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Saludos fans de la Ciencia Ficción!!!Me llamo Iván Avila y os doy la bienvenida a mi blog. En él encontraréis un espacio en el que compartir nuestras inquietudes, visiones y gustos sobre la Ciencia Ficción y la literatura Fantástica en general. Cada semana iré introduciendo un relato de cosecha propia, junto con comentarios sobre mis lecturas, recomendaciones, clásicos, novedades y demás historias.Espero que lo visitéis a menudo y paséis un buen rato leyendo y compartiendo conmigo nuestra pasión común por la Ciencia Ficción.

jueves, 24 de noviembre de 2011

RELATO: Los Ciberpoetas.

El mundo en el que transcurre esta historia es un mundo real, no muy lejano en el tiempo, en el que los Gobiernos Planetarios proyectan armas químicas y bacteriológicas sobre sus propios ciudadanos con la finalidad y deliberado afán de acabar con la superpoblación de sus países, y en el que los recursos naturales son tan escasos ya, que no existe lugar en el planeta sin explotar por recóndito y lejano que se halle.
Los habitáculos en los que reside la población están diseñados como unidades independientes, donde los residuos de sus moradores son tratados y reciclados en compartimentos exclusivamente destinados para ello dentro del propio habitáculo. El espacio no abunda en este tiempo que os relato y ya no hay lugar para basureros ni plantas recicladoras de vidrio o metales.
Repito que lo Gobiernos aniquilan cada año de mil formas diferentes a sus ciudadanos para controlar la población del país... Y es que no hay espacio, de veras... Y para que unos puedan vivir, otros tienen que morir primero.
Pero no hablemos de eso. Hoy hay clase de Historia en el Colegio Paulo Menza de la capital de la Región Norte, un edificio luminoso y moderno, al que se le han incorporado todos los avances técnicos en la construcción de edificios públicos de máxima seguridad frente a terremotos o ataques enemigos. Un día más, los niños están aprendiendo cómo fue la vida en el planeta hasta llegar al punto en el que se encuentran.
Mauro despliega su ciberlibro e introduce el disco con el Tema 9 sobre los ciberpoetas. “Parece interesante” piensa para sí. “Cuanto menos, curioso”.
- ¿ Quiénes fueron los ciberpoetas ? - pregunta uno de los niños mutantes.
- Tranquilos, ahora lo leeremos y conoceremos quiénes fueron y qué hicieron estas personas por salvar nuestro planeta.
“Qué emoción” expresa para sí Mauro, que no se atreve a hablar, pues él es un niño normal, de clase baja, no un mutante. Y es que los mutantes son, por así decirlo, más inteligentes, guapos y atléticos que los niños nacidos de humanos no manipulados genéticamente ni vacunados contra todo tipo de enfermedades cuando aún son embriones. Éstos gozan de mayores aptitudes y salud que los no mutados. De hecho, el Gobierno sólo aniquila a los no mutados, más débiles que el resto, no inmunes a las armas químicas que el Gobierno dispersa para controlar el volumen de la población. ¿ Os acordáis del SIDA, el Ebola, el Antrhax o la neumonía asiática ? Pues a eso me refiero. Además, los mutados pueden aguantar perfectamente las asfixiantes temperaturas que se producidas por el deterioro de la capa de ozono en zonas antaño templadas del planeta.
- Venga, Mauro, enciende tu ciberlibro y léenos quiénes fueron estos personajes, los padres de la cultura actual.
La profesora es una mujer joven, alta, de cabello liso, largo y rubio, de brillantes ojos y desbordante cinismo. Sin duda una mutante más, una más de los elegidos para suceder al homo sapiens, creador de la nueva raza dominante. Un legado perfecto, sin duda.
Mauro conecta el interruptor. La pantalla se ilumina a la par que introduce el soporte informático en la ranura pertinente de acceso al CD-ROM.
Está muy nervioso; al fin y al cabo es un niño que se siente inferior y eso es lo peor que le puede ocurrir a una persona.
Aparecen las primeras letras en la pantalla líquida de su ciberlibro y comienza a leer...

- Manifiesto de los Ciberpoetas:

23/07/2017


“Los poetas cibernéticos somos un grupo de ecologistas e intelectuales que creemos que es un verdadero anacronismo que en pleno siglo XXI, siglo por excelencia de la tecnología y los avances científicos, todavía estemos inmersos en la cultura del papel. Por lo tanto:

Los poetas cibernéticos odiamos los libros.

En consecuencia, nuestros mayores enemigos son las industrias madereras, los fabricantes de muebles que se niegan a utilizar otros materiales para la construcción de puertas, armarios y demás; los obstinados editores y libreros, los vanidosos poetas que se mueren por ver plasmados sus versos en papel, bibliófilos del tres al cuarto y demás ralea. Por su culpa, se talan millones de árboles cada día y en poco más de cincuenta años habrán contribuido a que las condiciones de vida en el planeta Tierra sean deplorables.

Los poetas cibernéticos no arremetemos de ningún modo contra los lectores; ellos son una minoría menos obstinada y más fácil de disuadir del consumo obsesivo y posesivo de literatura en un soporte físico derivado de la madera ( se puede utilizar, entre otros argumentos, el alto precio de los libros ).

La Región Norte es la zona del planeta donde menos se lee y donde más libros se editan; por lo que vemos absurdo un derroche tal de papel para dejarlo pudrirse en las estanterías de las numerosas, bonitas y prestigiosas librerías y bibliotecas de nuestras ciudades. Acabemos con esta incongruencia.
¡ Reciclemos algo más que las cajas de cartón del Telepizza !

El saber no está en los libros, está en Internet. Todo el saber está en Internet.

Los poetas cibernéticos abogamos porque en un futuro inmediato la inmensa mayoría de la población se valga de los soportes informáticos como elementos en los que almacenar y transferir los saberes. No queremos cuadernos, ni folios, ni libros en las aulas, queremos ordenadores, disquetes y CD´s. Queremos agendas electrónicas y teléfonos móviles.

Deseamos que las nuevas generaciones de niños adoren los videojuegos; deseamos fervientemente que el mejor animal de compañía para nuestros hijos sea una videoconsola; es más, ése ha de ser su único juguete.

Los periódicos deben desaparecer. Proponemos pantallas informativas en las paradas de los autobuses en las que vengan reflejadas las noticias más relevantes del día.

Hay que alejar a las nuevas generaciones del hábito de la lectura sobre un soporte material basado en el papel. Hemos de proponer actividades alternativas para sus ratos libres. Programas de concienciación medioambiental y protección de nuestro sustento vital: los bosques. Sin ellos, el aire sería irrespirable.

Los poetas cibernéticos no pretendemos salvar el mundo, tan sólo ansiamos concienciar a la población de un mínimo comportamiento ecológico. Es por el bien de todos. Tal vez nosotros jamás veamos peligrar de manera escandalosa nuestras vidas, pero nuestros hijos y nietos maldecirán a sus antepasados por el desastroso legado que les estamos dejando”.


Mauro termina de leer estas últimas palabras realmente impresionado. “Así que fueron ellos” susurra en voz baja, casi imperceptible.
- ¡ Sí, estúpido, que te creías ! - le increpa uno de sus compañeros, que ha escuchado su callado comentario.
“Los mutantes parecen saberlo y oirlo todo” corrobora su triste mirada.
- Bueno, así que ya sabéis quienes fueron los ciberpoetas. Muchas personas creían que el aspecto cultural del libro de papel tenía mucha raigambre en el planeta, debido al largo tiempo que anduvo este soporte entre nosotros y al apego a ellos de gran parte de la población, pero no fue así, la revolución cultural de los ciberpoetas acabó con esa costumbre e hizo posible que el planeta se regenerase en parte o al menos pudiésemos seguir viviendo en él.
- Excepto los normales - asegura un niño mutante entre carcajadas. El resto le ríe inmediatamente el comentario. Ha resultado realmente gracioso.
- Por favor, niños - interrumpe la profesora.
Mauro se ruboriza y agacha la cabeza. Tiene doce años pero empieza a entender muchas cosas sobre el mundo en el que vive. Sabe de sobra que el futuro es de la otra raza, como dice su padre; que el hombre, contra todo pronóstico, seguirá poseyendo cabecillas dispuestos a sacrificar todo y controlar a todos por perpetuar unos años más la especie humana en el planeta. Jamás dejarán que las ratas y las cucarachas se erijan como los dominadores de la Tierra. No son dignos de ello; en cambio, los mutantes humanos sí.
El sonido del megáfono irrumpe en el cortante silencio de la clase y Mauro se siente en parte salvado. No soportaba más el bochornoso comportamiento de sus compañeros. Pliega su ciberlibro y sale corriendo.
Ya en la calle, más tranquilo, centra su pensamiento en los ciberpoetas. “Fueron ellos” se repite, pero sin encontrar un enlace directo con la aparición de esos malditos mutantes... “Quizá cuando sea mayor lo entenderé” reflexiona brevemente; y sin darse apenas cuenta, se encuentra ya frente a la puerta de su casa.
- ¡ Papá, mamá ¡ - grita Mauro al ver a sus padres en el salón, esbozando una enorme sonrisa.
Instantes después se funden los tres en un largo abrazo.

