yunnus se despertó con las primeras luces del alba. Tenía el cuerpo dolorido
aunque había descansado como no lo hacía en meses. Jornadas enteras caminando
sin descanso bajo el frío y la lluvia habían afectado tanto a su mente como a su
vetusto cuerpo. Se despejó lavándose la cara con el agua de una tinaja y se
puso de inmediato el sayo de lana. Salió de la cabaña en la que había sido
alojado y se fue al encuentro de Nelio, tal y como habían acordado la tarde
anterior. La niebla era espesa; el frío intenso. Pensó que habían acertado al
tomar la decisión de pasar en Celióbriga el crudo invierno mesetario camino del
ansiado Norte. Resultaba una temeridad querer atravesar las montañas con
tamañas inclemencias acarreando enseres, mercadurías, bestias, niños y mujeres.
Esperarían sin duda a la primavera.
En el trayecto
hasta la casa del caudillo celiobrigense le extrañó ver tan temprano mujeres ya afanadas en las labores y
quehaceres cotidianos: unas ordeñaban cabras; otras salaban la carne obtenida
de la caza para su posterior conservación en almacenes comunales y bodegas.
Pero aparte de ellas, tan sólo los vigías de las puertas y la muralla se
hallaban despiertos.
A unos diez o
quince pasos de la casa de Nelio, la luz de la mañana ofreció al anciano judío
la formidable estampa del caudillo celiobrigense. Éste, de espaldas al
visitante, apuraba un cuenco de leche cuando se percató de la presencia del
anciano. Se giró, alzó la mirada y sonrió al judío Yunnus mientras le
estrechaba la mano.
-Ayer hablé con
mis compañeros de viaje. Todos creen que éste es un buen lugar para pasar el
invierno. Como justo tributo a vuestro alojamiento y protección, aportaremos a
la comunidad ropas y mantas de lana, calzado y piezas de cuero, así como
utensilios y recipientes de barro y metal. De igual forma, la escolta agarena a
nuestro servicio, estará dispuesta a ayudaros contra cualquier amenaza externa,
aunque con estos rigores invernales dudo que tropa alguna se aventure a
realizar una expedición por estos lares. Varios de nosotros, entre ellos mi
propia hija Raquel, estamos dispuestos a enseñar a vuestros niños los
rudimentos de la escritura y otras ciencias, si así lo deseáis y creéis
conveniente…
-Está bien.- le
detuvo Nelio.- Todo eso está muy bien, pero nos hacen falta otras cosas…
-¿ Otras cosas
? ¿ Qué más podemos ofrecer ?
-¡ Caballos !
- ¡ Pero, eso es
imposible, no podremos continuar nuestro viaje sin ellos ! – se alteró el
judío.
- Nadie ha dicho
que vayáis a prescindir de ellos en vuestro camino hacia el Norte, tan sólo que
no serán vuestros caballos. Varios de
los nuestros os acompañarán hasta las tierras del rey Alfonso y después
regresarán con los animales a Celióbriga…
El anciano
Yunnus mantuvo la mirada del gigantón celiobrigense durante unos segundos para
finalmente agachar la cabeza y asentir tenuemente.
-Está bien, me
temo que no tenemos otra elección…
Tras un breve
apretón de manos, el anciano mercader, visiblemente abatido, se encaminó de
nuevo hacia la parte Este de la urbe para comentarles a sus compañeros los
términos y condiciones de su estancia en Celióbriga.
Todo lo
tributado por los comerciantes judíos y cristianos del Sur fue distribuido de
forma igualitaria entre las familias celiobrigenses; mientras que la veintena
de caballos fueron adjudicados de manera individual a veinte de los guerreros
más destacados de la ciudad para su adiestramiento, cuidado y manutención.
A los nuevos
habitantes de Celióbriga, se les entregó sacos de grano, carne en salazón,
frutos desecados y leña. También les proporcionaron unas grandes tinajas en las
que almacenar el agua que los lugareños obtenían del río cercano a la ciudad.