32 comentarios:

  1. “Las ruinas de una civilización son los cimientos sobre los que se asientan las venideras. Ahora ya casi nadie lo recuerda y por eso yo os lo voy a contar.

    Así ocurrió con Éridan, la más espléndida de todas las tierras conocidas en la gran isla de Alteria, con sus fértiles y recónditos valles, sus oscuras y majestuosas montañas y cristalinos ríos; cuna de la más floreciente cultura y de los más afamados sabios y artistas…

    Comenzaba la primavera cuando el numeroso ejército de Kardia partió hacia el pequeño reino del Sur. No había indicios, ni motivos aparentes, para presagiar este hecho. Simplemente ocurrió. El despiadado rey Mornak había decidido que aquellos bellos parajes debían ser anexionados al gran reino de Kardia para su mayor gloria y poder.

    Poco a poco, las poblaciones de Éridan fueron cayendo en manos de los soldados kardianos. Las aldeas eran arrasadas y los hombres pasados a cuchillo, mientras las mujeres y los niños eran hechos esclavos. Tan sólo Éridan, la capital que daba nombre al reino, opuso resistencia tras sus fuertes murallas. La ciudad, de hermosos edificios y jardines de ensueño, fue finalmente asaltada e incendiada hasta quedar reducida a cenizas…”



    Crónicas de Alteria

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  2. Era una tarde soleada de estío. El sofocante calor canicular inundaba hasta el más sombrío y recóndito de los rincones del Palacio Real de Éridan; sin embargo, existía un inusual alboroto por los pasillos y estancias del magnífico edificio: solícitos pajes y doncellas ataviadas con rico atuendo, corrían de un lado para otro como si les fuera la vida en ello. Y no era para menos, pues la reina Oneca iba a alumbrar una criatura.

    El rey Jarol aguardaba nervioso tras la puerta de la Habitación Real, donde se hallaba la parturienta con las matronas, cuando hizo acto de presencia un polvoriento, sudoroso y cansado mensajero.

    -Majestad, traigo malas noticias.- acertó a balbucear entre fatigosos jadeos.- Las tropas del ejército kardiano se encaminan hacia nuestro reino…

    -¿Cómo? – el rey quedó estupefacto ante tamaña noticia. El corpulento y aún joven monarca se mesó las barbas, visiblemente alterado, confundido. Por un instante, el tiempo se detuvo. Pero, segundos después, rompía el silencio el llanto de la princesa Carla.

    Se abrió la puerta y el rey entró en la alcoba. En el lecho conyugal yacía su esposa, la reina Oneca, y en sus brazos, la recién nacida criatura.

    -Parece que no te alegras.- le espetó la parturienta al ver el serio semblante del monarca.- ¿Preferías un hijo? ¿Es eso?

    -No, querida, no es eso.- dijo acercándose hasta la cama y acariciando a la pequeña Carla.

    -¿Entonces? – insistió la reina.

    -No es nada, mi amor, no te preocupes y descansa.- le mintió con una sonrisa. El rey estaba profundamente preocupado, pero no quería inquietar a su esposa, ni estropear aquel momento tan especial. La inusitada alegría que le producía el nacimiento de su preciosa hija, chocaba en aquel instante con la funesta noticia de la inminente invasión kardiana, ante la que poco o nada podrían hacer dada la abismal diferencia de potencial bélico que existía entre ambos reinos.

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  3. Seis días más tarde, un numeroso ejército se desplegó ante los muros de Éridan: eran las tropas del rey Mornak, llegadas desde la gran llanura central de Alteria, territorio que conformaba el reino de Kardia. El ministro Marn había reclutado, nada más comenzar la primavera, aquel inmenso ejército para poder presentarse en pleno periodo estival frente a los muros de Éridan. Aquella era la mejor época para un asedio, pues las lluvias eran escasas y el cereal aún no había sido recogido de los campos. Y sin agua, ni alimentos, los habitantes de Éridan no tardarían mucho tiempo en claudicar.

    Pero no fue así. El asedio a la capital resultó más largo y penoso de lo esperado. El magnífico enclave sobre el que se asentaba la ciudadela dificultó sobremanera la tarea por parte de las huestes kardianas. El único punto débil lo representaba un cerro testigo casi a la misma altura que aquel sobre el que reposaba la capital del reino. Y precisamente allí, en aquel promontorio, los invasores emplazaron su campamento y desplegaron toda la maquinaria bélica que llevaban consigo, destacando poderosamente diez majestuosas catapultas. Éstas eran accionadas día y noche para derribar las almenas de la muralla, mediante enormes piedras, o bien incendiar el interior de la urbe con una argamasa de ramas, telas, hojas y brea, que se hacía prender segundos antes de ser lanzada.

    El rey Jarol envió emisarios para negociar una rendición justa, digna y respetable para la población eridana, pero por toda respuesta obtuvo las cabezas cortadas de sus mensajeros arrojadas al interior de la ciudad con la ayuda de las catapultas kardianas.

    Desde aquel instante sabían que no habría cuartel y por ello, lucharían hasta el final e intentarían derramar la mayor cantidad de sangre enemiga antes de entregar la suya propia. Mientras tanto, la princesa Carla, ajena a todo lo que ocurría en el exterior de la fortaleza, reía y jugaba, con apenas seis meses, en su cuna de cedro y marfil.

    El rey Jarol, viendo el deterioro que estaban sufriendo los muros de la ciudad, ordenó tapiar dos de las tres puertas de la muralla que rodeaba la capital, dejando así una sola entrada, la menos accesible y más fácil de defender en caso de ataque. Pero la gran joya defensiva seguía siendo el magnífico palacio-fortaleza, desde cuya torre del homenaje, por las noches, el rey Jarol contemplaba ensimismado aquellas estrellas que le habían augurado erróneamente a su pequeña hija un agraciado destino…

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  4. III



    Los soldados kardianos entraron en Éridan una fría mañana de invierno en que la nieve, blanca, inmaculada, lo cubría todo; tan sólo enturbiada levemente por salpicaduras de sangre que delataban la existencia de cadáveres cubiertos por la nevada de la noche anterior. Tras meses de constante acoso y desgaste, consiguieron abrir una brecha en los muros de la ciudad, por donde el ejército kardiano comenzó a adentrarse en las calles de la sitiada Éridan. Arrasaban con todo aquello que encontraban a su paso; no hacían prisioneros, simplemente prendían fuego a todas y cada una de las viviendas por las que pasaban en su avance hacia la parte más alta de la ciudad, donde se encontraba el castillo, y degollaban a todo aquel que se cruzara en su camino, ya fuera hombre, mujer o niño… Jamás se había visto tanta crueldad sobre las tierras de Alteria como la desplegada por las tropas de Mornak aquel día, y estaba claro que el contingente kardiano no se detendría hasta que no quedase un alma en aquella, otrora, excelsa ciudad.

    Los soldados kardianos, comandados por el malvado ministro Marn, registraron y saquearon hasta el último de los rincones de la amurallada urbe antes de prenderle fuego por los cuatro costados; ni siquiera el cementerio se salvó del expolio, conocedores los kardianos de la costumbre eridana de enterrar a sus muertos con suntuoso y rico ajuar.

    Finalmente, llegaron hasta el castillo de la ciudadela y doblegando la postrera resistencia de la guardia real eridana, las tropas enemigas entraron en la fortaleza. Un nutrido destacamento kardiano, comandado por el propio rey Mornak, llegó hasta la puerta de la Habitación Real. Al abrirla, encontraron al rey Jarol empuñando una espada, y a su esposa, la reina Oneca, portando una daga en la diestra, ambos protegiendo la cuna en la que descansaba plácidamente la princesa Carla.

    -¡ Matadlos! – ordenó Mornak a sus soldados.