Los comerciantes dispondrían sin duda de lo más básico para subsistir durante
el crudo invierno; aún así, no podían evitar echar de menos su Emérita natal,
en la que disfrutaban de un mejor clima, así como de baños públicos, teatros y
otros lugares de encuentro en los que fomentar las relaciones personales, el
comercio y la actividad general de la urbe, incluso bajo dominio musulmán. Pero
las cosas habían cambiado mucho en el Sur últimamente y aquello era la ruda
tierra de nadie, donde la autarquía y la precariedad eran la nota dominante.
Una mañana Nelio
conoció a Raquel, la hija de Yunnus. Paseaba el caudillo celiobrigense por la ciudad,
escuchando las opiniones y peticiones de la población sobre temas relacionados
con la urbe, tales como el abastecimiento y reparto de enseres y vituallas de
primera necesidad o disputas entre vecinos, cuando se acercó hasta la barriada
Este, en la que se hallaban instalados los comerciantes emeritenses. Allí, en
el pórtico de una modesta casa, la vio por primera vez. La joven impartía clase
a unos niños, algunos judíos, otros celiobrigenses, intentando enseñarles
nociones básicas sobre escritura y matemáticas. La hija del comerciante Yunnus
era una muchacha de mediana estatura y voluptuosas formas, de piel morena y
rizada melena azabache que le llegaba casi hasta la cintura. Sus ojos eran
grandes y almendrados, adornados por larguísimas pestañas; sus labios carnosos,
y sobre sus pómulos se desperdigaban multitud de pequeñas y graciosas pecas. Al
percatarse de la presencia de Nelio, alzó la mirada y se quedó paralizada
durante unos instantes, interrumpiendo la animada explicación y haciendo que
los niños mirasen también al gigantón celiobrigense.
-No pretendía
molestar. – se disculpó Nelio.- Tan sólo me sorprende que una mujer posea tales
conocimientos y además sepa transmitirlos con tanta naturalidad…
-Comprendo que
te extrañe, las cosas aquí son muy distintas a las de Emérita; allí pasaría
inadvertida como una simple institutriz judía.- contestó Raquel con el mayor de
los desparpajos.
- Tal vez yo
también necesite aprender conocimientos sobre esas ciencias…- mintió Nelio, que
había sido educado en su niñez por monjes mozárabes de Mazote.
-¿ Quieres que
te de clases ?
- Eso es.
Nelio y Raquel
se miraron fijamente durante unos segundos y sonrieron. Había algo especial en
aquella mirada; sus ojos tenían un brillo singular que delataba una incipiente
atracción…
IV
El invierno
transcurrió sin sobresalto alguno. Otros años, por aquellas fechas, ya habían
perdido algún anciano por enfermedad respiratoria o recién nacidos por
complicaciones en el parto, agravadas por los rigores de las estación. Pero
aquel año no; sin duda la suerte seguía de parte de los celiobrigenses.
Durante aquellos
meses, Raquel y Nelio afianzaron su amor. Lo que empezó siendo un tímido
coqueteo acabó convirtiéndose en una pasión desenfrenada que ni el frio
invierno pudo congelar. La amistad entre Nelio y Yunnus creció paralela a la
relación que su hija mantenía con el caudillo de la ciudad, viéndola el viejo
comerciante con buenos ojos, pese a que Nelio no era judío, y permitiendo que
ambos se viesen con total libertad.
Entre tanto, los
primeros indicios de la primavera hicieron su aparición. Poco a poco, algunos
tibios rayos de sol calentaban las mañanas de la meseta y deshelaban las nieves
más cercanas a los cauces de los ríos.
Pronto, muy
pronto, en cuanto los pasos de montaña se vieran libres de la abundante nieve
caída meses atrás, los comerciantes andalusíes empacarían sus pertenencias y
proseguirían su camino hacia el Norte. Pronto, muy pronto, Raquel partiría con
los suyos al reino de Asturias… O tal vez no…
A media tarde de
un templado día primaveral, Nelio y Raquel se encontraban paseando por el
exterior de las murallas de Celióbriga cogidos de la mano. Caminaban
cabizbajos; unas gotas de melancolía impregnaban la escena. Sabían que tendrían
que tomar una complicada decisión, en especial Raquel.
-¡ Quédate
conmigo! – le sugirió Nelio rompiendo el silencio.