    Los efectivos del ejército kardiano que hasta allí habían subido, no dudaron un instante en obedecer la orden de su monarca y avanzaron raudos hacia los reyes eridanos, dispuestos a cometer el magnicidio. El rey Jarol derribó algunos adversarios a golpe de espada, pero en un descuido, bajó la guardia y fue ensartado por la espalda con una pica enemiga. Aún así, aún tuvo fuerzas para descargar un último mandoble que hirió mortalmente a uno de los soldados kardianos.

    La reina Oneca soltó un grito de horror al ver caer a su esposo y se abalanzó sin pensarlo contra los soldados enemigos, poseída por la rabia y el odio; pero un certero golpe de espada de Mornak, que se había hecho hueco en la sala apartando a sus súbditos, acabó con la vida de la joven reina.

    Tan sólo la princesa Carla se salvó del filo de las espadas kardianas. Sin duda su corta edad y extraordinaria belleza contribuyeron a ello. El propio rey Mornak tomó aquella decisión, ya que ninguna culpa habría de tener aquella niña que reposaba felizmente en su cuna mientras todo ardía y se desmoronaba a su alrededor. Mornak, en un acto de extraña piedad o tal vez cumpliendo, sin saberlo, el inescrutable destino, cogió a la pequeña princesa en brazos y salió presto del palacio-fortaleza de Éridan, antes de que se derrumbase.

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  5. IV



    Castillo Real de Kardia: catorce años después.



    El príncipe Mornak y la princesa Carla jugaban como todas las mañanas en el patio central porticado del magnífico castillo de la capital del gran reino de Kardia, cuando por una de las puertas de acceso a las estancias palatinas aparecieron el rey Mornak y su ministro Marn, que venían de departir sobre asuntos de estado y se dirigían al salón principal para descansar tomándose un refrigerio. Al ver a los dos muchachos, el poderoso ministro hizo una mueca de desaprobación y chasqueando la lengua le comentó al monarca:

    -Excelencia, con el debido respeto, considero que tanto el príncipe heredero, como la princesa Carla, ya no tienen edad para comportarse como niños y jugar juntos. Sé que les une una fraternal amistad, pero ya deberían irse familiarizando, uno con las armas y la otra con los quehaceres típicos de toda cortesana.

    -Tienes razón, querido Marn, ya va siendo hora de despertarles a la vida de los adultos.

    -Si su majestad lo desea, puedo encargarme personalmente de la formación del príncipe heredero, Señor.

    -¿Y de la princesa Carla?

    -Preferiría no hacerlo, Excelencia, mi honorabilidad me lo impide; esa muchacha no deja de ser una eridana, y disculpe si le repito por enésima vez que jamás debió salvarle la vida…

    -Ahora ya es tarde para arrepentirse de eso, ¿no crees, Marn?

    -Sólo espero que el tiempo no me dé la razón, Majestad. Si algún día descubriese su pasado…

    -No temas por ello, Marn, nunca lo sabrá. Además, ya es una de las nuestras…

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  6. Pero un día, alborotando en las cocinas de palacio, el príncipe Mornak y la princesa Carla incordiaron más de lo habitual a la vieja cocinera, que era muy cascarrabias, y ésta les regañó seriamente con la escoba en la mano.

    -¡Iros ya de aquí, jovenzuelos impertinentes, y dejadme trabajar tranquila y en paz!

    -Oye, vieja gruñona, – se revolvió el príncipe Mornak.- no eres más que una simple cocinera, no nos hables así, ni a mí, ni a mi hermana.

    -¿Tu hermana? ¿Acaso no sabes que esa mocosa no es tu hermana?

    Los dos jóvenes se quedaron estupefactos ante las palabras de la vieja cocinera, pero tras unos segundos les restaron crédito.

    -Has perdido el juicio vieja asquerosa, no sabes lo que dices.- le refutó el príncipe.

    -¿Ah, No? Pues pregúntale a tu padre, el gran Rey de Kardia, quién es esta muchachita de rizados cabellos del color del trigo… ¿Estás seguro de que es tu hermana? Dime, en qué os parecéis…

    El moreno muchacho no supo qué responder. Confuso y visiblemente airado, dio media vuelta, cogió de la mano a la princesa, y ambos se dispusieron a salir de la cocina. Cuando ya se encontraban en el dintel de la puerta, Mornak se giró y le gritó a la vieja.

    -¡Claro que le diré a mi padre todo lo que has dicho! Ya puedes huir si no quieres perder la cabeza.

    Pero la sombra de la duda planeó toda la tarde sobre los pensamientos del joven príncipe, que se resistía a creer otra cosa que no fuera que la princesa Carla era su hermana. ¿Y si no era así? ¿Cuál era su procedencia? Debía preguntarle a su padre sobre el asunto.

    Y así lo hizo.

    Casi anochecía cuando sonaron tres golpes pautados en la puerta de cedro que protegía los aposentos del monarca. Acto seguido, un guardia real abrió la puerta y en voz alta anunció la presencia del príncipe.

    -Majestad, el príncipe heredero desea veros.

    -Que pase.- respondió Mornak desde el ricamente labrado escritorio de roble, un tanto extrañado por la visita de su hijo y por la hora de la misma.

    Cuando el príncipe entró, el rey Mornak se apresuró a esbozar una sonrisa y saludar a su hijo, pero sin levantarse del asiento.

    -Hola, hijo, ¿qué te trae por aquí a estas horas?

    -Hola, padre… Eh… tan sólo quería preguntaros una cosa…

    -Adelante pues.

    -¿Cómo era mi madre? ¿Era rubia y de ojos claros como Carla?

    -¿A qué viene ahora esa repentina curiosidad por saber cómo era tu madre? Nunca antes me lo habías preguntado. – respondió el rey, que seguía echando una hojeada a los papeles que tenía esparcidos sobre de la mesa.

    -Úrsula, la vieja cocinera dice que Carla y yo no somos hermanos… – dijo el príncipe con un hilo de voz, sin atreverse a continuar.

    El rey Mornak se quedó petrificado por un instante. Levantó la mirada y soltó la pluma con la que estaba escribiendo.

    -Y ¿desde cuándo haces caso de lo que dice una vieja cocinera? –sentenció el monarca con voz enérgica, casi enfadado.

    El príncipe Mornak se ruborizó, avergonzado por su credulidad.

    -Tenéis razón, padre. Perdonad.

    Se levantó, cabizbajo, y abandonó la estancia.

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  7. Aquella misma noche, el ministro Marn y dos soldados de la guardia real, se colaron como tres sombras fantasmales en las cocinas del palacio. Buscaban a la cocinera Úrsula, a la que encontraron recogiendo y limpiando la vajilla utilizada en la cena del monarca y su séquito. Sin mediar palabra, la redujeron entre los dos guardias; la maniataron y amordazaron; la cargaron a hombros y con el mayor de los sigilos salieron de las cocinas hacia el patio de armas. Una vez allí, aprovechando la oscuridad de la noche sin luna, abandonaron el palacio con dirección a la puerta Sur de la muralla. Atravesaron el portillo que les fue previamente franqueado sin problema alguno y salieron al exterior del recinto amurallado. Allí, a la orilla del rio Kardinn, Marn despojó de su mordaza a la exhausta y quejicosa anciana y procedió a cortarle la lengua.

    -¡Así aprenderás a tener la boca cerrada! – le susurró al oído el ministro mientras le cercenaba el apéndice bucal.

    El ahogado grito de la cocinera alentó al consejero real a rematar a la mujer apuñalándola en el abdomen repetidas veces. Antes de que la anciana se desplomase, la empujó y cayó al rio.

    -¡Ya no volverás a decir nada inoportuno, vieja estúpida! – se despidió el ministro.

    A la mañana siguiente y sin apenas poderse despedir de su hermana, el príncipe Mornak fue enviado, sin previo aviso, a las frías tierras del Norte, al castillo de Tholk, con la excusa de comenzar allí su formación como soldado y futuro rey de Kardia; siendo confinada la princesa Carla, de igual manera, en un convento próximo a la frontera Varnia, al otro extremo del reino, donde supuestamente sería instruida en las artes y menesteres propios de una cortesana.

    Aquella drástica decisión de su padre no hacía sino acrecentar las sospechas del joven príncipe sobre la veracidad de las palabras de la anciana cocinera. Aún así, obedeció la orden, como no podía ser de otra manera, y partió hacia el Norte.

    Al cuarto día de viaje llegaron a Tholk, donde fue recibido con honores por el conde Elmer de Tholk, que parecía entusiasmado con la deferencia que había mostrado el monarca enviando allí a su hijo para su instrucción.