- No hay cosa
que desee más en esta vida, Nelio, pero mi padre…. Está viejo y cansado y
pronto le llegará su hora… No quiero dejarlo solo en los que sin duda han de
ser sus últimos años… Jamás me lo perdonaría. ¿ Me comprendes ?
-Claro que lo
comprendo, pero no me hago a la idea de tener que separarme de ti… Sabes que
podéis quedaros aquí, ya lo he hablado con tu padre, aunque el muy terco se
empeña…
-Sí, ya lo sé;
éstas no son tierras seguras ni para vivir, ni para comerciar, y mi padre es un
comerciante y morirá siendo comerciante… No entiende otra forma de vida…
-Dime, al menos,
que volverás.
-De eso puedes
estar seguro, mi corazón te pertenece y siempre estará a tu lado, incluso en la
distancia.
Una breve y
esperanzada sonrisa acudió a los labios de Nelio, que la abrazó lentamente,
estrechándola contra su robusto cuerpo.
El Sol apenas se
vislumbraba ya en el horizonte cuando los dos enamorados atravesaron las
puertas de la ciudad. Frente a la casa de Yunnus ben Labrat, Nelio se despidió
de Raquel con un tibio beso en la mejilla de la joven y hermosa judía. El
anciano Yunnus, les observaba agazapado tras la cortina de entrada a la
vivienda.
Cuando Raquel
apartó con su mano la cortina para entrar en casa, se encontró con el rostro de
su padre. Aunque la luz era escasa, el brillo de los ojos del anciano le
delataba.
-¡ Padre ! ¿ Qué
ocurre ? – se sobresaltó Raquel.
- Nada, hija. –
mintió.
- ¡Oh, venga,
por favor, dime de qué se trata!
El comerciante
judío, titubeó, pero al final se decidió a hablar.
-Al veros juntos
me habéis recordado a tu madre y a mí cuando éramos jóvenes.- esbozó una
sonrisa que desmentían sus incipientes lágrimas.
Raquel hizo
ademán de comenzar a hablar, pero Yunnus, alzando la mano, la contuvo y siguió
hablando.
-Toda mi vida he
decidido qué era lo mejor para mí y para mi familia, y creo no haberme
equivocado demasiado. Ahora, aunque mis facultades físicas y mentales no son
las mismas, no me darían derecho a comportarme de otra manera que no fuera la
de seguir procurando lo mejor para los míos. Te he visto con Nelio, y cuando
estás con él, en tus ojos se refleja la felicidad. Yo sé que debo ir hacia el
Norte, a seguir haciendo lo que he hecho toda mi vida, lo único que sé hacer,
pero sería muy egoísta si te hiciera partir conmigo…
-¡ Pero, padre!
¿ Quién le va a cuidar si me quedase? Yo también me debo a mi familia y por
respeto he de quedarme a vuestro lado…
-¡Ay, mi
preciosa hijita ! – exclamó Yunnus acariciando la cara de Raquel con gesto
paternal.- Escúchame, el amor verdadero es difícil de encontrar y no ha de
desperdiciarse así como así. Y no te preocupes por mí, aún estoy en condiciones
de valerme por mí mismo.
-Pero…
-Nada de peros,
ya lo tengo todo planeado; iré al Norte con el resto de comerciantes y nos
estableceremos en tierras del rey Alfonso, pero vendré a visitaros cuando nos
acomodemos allí y el vecino agareno lo
permita. Éstas son tierras peligrosas, pero sé que te dejo en buenas manos…
-Padre, yo…
-No se hable
más, Raquel, me duele en el alma tener que separarme de ti, pero tu futuro está
aquí, junto al hombre que amas.
Una amalgama de
sentimientos encontrados se había adueñado de la estancia, pero ambos sabían
que el destino les había otorgados caminos diferentes y que, muy a su pesar,
cada uno debía seguir el suyo.
V
La boda se
celebró unos días después, en una mañana soleada de primavera. Acompañaba el
enlace una agradable brisa procedente de las montañas, hacia donde habrían de
partir los comerciantes judíos tras la celebración.
La ceremonia fue
oficiada por el propio Yunnus, improvisando el ritual de boda sefardí con los
elementos de que disponía en aquella ciudad del Norte, tan ajena a los ritos y
las costumbres judías. La joven emeritense lucía un traje largo, de tonalidades
claras; llevaba el pelo recogido y adornado con vistosas flores. Por su parte,
Nelio vestía su mejor pelliza de cuero y portaba las armas distintivas de jefe
y caudillo de la ciudad.
Bajo un toldo
sostenido por cuatro largas estacas, se situaron los nerviosos pero ilusionados
contrayentes y el viejo comerciante, que portaba una copa de vino en la mano
derecha. La inmensa mayoría de los habitantes de Celióbriga se hallaban presentes,
engalanados con sus mejores vestidos y abalorios. Tras un breve discurso y una
oración, ofreció el cáliz a la pareja y ambos bebieron de él. Acto seguido,
Nelio sacó de un bolsillo de la pelliza un anillo dorado, que introdujo en el
dedo anular de la mano derecha de una emocionada Raquel.
-Me eres
consagrada por este anillo conforme a la
Ley de Moisés y de Israel.- pronunció Nelio como Yunnus le
había enseñado el día anterior.
Por último, el
gigantón celiobrigense cogió la copa de vino y la estrelló contra el suelo,
como mandaba la tradición.
Fue entonces
cuando el resto de los asistentes al enlace estallaron en gritos de júbilo
y vítores hacia los recién casados,
dándose a su vez abrazos y palmadas, formando una algarabía extraordinaria.
-¡Que corra el
vino y la caelia! – gritó Turio.
Y comenzó la
fiesta, que se alargó hasta bien entrada la noche.
A la mañana
siguiente comenzaron los preparativos para la marcha hacia el Norte de los
comerciantes emeritenses. Pero no todos partirían, ya que algunos, al igual que
les ocurriera a Nelio y Raquel, habían encontrado pareja entre los muros de
Celióbriga y habían decidido establecerse en la urbe desempeñando los más
variopintos oficios.
Entrada la
tarde, ya todo estaba dispuesto para la partida, que se demoraría hasta el día
siguiente, para descansar una última noche en Celióbriga y comenzar la travesía
con las primeras luces del alba. Estimaban que, a buen ritmo y sin contratiempo
alguno, en menos de una semana alcanzarían los dominios del rey Alfonso.
Muchos fueron
los que madrugaron para despedir a la comitiva de comerciantes sureños, ya que
la mayoría de los celibrigenses había trabado durante aquel invierno una
sincera amistad con casi todos ellos. Así, se sucedían las lágrimas y los
abrazos, deseándose suerte unos a otros y un viaje sin sobresaltos.
-Buen viaje,
Yunnus. Espero que la suerte te sea favorable en tierras del rey Alfonso.- se
despidió Nelio de su suegro con un efusivo apretón de manos.
-Así lo espero.-
respondió un tanto apesadumbrado el anciano judío.
Al intuir el
motivo de su desdicha, el gigante celiobrigense miró hacia su mujer.
-No te preocupes
por ella, la cuidaré y protegeré con mi vida.
-Lo sé, Nelio,
pero me temo que ésta será la última vez que vea a mi queridísima hija y eso me
llena de tristeza…
-No digas
tonterías, Yunnus…- sonrió Nelio intentando animar al comerciante.
En aquel mismo
instante Raquel se acercó a ellos y le pidió a Nelio que le dejara a solas con
su padre. Éste accedió y se apartó lo suficiente para dejarles espacio a la
solicitada intimidad de tan amargo momento. Padre e hija se abrazaron entre
lágrimas.
-Cuídate, hija…
-Lo haré, padre…
-Y dame muchos
nietos.
Por supuesto. Y
no dude que los conocerá…
Se miraron a los
ojos y esbozaron una leve sonrisa, máscara de la mentira y la compasión, pues
ambos, en su fuero interno, tenían la certeza de que aquella sería la última
vez que se verían.
A no más de diez
metros, Nelio y Turio ultimaban los detalles de la expedición, que el caudillo
celiobrigense había decidido que encabezara su más fiel y experimentado
lugarteniente.
-Esperamos estar
de vuelta en dos semanas como mucho. Evitaremos los caminos más transitados al
volver, aunque llevemos con nosotros un número considerable de caballos y eso
dificulte la marcha…- argumentaba Turio.