    Una vez instalado en el castillo y en el poco tiempo libre que le dejaban su formación militar y las jornadas de caza, el príncipe se dedicaba a investigar en los escasos y antiguos libros que había en el castillo, intentando hallar alguna anotación relacionada con el pasado más reciente. Pero aquellos apuntes históricos tenían cientos de años de antigüedad.

    Al no encontrar información al respecto, una noche, en el comedor del castillo, durante la cena, el joven príncipe se decidió a preguntar al conde de Tholk sobre la conquista de Éridan y el nacimiento de su hermana Carla.

    -Fue una gran conquista, sin duda, pero ocurrió una terrible desgracia aquellos días: tu madre murió al dar a luz a tu hermana Carla, sin que tu padre, en el frente de batalla, pudiera estar presente…- calló unos segundos.- Una verdadera lástima; tan joven y bella que era tu madre…

    Aquella mentira apaciguó en parte sus dudas y su inquietud. Se quedó más tranquilo y se olvidó un tanto del asunto, aunque seguía apenándole estar lejos de su añorada hermana.

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  8. V



    El tiempo transcurría inexorable, y con la excusa de su formación, la princesa Carla llevaba recluida casi dos años en el estricto monasterio de Montsagur, donde, al contrario que el príncipe Mornak en Tholk, era tratada sin ninguna distinción, ni miramiento.

    escena de la abadesa y Carla interrumpida por una monja q dice haber visto un hombre merodeando por los alrededores de la abadía.

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  9. Esa misma noche, estando la desdichada princesa en sus austeros aposentos, se le apareció, como salida de la nada, una sombra espectral que le llamó por su nombre. La joven, en un primer instante, se asustó sobremanera, pero cuando la voz volvió a pronunciar su nombre, lo hizo de una forma tan sosegada y tranquila, que contagió aquella calma y quietud a la muchacha.

    -Carla, hija, soy tu padre, Jarol de Éridan. Los kardianos nos despojaron de nuestras tierras a sangre y fuego y te llevaron con ellos. No eres una princesa kardiana, pequeña amada, sino la heredera de Éridan, hoy sometida. – la princesa, boquiabierta, no cabía en sí del asombro que le provocaban las palabras del fantasma de su padre. No era capaz de articular palabra. Así pues, su padre siguió hablando.- Debes volver a Éridan; allí hay aún nobles partidarios de la independencia y contrarios al malvado Mornak, que te apoyarán a la hora de reclamar lo que es tuyo por derecho. Ellos son Samuel de Parkhos, Troy de Sulz y Dario Strassen. Vete y cuéntales quién eres y lo que sabes. Te escucharán y estarán deseosos de ayudarte. Es más, sé que algo tan maravilloso como que su princesa regrese a su reino les inflamará el orgullo y el ánimo, aprestándolos para la sublevación y la batalla por recuperar lo que un día nos robaron.

    Así habló el fantasma del rey Jarol de Éridan a su hija. Y desapareció.

    La princesa Carla ya no pudo pegar ojo en toda la noche. Aquella revelación aclaraba algunos interrogantes que en el pasado se había cuestionado sin darles demasiada importancia, sin recabar mucho en ellos. En alguna ocasión había preguntado a las superioras por su pasado y ninguna le respondió: el mutismo fue absoluto. Pero ahora tenía claro cuál era su destino y lo que debía hacer.

    Con las primeras luces del alba, la princesa ató las sábanas de su cama a la ventana exterior de su celda y se descolgó peligrosamente por ellas, teniendo que dar un último salto al vacío para llegar a tierra. A causa del impacto, trastabilló y cayó al suelo. Pero el ímpetu de la huida apenas le hizo reparar en el dolor. Salió corriendo sin dirección alguna. Sólo pretendía alejarse lo más posible del convento en el que había estado enclaustrada y engañada durante tanto tiempo con la excusa de su formación como cortesana. Cuando se dieran cuenta de su ausencia, ya estaría fuera de su alcance.

    Tras casi una hora de apresurada carrera, la fatigada princesa se detuvo, apoyando la mano en un robusto árbol y reclinando el torso para recuperar el resuello. Fue entonces cuando escuchó, tras una frondosa arboleda, el relinchar de un caballo.

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  10. Con el mayor de los sigilos se fue aproximando al animal, ocultándose tras el tupido follaje; cuando estuvo lo suficientemente cerca, salió de la espesura y de un salto se encaramó al lomo del caballo, dispuesta a espolearlo y salir al galope. Pero alguien, con una fuerza descomunal, le agarró por la espalda y la tiró al suelo. El tapiz de las hojas muertas de los árboles amortiguó, en parte, la brutal caída.

    -¡Maldito… pero… – se extrañó el agresor al asir a su presa y voltearla para comprobar que se trataba de una joven de aspecto monacal. – Pero, ¿quién sois y de dónde salís si se puede saber? – preguntó, sorprendido, el joven propietario del animal.

    -No lo veis, soy una novicia. – se apresuró a responder la princesa Carla entre gestos de dolor.

    -Permitidme que lo dude. ¿Desde cuándo una religiosa intenta robar una montura a su dueño? ¿Tal es vuestra urgencia que no pedís siquiera permiso para poder usarla? O ¿acaso os habéis escapado del convento de Montsagur?

    -Sí, me he escapado; y si os dijera quién soy y porqué lo he hecho, no me creeríais.

    -Intentadlo al menos. Si decís la verdad, tal vez os crea.

    -No seréis kardiano…

    -No, no lo soy.

    Entonces, la princesa Carla tomó una profunda bocanada de aire, exhaló y comenzó a hablar:

    -Soy la princesa Carla de Kardia, pero en realidad soy la princesa Carla de Éridan, hija de Jarol de Éridan. Los kardianos me raptaron cuando ni siquiera andaba el día en que arrasaron la capital eridana…

    -¡No puede ser! ¿Es… es… cierto lo que… decís?- balbuceó el joven jinete, estupefacto.

    La princesa Carla asintió con la cabeza.

    -Tan cierto como que intenté robar vuestro caballo para poder llegar lo antes posible a Éridan. Allí debo encontrar a ciertos nobles disidentes de la ocupación kardiana y revelarles mi identidad. Seguro que ellos me acogerán y ayudarán a liberar Éridan del yugo kardiano.

    -En verdad que cuesta creeros; pero por increíble que parezca, os otorgo el beneficio de la duda.- sentenció el joven.- Además, soy un caballero y jamás dejaría desamparada a una dama en apuros y menos tratándose de una princesa. Subid a mi caballo y os llevaré hasta Éridan. No es un viaje muy largo, pero sí complicado: hay que atravesar el desierto de Kozhima, habitado por los temibles hombres camello… Habrá que tener mucho cuidado.

    La princesa Carla miró fijamente a su interlocutor.

    -Aún no me habéis dicho cómo os llamáis.

    -Mi nombre es Erik, princesa.

    La joven esbozó una leve sonrisa, puso el pie en el estribo y subió con decisión al animal.

    -¡Adelante, pues!

    Y ambos pusieron rumbo a Éridan.

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  11. Días después, llegaron a Trámara los otros dos nobles que el fantasma del rey Jarol le había revelado a la princesa. Ambos nobles conspiraban en la sombra contra el poder kardiano desde hacía años, pero les faltaba un revulsivo que soliviantase a las masas. La aparición de la princesa Carla era el motivo o la excusa perfecta que estaban esperando y que había llegado como caída del cielo. En cuanto el pueblo de Éridan supiese del regreso de su princesa, ya no habría razón para seguir sometidos al yugo kardiano ni un día más.

    Unas lunas más tarde partió de Trámara hacia la capital un pequeño ejército compuesto por las huestes de los tres nobles eridanos insurrectos, al que se le iban uniendo por el camino espontáneos decididos a defender su independencia una vez enterados del regreso de la princesa robada, como ya comenzaban a llamar a Carla, formando un misceláneo pero nutrido contingente. Su periplo hasta la ciudad de Éridan fue imparable; los gobernadores kardianos se quedaron absortos con la noticia de la llegada a aquellas tierras de su princesa liderando las tropas sublevadas. Más aún cuando les vieron aparecer a las puertas de la urbe.

    Así, tras unos cuantos días de asedio, los kardianos rindieron la plaza sin presentar apenas batalla ni esperar órdenes de su rey y se marcharon de vuelta a las llanuras de las que jamás debieron llegar. Según abandonaba Éridan el último kardiano, la princesa Carla era entronizada en una fastuosa ceremonia y convertida en reina de todos los eridanos.