-No te
preocupes, sabrás hacerlo muy bien; confío plenamente en ti. De tu éxito
depende, en parte, la suerte de nuestra ciudad.- le animó Nelio.
Con estas
palabras y un caluroso abrazo, ambos guerreros se despidieron.
Por la puerta
Norte de la ciudad salió una numerosa comitiva formada por un total de media docena
de carros, con sus correspondientes animales de tiro, una veintena de
comerciantes a pie, la escolta de mercenarios muladíes y el grupo de guerreros
celiobrigenses que traería de vuelta los caballos que Yunnus y Nelio habían
acordado como tributo por la estancia invernal de los andalusíes.
Cuando ya sólo
se divisaba a lo lejos las murallas de Celióbriga, Turio detuvo su montura y se
giró para contemplar la estampa de su amada urbe. El bravo guerrero se apartó
el oscuro y enmarañado cabello del rostro y fijó los ojos en las blanquecinas
piedras de la cerca, que resplandecían allí, en medio de la nada, entre dos
reinos que peleaban por conquistarse pero dejaban aquella tierra a modo de escudo
protector, pisada, nada más, en su camino hacia la frontera enemiga en busca de
botín o venganza y a la que tan sólo arribaban de vez en cuando proscritos de
ambos reinos o colonos aventureros que arriesgaban su vida con la esperanza de
encontrar un futuro mejor, más próspero pero incierto. Ellos habían decidido
esa forma de vida; desde niños habían conocido el miedo a la llegada de tropas
sarracenas o cristianas, pero según se hacían mayores, también crecía en ellos
el valor por defender lo suyo: su vida, su tierra, su familia y su libertad.
El viento volvió
a alborotarle el pelo y traérselo de nuevo a la cara. Lo apartó de sus ojos con
la mano y dedicó una última mirada a la colina sobre la que se asentaba su
ciudad natal.
-Ojalá todo esté
igual cuando vuelva…- fue su velado deseo. Se giró, arreó su montura y se
adelantó hasta encabezar de nuevo el grupo.
Avanzaron los
dos primeros días de marcha por la amplia y desierta meseta que se extendía al
Norte del rio Duero, parando apenas para abrevar agua, cazar alguna pieza y
recolectar frutos silvestres. En su periplo hacia el reino asturiano se
cruzaron con reducidos rebaños de ovejas, que sus cuidadores se afanaban en
alejar de los extraños dirigiéndose a los montes y bosques cercanos o
escondiéndolos en disimuladas cuevas que únicamente aquellos lugareños
conocían. También se toparon con algún que otro eremita que sobrevivía en
soledad hallando entre la exuberante naturaleza de la antesala de las montañas
todo lo necesario para disfrutar de su retiro voluntario.
Al atardecer del
tercer día, la comitiva avanzaba a ritmo pausado entre amenas y distendidas
conversaciones. Fue entonces cuando vieron aparecer un grupo de hombres a
caballo, fuertemente armados, que se interponía en su camino. Los mercenarios
emeritenses que formaban la escolta se pusieron inmediatamente en formación,
cubriendo ambos flancos de la comitiva; acudiendo los celiobrigenses a la
cabeza de la misma, a la expectativa de lo que el pelotón de caballeros, al
parecer, cristianos del Norte, hiciese. A simple vista, las fuerzas parecían
equilibradas y la desconfianza, mutua.
La mesnada
norteña se detuvo a unos cien pasos de la comitiva formada por los comerciantes
judíos, la escolta andalusí y los guerreros celiobrigenses. Segundos después,
uno de los caballeros cristianos se desmarcó del grupo y galopó hasta llegar a
pocos metros de los extranjeros. Llevaba la visera del casco alzada y la espada
envainada, lo que relajó a los sureños, viendo la intención pacífica del
acercamiento.
-Mi nombre es
Antón Laínez y sirvo al conde Nuño Álvarez, señor de Villaescusa y Amaya.
¿Quién sois y qué hacéis en estas tierras?
Turio buscó con
la mirada a Yunnus ben Labrat y tras asentir, ambos se adelantaron y se
aproximaron al caballero cristiano.
-Mi nombre es
Turio de Celióbriga y éste es Yunnus ben Labrat, comerciante judío de Emérita
Augusta que huye de los sarracenos y desea establecerse, junto con sus
compañeros,- dijo señalando al grupo de carretas que tenía a su espalda.- en
tierras del rey Alfonso.
-Ummm, ummm…-
Antón Laínez observó a ambos de arriba abajo antes de responder.
-Está bien, el
rey necesita gente como vosotros para repoblar la frontera y reactivar la
economía del reino; sin duda seréis bienvenidos…- dijo dirigiéndose a Yunnus. -
¿Y vosotros? – volvió la mirada hacia Turio.- ¿No deseáis uniros al rey Alfonso
y luchar juntos contra el enemigo agareno?
-No, nosotros
sólo escoltamos a nuestros amigos hasta tierra segura y después tornaremos a
Celióbriga con los caballos que les hemos cedido para realizar este viaje.
-De acuerdo, que
así sea, pero en cuanto lleguemos a las inmediaciones del castillo de
Villaescusa, a no más de media jornada de camino, cogeréis los caballos que os
pertenezcan y volveréis por donde habéis venido u os consideraremos hostiles,
¿entendido?
-Entendido.-
confirmó Turio clavando la mirada en los profundos ojos del caballero
cristiano.
Y así lo
hicieron. Acompañaron a la comitiva hasta avistar la fortaleza de Villaescusa y
tras una breve pero sentida despedida, aprestaron los caballos y tornaron sus
pasos hacia el Sur. Tenían por delante unas cuantas jornadas de duro camino
antes de llegar a casa.
VI
Las hordas de
Muhamad ibn Zayd llegaron en primavera con sus esmeraldas banderas al viento y
el brillo de sus cimitarras, arrasando allí por donde pisaban y sembrando
angustia, desolación y muerte. Cumplieron su promesa y Celióbriga fue cercada,
asediada y finalmente rendida e incendiada, a pesar de la enconada resistencia
de sus aguerridos habitantes, que poco o nada pudieron hacer ante un ejército
que les triplicaba en número de efectivos y en armas de asalto.
Todos los
supervivientes fueron apresados y encadenados como vulgares esclavos. Aquellos
que se encontraban maltrechos, mutilados o simplemente creyeron inservibles,
fueron ejecutados sin compasión.
Las tropas de
ibn Zayd saquearon la ciudad y sus alrededores antes de prenderle fuego a todo
y se hicieron con un cuantioso botín en joyas, armas, mantas de lana, tinajas
de barro cocido, arcones de trabajado roble… y esclavos, la fundamental fuente
de ingresos para los jerarcas andalusíes, ganados en guerra legítima contra el
enemigo cristiano del Norte, aunque, a decir verdad, buena parte de los
celiobrigenses no eran cristianos, sino que respetaban los antiguos dioses
locales o simplemente no creían en otra religión que no fuera la de trabajar la
tierra, cuidar el ganado y ganarse el sustento diario con el sudor de su frente
sin tener que rendir cuentas a nadie, ni clérigos, ni señores.
Una vez
recaudado todo lo que de valor encontraron en la ciudad, los soldados
andalusíes, en su mayoría bereberes norteafricanos, prendieron fuego a los
tejados de la urbe y abandonaron el recinto amurallado para contemplar la
enorme pira en la que habían convertido Celióbriga. Esa misma tarde, henchidos
de victoria, se encaminaron hacia el Sur cargados de botín y esclavos.
Nelio despertó
mareado tras dos días de agonía. En la última y definitiva batalla había sido
alcanzado en la cabeza y en el hombro por un proyectil enemigo que lo dejó
inconsciente y malherido. De hecho, fue el único herido al que respetaron la
vida por tratarse del gran caudillo de la ciudad y un ejemplar humano
extraordinario, que sin duda valdría muchos dinares en una subasta de esclavos.