    A pesar de la felicidad que suponía aquel hecho, no había tiempo para más celebraciones, pues con toda certeza, la respuesta kardiana no se haría esperar.

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  12. Pocos días más tarde de aquel afortunado encuentro entre Carla y Erik, un mensajero se adentró en el Palacio Real de Kardia portando la inesperada noticia de la fuga de la princesa del convento de Montsagur.

    -¿Cómo? ¿Que se ha escapado? Pero ¿cómo es posible? Y ¿Por qué? – se desgañitaba el rey Mornak en el Salón del Trono.- Pero ¿dónde diablos estará ahora esa desdichada?

    Mornak se mesaba las barbas y el cabello, dando vueltas en pequeños círculos.

    -¿Encontraron algún rastro de hacia dónde pudo huir?- preguntó el rey al mensajero.

    -Sí, Majestad, encontraron sus huellas dirigiéndose hacia el Sur, y después unas marcas de herradura con idéntica dirección…

    -¡Hacia el Sur y a caballo! ¡No puede ser, esa muchacha se ha vuelto loca, se dirige de cabeza al desierto de Kozhima, a una muerte segura! ¡O tal vez la hayan raptado! ¡Id a buscarla, en seguida!¡Averiguad lo que sea!

    -Majestad, nadie se adentra en el desierto…

    -¡Buscadla, vamos!

    El mensajero hizo una leve y rápida reverencia y giró sobre sí mismo para salir a toda prisa de la estancia sin discutir más aquella inusitada orden.

    -Permitidme, Majestad, que os recuerde que jamás debisteis perdonar la vida a la princesa eridana, que os traería problemas…- aventuró el ministro Marn, que en aquel instante despachaba con el monarca.

    -Sí, ya lo sé. He escuchado mil veces tu estrambótico vaticinio y si vuelvo a oírtelo decir, te arrancaré la lengua con mis propias manos para que no salga una sola palabra más de tu ponzoñosa boca.

    -Rezad porque no llegue a Éridan…

    -¿Acaso no es una princesa kardiana, uno de los nuestros? ¿Qué habría de temer? Al contrario, temo por ella…

    -Con todo el respeto, Majestad, en eso os equivocáis, no es uno de los nuestros; por sus venas corre sangre real eridana y tal vez sería un mal menor si le ocurriese algo antes de llegar a Éridan y descubriese su verdadera identidad…

    -¡Lárgate si no quieres ver caer sobre ti la Ira Regia! – tronó la voz del monarca, mientras echaba mano al pomo de la espada que portaba envainada al cinto.

    El ministro Marn agachó la cabeza y con pasos cortos pero veloces abandonó el Salón del Trono, dejando solo al rey Mornak.

    Entre tanto, el príncipe Mornak, convertido ya en un apuesto y aguerrido soldado, permanecía ajeno a todo lo que estaba ocurriendo, confinado, como estaba, allá en el Norte, en el castillo de Tholk, con la excusa de su instrucción como futuro heredero de Kardia.

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  13. Los dos atrevidos viajeros que cruzaban el desierto de Kozhima, lo hacían avanzando por la noche, cuando la temperatura era más agradable, y descansaban durante el día, parapetados en algún promontorio o algún saliente de roca que, con su sombra, les protegiera del asfixiante sol canicular. Racionaban el agua y completaban sus provisiones masticando la raíz del Tuzpé, el arbusto del desierto, un ancestral tónico que les mantenía despiertos.

    Pero ni siquiera cabalgando bajo la Luna estaban a salvo de ser descubiertos por los hombres camello del desierto, habituados a aquellos desolados parajes de noches silenciosas. Y así fue como al amanecer del tercer día de travesía, ya avistando las montañas que separan el desierto del antiguo reino de Éridan, los hombres camello les encontraron.

    Carla y Erik dormitaban cobijados en una covacha formada en la parte baja de un pequeño barranco, cuando el relincho de Furia, que así se llamaba el caballo de Erik, les despertó. El joven, de manera instintiva, palpó el terreno a su alrededor buscando la empuñadura de su daga.

    -¡Despertad! – le susurró a la princesa.

    Encontró el arma, pero no le iba a servir de mucho, pues un nutrido grupo de hombres del desierto los tenían rodeados.

    -¡Oh, no! – exclamó la princesa al incorporarse y percatarse de la situación.- ¡Estamos perdidos!

    Aquella veintena de hieráticos hombres de tez oscura, ataviados con túnicas amarfiladas y armados con lanzas y alfanjes, tenían sus miradas clavadas en los dos viajeros. Parecían estatuas de sal o un cruel espejismo. Hasta que uno de ellos, posiblemente el cabecilla de aquel grupo de guerreros, adelantó unos pasos su posición y comenzó a hablar:

    -Estas son las tierras de los hombres del desierto. Hay que ser un necio o un valiente para adentrarse en ellas… - comenzó a decir en polilingua, un dialecto mezcla de kardiano, varnio y eridano, hablado por comerciantes y viajeros de toda Alteria y muy útil para entenderse con cualquier habitante de la Gran Isla, en general. - ¡Hablad! ¿Quién sois?

    Erik se puso en pie con la daga desenfundada en la mano y se acercó a la princesa, hasta situarse entre ella y el grupo de guerreros.

    -Mi nombre es Erik y ella es la princesa Carla de Éridan.- respondió el joven usando también la polilingua. – Hemos atravesado el desierto para llegar lo antes posible a Éridan. Nuestro viaje es de vital importancia. Tengo algún objeto de valor. Yo mismo me entrego como vuestro prisionero, pero respetad la vida de la princesa y dejadla marchar. Debe llegar a Éridan.

    -Éridan no tiene reyes, ni príncipes. Fue conquistada y sometida años atrás.- aseguró el hombre camello.

    -¡Mi compañero dice la verdad, yo soy la princesa Carla de Éridan! – dijo la joven elevando el tono de voz. - Me raptaron y llevaron a Kardia tras conquistar mi país. Allí me criaron como una princesa kardiana, pero he descubierto la verdad y vuelvo a mi tierra para recuperar lo que me pertenece por derecho.

    -¿Es eso cierto? – interpeló el cabecilla.

    -¡Así es! ¿Por qué si no íbamos a atravesar el desierto de forma tan temeraria?

    -¿Os persiguen?

    -No lo sé.

    Así habló la princesa. Y por un instante pareció que los temibles hombres del desierto sopesaban sus palabras. Pero finalmente, a una orden del jefe de los guerreros, se abalanzaron sobre ellos y les maniataron, intentando causarles el menor daño posible. Sin duda alguna les querían vivos…

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  14. Caía la noche. Los hombres camello habían llevado a sus prisioneros hasta su campamento provisional, junto a uno de los escasos y recónditos pozos que existían en el desierto de Kozhima. Eran estos hombres y mujeres de tez oscura una tribu nómada que se había adaptado a las duras condiciones del desierto como única forma de mantener su libertad e independencia de cualquier otro reino de Alteria. Subsistían cazando pequeños mamíferos, reptiles e insectos y recolectando miel, hojas y raíces comestibles. Su bien más preciado era el agua. Aguantaban sin beber durante días, e incluso en las travesías entre uno y otro pozo, o cuando una fuente se secaba, llegaban a beber su propio orín mezclado con hierbas aromáticas, para no morir de sed. Su característico atuendo, tocado con un turbante que sólo dejaba entrever los ojos, les resguardaba del implacable Sol del desierto y les refrescaba conservando el sudor de su propio cuerpo. Su adaptación a aquella tierra hostil era perfecta.

    Los ancianos de la tribu se hallaban reunidos alrededor de una hoguera y parecían discutir sobre el futuro de los dos cautivos, encerrados desde aquella misma mañana en una especie de jaula para animales. Hablaban a grandes voces en su lengua materna, por lo que ninguno de los dos prisioneros entendía lo que decían. Tras un buen rato deliberando, uno de los ancianos abandonó el círculo junto a la hoguera y se dirigió hasta el lugar donde se encontraban Erik y Carla.