Estaba cargado
de grilletes y tenía vendada la cabeza con un aparatoso emplasto. Lo primero
que le vino a la mente fue la idea de qué le habría sucedido a su mujer, a sus
camaradas Turio y Argentano y al resto de vecinos. Aunque intuyó enseguida que
habían sido derrotados, deseaba fervientemente saber qué suerte habían corrido
sus compatriotas. Pero el fuerte dolor de cabeza le impedía siquiera mantener
la consciencia y volvió a caer en un profundo sueño.
Tardaron varias
semanas en llegar a Qurtuba, por la antigua calzada romana de la plata, debido
a la dificultad de transportar la cuantiosa mercancía material y humana
incautada.
La populosa
ciudad de Qurtuba, que se asentaba a orillas del Wadi al Kabir, como los árabes
llamaban al rio Betis, era la capital del emirato andalusí, centro principal de
poder e importante mercado internacional de esclavos.
La salud de
Nelio había mejorado considerablemente durante el viaje, y aunque no pudo ver a
su mujer, sí pudo enterarse, por otros prisioneros, de que estaba viva. Sus
lugartenientes no habían corrido la misma suerte, si es que se podía llamar
suerte, para un aguerrido celiobrigense, ser reducido a esclavo en vez de morir
con honor en la batalla.
En la capital
andalusí, Muhamad ibn Zayd entregó parte del botín al emir Yusuf ibn Tarif,
como era preceptivo, y el resto de útiles, víveres y esclavos, se dispuso a
venderlos en el mercado de Qurtuba, ya que allí encontraría sin duda multitud
de compradores dispuestos a adquirir tan suculenta y variada mercancía.
Aunque Nelio se
encontraba casi totalmente restablecido de sus heridas, su ánimo estaba por los
suelos. Encadenado a una hilera de compatriotas, todos ellos hombres que habían
luchado valerosamente con él en Celióbriga, se disponía a ser vendido en la
subasta de esclavos de aquella calurosa tarde estival.
El gentío
abarrotaba el zoco de la capital andalusí. Los presentes se abrían paso entre
golpes y codazos para ver desde un lugar privilegiado la mercancía y no perder
detalle de lo expuesto. El subastador se desgañitaba ensalzando las virtudes de
los cautivos para atraer la atención de los posibles compradores, creando así el
ambiente necesario que propiciase las pujas y conseguir el precio más elevado
por los lotes.
Nelio subió,
perlado en sudor, junto con sus compañeros, al templete en el que se exhibían los
esclavos y fue entonces cuando vio a su mujer. Justo al otro extremo del
armazón de madera, comenzaron a subir otra hilera de esclavos, niños y mujeres,
entre los que se encontraba Raquel. Su aspecto era lamentable; totalmente demacrada,
su belleza juvenil parecía haberse esfumado, vestida con raidos harapos y una
infinita tristeza en la mirada. A Nelio le entraron ganas de arrancarse
aquellas cadenas y correr hacia su amada, pero no podía. Tensó los músculos,
que se le inflamaron casi hasta estallar, pero era imposible deshacerse de
aquellas cadenas. La visión de su esposa en semejante estado acabó de hundirle.
La fugaz alegría que le supuso verla se empañó enseguida por la inmensa pena y
desazón de contemplarla como una esclava más, en breves instantes vendida a
algún cacique norteafricano. No sentía la esclavitud tan dolorosa en sus carnes
como en la perdida mirada de su mujer.
-¡Raque, Raquel,
resiste! ¡Volveremos a casa! – fue todo lo que pudo decir antes de que media
docena de hombres armados se abalanzaran sobre él y le hicieran callar a
golpes.
-¡Nelio, Nelio!
– gritó ella.
Pero al levantar
la cabeza, ensangrentado, tras la batería de puñetazos y patadas que le
propinaron, ya no pudo ver a Raquel. La ristra de esclavas en la que iba la
joven judía había descendido de la tarima de venta. En aquel instante deseó
estar muerto.
Pero un pequeño
hálito de fortuna y esperanza sonrió aquella aciaga tarde a la pareja, ya que
fueron comprados por el mismo hombre: Karim ibn Shelim. Se trataba de un rico
comerciante yemení establecido en el norte de África, atraído por las
conquistas árabes y su imparable expansión por la zona, que veía en los
dominios de Al Andalus la oportunidad de abrir mercados y conseguir ingentes
cantidades de oro.
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