    -El Consejo de la tribu ha hablado – comenzó a decirles en polilingua. – y ha decidido creer vuestras palabras, refrendadas por vuestros valerosos actos. Nadie que no tenga una buena razón se adentraría en el desierto y vosotros habéis explicado la vuestra. – hizo una breve pausa como para ordenar los pensamientos. - Como gentes que amamos la libertad de los pueblos y las personas, creemos que debe prevalecer este hecho frente al posible beneficio pecuniario de un rescate si os entregásemos al rey de Kardia. Nuestro honor y nuestros ideales nos lo impiden. Desde ahora sois nuestros huéspedes y mañana podéis proseguir vuestro viaje hacia Éridan. – concluyó el anciano ante el estupor y la alegría de Carla y Erik. Acto seguido, el hombre camello ordenó a dos jóvenes guerreros que los desatasen y sacasen de aquella jaula para unirse a la hoguera y compartir las viandas.

    El destino les sonreía. Al día siguiente, la princesa Carla pisaría la tierra de sus antepasados, la misma que la vio nacer, mientras la partida de soldados kardianos que salió en su busca desde la capital del reino, había dado media vuelta al llegar a las estribaciones del desierto.

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  15. Tras atravesar las montañas, llegó la lluvia. Las inmensas moles de granito que separaban el desierto de Kozhima de Éridan detenían las nubes de tal forma que convertían el Sur en un vergel, dejando yermas las tierras inmediatamente al Norte.

    Los dos viajeros avanzaban despacio entre el barrizal del camino que conducía a Trámara, la población más septentrional de lo que antaño fuera el reino de Éridan. Allí, según le había informado Erik a Carla, la princesa encontraría a la primera de las personas que estaba buscando: Samuel de Parkhos.

    Con las últimas luces del día llegaron a Trámara. Parecía ésta una ciudad envejecida, de pasado glorioso del que apenas quedaban derruidos vestigios. Tan sólo el palacio de Samuel de Parkhos se salvaba de aquella decadente impresión.

    -Esperad aquí. Yo os anunciaré. – dijo Erik a la princesa deteniendo a Furia a pocos metros de la puerta principal del palacio. Se acercó a la entrada y golpeó la puerta con el pomo de su daga. Segundos después abrió una mujer, que tras ver al joven, sonrió y soltó un grito de alegría.

    -¡Princesa! – llamó Erik a Carla, animándola con un gesto a que se acercase hasta el dintel de la puerta, donde se encontraba él.

    Carla descendió del caballo y se aproximó.

    -Adelante. Ahora mismo conocerás a Samuel de Parkhos. – aseguró Erik.

    Se adentraron en el edificio por un zaguán abovedado que conducía hasta un patio central porticado de amplias arcadas y bella factura, desde el cual se distribuían, al parecer, casi todas las estancias del palacio.

    -Por aquí. – dijo Erik, dirigiéndose a una de las puertas. La abrió y tras ella pudieron contemplar un majestuoso salón ricamente decorado, y al fondo, la figura de un hombre de mediana edad ataviado a la manera de los nobles eridanos. – Ése es.

    -¡Hijo mío, cuánto tiempo! – saludó el hombre acercándose a Erik y dándole un fuerte abrazo.

    -¿Hijo? – se extrañó Carla. - ¿Acaso Samuel de Parkhos es tu padre?

    -Así es.

    -¿Cómo no me lo dijiste cuando nos encontramos y te comenté que era una de las personas que estaba buscando?

    -Se trataba de un viaje de espionaje para recabar información. No podía decir a nadie que era Erik de Parkhos, ni siquiera a ti, por lo menos hasta llegar a Éridan.

    -Jamás creíste mis palabras…- se lamentó la princesa, que se sentía, en parte, engañada.

    -¿Cómo podía pensar que la suerte o el destino pusiera en mi camino a la desaparecida princesa de mi país? ¡Es algo increíble! Tenía que ser cauto. Aún así ¿cómo no iba a escoltarte de regreso a casa concediéndote el beneficio de la duda? Mi padre conoció a los tuyos, seguro que él sabría reconocer en ti los rasgos de tus progenitores… Y aquí está. – le señaló con la mano extendida. -Padre, esta es…

    ¡Oh! – se asombró Samuel de Parkhos al acercarse a la joven - ¡No puede ser… es la viva imagen de… es idéntica a la reina Oneca. Por todos los dioses! – exclamó lleno de alegría y estupor.

    -¿Entonces, es Carla de Éridan, nuestra legítima reina?- preguntó Erik abochornado por haber dudado de la palabra de su acompañante.

    -Sin duda, hijo. – Afirmó el noble. La princesa lanzó una mirada enfadada al joven eridano. -¡Querida niña, te dimos por muerta! Esos perros kardianos…

    -Lo sé, mataron a mi familia y me llevaron con ellos…

    -¡Sí, pero tu regreso es una bendición! ¡Hay que celebrarlo y decírselo a Troy de Sulz y a Dario Strassen! ¡No hay tiempo que perder!
    Y así lo hicieron.

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  16. Pero fue cosa del destino que en aquellos convulsos días, el rey Mornak enfermara de unas fiebres. Llevaba unos días enfermo, postrado en la cama, cuando le llegó la noticia de la sublevación eridana comandada por la princesa Carla. Asumió ésta impasible, con aparente indiferencia, como si siempre hubiese esperado que aquello, tarde o temprano, habría de suceder, como le había dicho tantas veces Marn. Desde sus aposentos mandó llamar a su hijo a la Corte con total urgencia para informarle en todo punto de lo que estaba ocurriendo. Era consciente de que su salud empeoraba y quería tener al joven heredero a su lado.

    El príncipe Mornak llegó a Kardia tan pronto como le fue posible. Había viajado sin descanso día y noche desde Tholk, cambiando de caballo en cada pueblo o ciudad que encontraba a su paso camino de la capital. Ni siquiera se sacudió el polvo del camino cuando entró en el Palacio Real de Kardia, dirigiéndose de inmediato hasta la alcoba en la que descansaba un agonizante Mornak, acompañado de su ministro Marn.

    -¡Mornak, querido príncipe! – le saludó Marn al abrir la puerta.

    -¡Mornak, hijo mío, estás hecho todo un hombre! – susurró apenas el rey entre toses y estertores.

    -¡Padre! – exclamo el príncipe alarmado por el deplorable aspecto que presentaba el otrora vigoroso monarca. - ¿Qué os sucede? ¿Cómo os encontráis?

    -Los galenos dicen que no hay solución… que estas fiebres y este mal me van a llevar a la tumba…

    -No digáis tonterías, padre, aún os quedan muchos años por reinar. Pero contadme, en vuestra misiva me hablabais de un acontecimiento grave e inesperado. ¿De qué se trata?

    -Vuestra hermana Carla se ha fugado a Éridan, ha formado un ejército y se ha levantado en armas contra tu padre. – se adelantó a informar Marn.

    -¿Cómo? ¿Es eso cierto? – el rey afirmó levemente con la cabeza. ¿Por qué ha hecho semejante locura, padre? ¿Acaso me habéis ocultado algo que debería saber? – un escalofrío recorrió el cuerpo del príncipe. En su fuero interno conocía la respuesta.

    En aquel instante, el rey Mornak ordenó a Marn que les dejara solos. A regañadientes, el ministro acató la orden y abandonó la estancia. Fue entonces cuando el rey comenzó a hablar:

    -Es justo que sepas la verdad y el porqué del comportamiento de tu hermana Carla. – el rey hizo un gesto para detener la replica que el príncipe se disponía a hacer. – No, no me interrumpas y escúchame hasta el final. – tomó aliento. – No sé cómo ha podido enterarse ella; por más que intenté ocultároslo… Pero, ya ves, la mentira tiene las patas cortas. Carla no es tu hermana. Tu madre murió al darte a luz y yo me enfurecí y me entristecí tanto con su pérdida que no se me ocurrió otra cosa que descargar la rabia y la pena que sentía atacando Éridan. Al llegar a allí, arrasé con todo y con todos, matamos a los padres de Carla, los reyes Jarol y Oneca y a un montón de inocentes; sin duda fue una locura. Pero al ver a Carla en su cuna, la cordura y la piedad se apoderaron de mí y le perdoné la vida. Hoy, esa piedad se vuelve contra mí como justo pago por todo el daño que hice. Devuélvele pues lo que es suyo por derecho y no te enfrentes a ella, ni le desees ningún mal… y perdonadme por haberos mentido… los dos… - dicho esto, el rey apretó la mano de su hijo, relajó el gesto y se reclinó para descansar.

    Murió en paz.

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  17. A la mañana siguiente, el difunto rey Mornak fue enterrado en el Panteón Real de Kardia, un majestuoso edificio de piedra y mármol adosado al Palacio Real kardiano. En aquella fastuosa construcción se hallaban inhumados todos los anteriores reyes de Kardia e incluso de Alteria, cuando ésta era una gran isla bajo un mismo cetro, el del Gran Ubaldo. Hasta la capital acudieron, engalanados de riguroso luto, los reyes de Varnia y Lysia, algunos de los más destacados mandatarios de Frysia y nobles de todos los lugares del reino. A pesar de ello, la ceremonia fue tan austera como lo fue la coronación inmediata de su sucesor, el príncipe heredero Mornak, entronizado con el nombre de Mornak II de Kardia. Éste, nada más ser investido rey, ordenó redactar a Marn un documento por el cual invitaba cortesmente a la princesa Carla a reunirse con él en aquel mismo palacio, a la mayor brevedad posible.

    Hasta la capital eridana llegó la misiva, llevada por un mensajero con salvoconducto universal de Alteria. La reina Carla acogió la noticia de la muerte del rey Mornak con sorpresa. No podía evitar tener sentimientos encontrados al respecto. La rabia, la pena y el alivio se sucedían en su mente y en su alma. Su otrora hermano, ahora convertido en rey, le invitaba a parlamentar en el que antaño fuese su hogar, en el mismísimo corazón de Kardia. No lo dudó ni un instante. Si quería consolidar la independencia de Éridan, aquella reunión se antojaba crucial e inevitable.

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  18. Pocas clepsidras más tarde, una comitiva encabezada por la propia reina y Erik de Parkhos ponía rumbo a las inmensas llanuras del centro de Alteria.

    Seis días más tarde llegaron ante los muros de Kardia. Allí, una decena de hombres a caballo, pertenecientes a la guardia real, les escoltó hasta el Palacio. El rey Mornak II recibiría exclusivamente en audiencia a la reina Carla de Éridan, el resto de la embajada eridana debería esperar en el patio de armas y en las caballerizas hasta que terminase la reunión.

    La sala capitular del Palacio Real de Kardia estaba tal y como la recordaba Carla: el espectacular artesonado, decorado con rica filigrana en pan de oro; las esbeltas columnas de alabastro, rematadas con floridos capiteles; el resplandeciente suelo de mármol; las majestuosas lámparas doradas con multitud de gemas preciosas incrustadas y los coloridos tapices con escenas mitológicas.

    En una esquina, un bardo recitaba un poema épico acompañado de su laud. Al entrar el rey en la sala y a un gesto de éste, el juglar dejó de tocar y salió por una estrecha puerta de servicio. Carla observó al que otrora fuera su hermano mientras se acercaba a ella. Lo reconoció al instante, a pesar del tiempo transcurrido. Sin saber muy bien porqué, sus ojos se vidriaron y asomó a su rostro una leve, casi imperceptible, sonrisa.

    -Nos separaron, siendo aún niños, y te despedí entre llantos como mi querida hermana, Carla de Kardia, y regresas, ya hecha una mujer, como Carla de Éridan, toda una reina… Bienvenida. – fueron las primeras y ceremoniosas palabras de Mornak al llegar a la altura de Carla.

    -Sí, las cosas han cambiado bastante en estos últimos años, pero, en el fondo, me alegro de verte… Y siento mucho lo de tu padre…

    -Oh, sí, mi padre…

    Un incómodo silencio se hizo entre los dos. Por sus mentes se paseaban vívidas imágenes y recuerdos del pasado y sucesos que ninguno de los dos parecía querer empezar a abordar, aunque fueran el motivo de aquel encuentro.

    -¿Sabes? Hay sentimientos que la mentira no puede cambiar, – se atrevió Carla a deshacer el mutismo.- y sé que a ti también te engañaron, pero ¿cómo el hombre al que llamé tantas veces padre fue capaz de asesinar vilmente a mi verdadera familia y aniquilar a miles de inocentes y seguir viviendo como si nada hubiese ocurrido?

    -Murió arrepentido, puedes creerme, si te sirve de consuelo. Me dijo que te pidiera perdón. Fueron sus últimas palabras. Nos pidió perdón a los dos. Es justo comenzar de cero, Carla.

    -No puedo dejar de sentir odio y rencor hacia él. Me robó todo y a cambió me dio una mentira en la que vivir, ingenua de mí.

    -Pero no has de odiarme a mí por ello, Carla. Él me pidió que te diera lo que te pertenece por derecho y yo lo hago hoy de grado, porque te quiero como a una hermana. He redactado el Acta de Independencia de Éridan. Lo firmaremos como un tratado de paz eterno. Tendremos una embajada permanente en cada reino para tratar los asuntos que competa. ¿Qué te parece? – le propuso Mornak de corrido, casi sin respirar.

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  19. No somos hermanos, pero no te odio, nunca lo he hecho. Es más, tienes todo mi aprecio y mi respeto. Eres una buena persona, Mornak, y serás un buen rey.

    -Sé que no somos hermanos y que no se puede volver atrás en el tiempo, pero no seamos esclavos de nuestro desafortunado pasado, sino libres para elegir nuestro presente y nuestro futuro, sin resentimientos. Acepta mi hospitalidad, aunque sabes que ésta ha sido y siempre será tu casa…

    -No, Mornak, tal vez lo fue, pero ésta ya no es mi casa…- dijo Carla desviando la mirada.

    -Cuánto lamento oir esas palabras que me llenan de tristeza el corazón, Carla, pero ojalá algún día vuelva a serlo y te sientas como tal en ella…- de nuevo el silencio se adueño de la Sala Capitular del Palacio Real de Kardia. - Bueno, no quiero importunarte más; te daré las actas firmadas y designaré un embajador para que regrese con vosotros a Éridan esta misma tarde, si estás de acuerdo.

    -Estoy de acuerdo, yo haré lo propio.

    Sin saber muy bien cómo despedirse, Mornak, dejándose llevar por los sentimientos, dio un paso hacia delante y abrazó a Carla, juntando ambas mejillas.

    -¡Carla, mi querida Carla! – exclamó.

    La reina eridana abandonó su impuesta y fría actitud para corresponder al abrazo de Mornak y deshacerse en un mar de lágrimas.

    -¿Por qué? – gritaba entre sollozos. -¿Por qué? – repetía aquella joven a la que siendo una niña habían arrebatado cruelmente su pasado, su vida, la de sus progenitores y su reino.

    Parecía que su corazón hubiese estallado en mil pedazos, dejando escapar el dolor y la rabia contenida durante tanto tiempo.

    Finalmente, la comitiva eridana permaneció en Kardia cuatro días, en los que la reina de Éridan fue apartando poco a poco el sinsabor de su ira e hizo caso de las palabras de su igual, Mornak: no debían ser esclavos del pasado, pues eran dueños de su presente y totalmente libres para elegir su futuro.

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  21. profecía mago


    “De ojos grandes y despiertos, nariz pequeña, labios de intenso carmín y cabellos dorados como el trigo de las llanuras de Kardia, la pequeña princesa era el ser más hermoso que los ojos de los eridanos habían contemplado jamás.


    Nacida bajo la influencia de Aldebarán, los astros le auguraban un particular destino: contra toda Ley, física o divina, algún día sería reina de toda Alteria.”

    cómo puede ser eso mago? estamos sitiados y pronto entrarán para matarnos a todos o tal vez nos dejen morir de hambre.
    está escrito en los astros, y los astros nunca se equivocan...


     

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  22. La profecía, de alguna manera, se había cumplido. Fin

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  23. La familia Strassen, no pertenecía a la nobleza eridana, lo cual no les había impedido codearse con ellos y ostentar en las últimas décadas algunos cargos públicos en la capital del reino, debido a su riqueza e influencias. Los Strazzen se dedicaban desde hacía algo más de un siglo a la artesanía; habían hecho fortuna con la alfarería: fabricaban desde una vasija, un cuenco o una cazuela de barro, donde hacían los guisos la población más humilde, hasta finas piezas de colorida porcelana eridana. También trabajaban en sus talleres el vidrio soplado y el azogue, con el que hacían sus afamados espejos. Según se jactaba a menudo Darío Strassen, era tan simple como extraer de la tierra materia prima barata y convertirla en preciados objetos de lujo. Ése había sido el éxito familiar. Y no había casa, palacio, templo o castillo en Eridan que no tuviera una cazuela, una copa, un espejo, un horno o una damajuana que no hubiese salido de los talleres de los Strazzen.

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  24. El rey Jarol subió la escalera de caracol que llevaba a la azotea de la Torre Sur, donde se encontraban los aposentos del mago Vinicio. Lo hizo con desgana, a pesar de su inicial propósito de hablar cuanto antes con el que, de facto, era uno de sus principales consejeros. Allí lo encontró el rey Jarol, de espaldas a la puerta, asomado a la balconada, observando fijamente el firmamento. Era el tal Vinicio un anciano de escasa estatura, enjuto, que llevaba puesto un sencillo jubon de tonos ocres; tenía una prominente calva y tan sólo en el cogote y las sienes lucía algo de pelo, ralo, todo ello canoso. No tenía barba, lo cual hacía destacar aún más sus ojos saltones. Apenas le quedaban algunos dientes, sin embargo, cuando se percató de la presencia del monarca, caminó erguido y se detuvo con una pose altiva.

    - Deseáis algo, majestad?

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  25. Aquella noche, en la salón del trono del palacio real de Eridan, se reunían el rey Jarol y sus lugartenientes: Samuel de Parthos, Troy de Sulz y Dario Strassen. Todos rondaban la treintena y vestían de forma sobria pero elegante. (describir cada personaje).
    No era aquel un salón de grandes dimensiones, ni estaba ricamente adornado. En un extremo de la sala estaba la silla del trono y frente a él una alta y amplia mesa de roble en la que se extendían dos mapas: uno del reino y sus fronteras y otro más detallado de la ciudad. Coloridos tapices recubrían las paredes, mientras la tenue luz de las lámparas iluminaba la escena. Los presentes, cabizbajos y circunspectos, hablaban casi entre susurros. La pesadumbre invadía su alma y su ánimo. Debatían de tal manera cuando oyeron unos golpecitos en la puerta y entonces entró la reina sin esperar apenas contestación desde el interior de la sala. Los presentes se sorprendieron y detuvieron la conversación.

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  26. - Continúen caballeros, no creo que mi belleza alcance a enmudeceros. - bromeó Oneca.- Acaso no puede la reina traer a sus invitados unos cuartillos del mejor caldo de estas tierras? Por cierto, Señor de Parthos, he acomodado a su mujer y a su hijo en una habitación del ala oeste, cómoda y confortable.
    - Gracias, majestad.- se apresuró a responder el noble.
    - Erik es un niño encantador, me ha pedido que le contase alguna historia de nuestros antepasados.
    Por lo que he podido comprobar, le encantan las guerras, las grandes batallas y todas esas cosas...
    - Gracias de nuevo, majestad, como siempre, os escedéis es vuestra amabilidad.

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  27. - Querida esposa,-interrumpió el rey Jarol extendiendo la mano y señalando uno de los sillones junto a la mesa.- quédate si lo deseas; éstas no son sólo cosas de hombres, no, la guerra afecta también a nuestras mujeres y más aún a una reina, que debe velar por sus súbditos...
    - Gracias, querido, no puedo estar más de acuerdo; una reina no sólo sirve para amamantar futuros reyes y princesas, verdad? - zanjó con una leve sonrisa.

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  28. Erik, acostumbrado desde pequeño, tras la guerra, a poner la oreja en conversaciones ajenas sin que se percatasen de ello y disimular lo que no era ahora, se había especializado en el espionaje de la resistencia, e iba tras la pista de los rumores que corrían desde hacía años por Eridan, que situaban a la princesa Carla (Anisha) en la corte kardiana. Está en capital Kardia, indagando. Descubre que la princesa Anisha puede ser Carla. Descubre que se la han llevado a la abadía. Sale de la ciudad rumbo a la abadía.

    Erik de Parthos aparece en una de las primeras escenas siendo un niño correteando por palacio de Eridan. Luego reaparece en Kardia espiando, buscando a Carla que allí la llaman Anisha, pero que sospechan desde hace tiempo que es ella; indicios que se la llevaron en vez de matarla, pues la reina y mujer de Mornak, había muerto meses antes, al dar a luz a una niña, que nació muerta. Le sigue la pista y va a la abadía. Allí se encuentran cuando Carla escapa. Erik la reconoce por las indicaciones que le han dado de cómo puede ser ella y cómo era si madre. Rasgos reconocibles.
    Cuando se encuentra Erik y Carla en la escena del caballo, Erik la cree cuando dice que es princesa. Cómo no la va creer si es igual que su madre Oneca a la que conoció de pequeño? En Kardia, es la princesa Anisha, no Carla.
    Soy la princesa Carla de Eridan.
    Te creo dice Erik ante la sorpresa de ella; sonríe y se van juntos a Eridan. Erik va a la abadía y la espía unos días antes del encuentro con el caballo cuando se lo intenta robar y huir a Eridan; el sabe quién es aunque en parte se le oculta todo lo que sabe.

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  29. Carla era tratada como una más en la abadía. Describir edificio y entorno. Pero un día, la abadesa le encarga fregar todo el suelo de rodillas y Carla se revela, ya harta de hacer labores impropias de una princesa.
    Soy una princesa!
    Aquí todas somos iguales; sí, eres una princesa, pero no una princesa kard..... !
    Abadesa, abadesa! llega gritando una religiosa que interrumpe la conversación porque hay un hombre merodeando por las cercanías de la abadía, que es Erik que estaba espiando a Carla.

    Erik entra en Kardia ataviado como un simple campesino o artesano; deambula por las atestadas calles, pregunta y saca información que los príncipes hace meses que dejaron la ciudad, la corte. Se cuidaba mucho de a quíen preguntar, había practicado el acento kardiano y casi no se le notaba su acento eridano. En la calle había chiquillos harapientos que jugaban descalzos, una joven oronda pasaba con un cántaro a la cabeza con moviendo ostensiblemente y de forma intencionada las caderas, para que se fijarán en ella. Describir a los mendigos y también a los ricos comerciantes que pasaban con su séquito de mozos. Carla y Mornak se habían ido de la ciudad con rumbo al castillo del norte y a la abadía. Estaba claro que tendría que seguir buscando.
    Describir la ciudad de Kardia desde el punto de vista estético: edificios y jardines, también el bullicio, la algarabía de las calles y plazas abarrotadas, puestos ambulantes, gritos, bardos cantando, cuentacuentos, etcétera

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  30. El rey Jarol les dice: salid de la ciudad, id y proteged vuestra ciudad y vuestros bienes y procurad que no haya derramamiento de sangre inocente, no quiero que aniquilen a mi pueblo.
    -Prefieres su esclavitud a su muerte?
    -Tú que preferirías? Tú eres un noble como yo, no como el vulgo, ellos seguro que prefieren ser esclavos a estar muertos.
    Como rey no puedo rendirme, pero vosotros debéis huir de aquí y poder salvar vuestras vidas.
    -Cómo nos pediste, Majestad, nosotros estamos dispuestos a luchar hasta la muerte a vuestro lado.
    -Ya lo sé, pero váis a contradecir la última voluntad de un rey sentenciado a muerte? Además, es más práctico esperar mejores tiempos para una rebelión futura.
    -Y vuestra familia? Correrán la suerte del Rey?
    -Así debe ser.
    Oneka dice que se queda al lado de su marido porque es la reina morirá su lado.
    -Y la niña? El mago dice que no debemos preocuparnos por ella, se queda también; si ha de salvarse, se salvará igualmente y Carla se quedará junto a su familia; si ha de morir, morirá con nosotros.

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  31. Mandan a Erik a buscar a Carla a Kardia, pero le dicen que la han llevado a la abadía. El padre de Erik sospechaba desde hacía muchos años que Anisha de Kardia era realmente la hija de los reyes de Eridan; los datos y coincidencias, hechos y demás de la historia reciente pasada, creía que podía bien ser la princesa. Por eso había mandado a Erik a comprobarlo. Cuando vuelve Erik con Carla, le cuentan la historia y comienza la rebelión.

    Aparte de su belleza, a Erik le gustaba de Carla su ímpetu y valentía, su arrojo y decisión ante los problemas y circunstancias; se había ido enamorando de ella. Era igual que su madre Oneca, muy parecidas, Erik se acuerda de cómo era Oneka cuando él era pequeño y coincidió con ella; le recordaba físicamente y como persona.

    Erik caminaba por las calles de Kardia vestido como un simple artesano; en la calle atestadas busca información sobre la princesa; va preguntando por los mercados hasta que le dicen que el príncipe se ha ido al castillo del norte y la princesa a una abadía del sur cree que alguien le sigue y decide irse de la ciudad con rumbo a la abadía.

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  32. Capítulo: reunión clandestina entre los lugartenientes del rey Jarol al conocer la noticia de que Anisha de Kardia es realmente Carla de Eridan.
    Preparan la rebelión.

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