CRÓNICAS DE ALTERIA
(La guerra de los cinco reinos)
Rock
and Wood, así se llamaba la cochambrosa taberna a la que
llegó el forastero. Tenía los ojos verdes y el pelo cobrizo; barba espesa y
andares pausados. Bajo la pesada gabardina escondía un par de pistolones y una
afilada daga. No cabía la menor duda: era un soldado de fortuna.
El mercenario abrió la
puerta, se quitó el sombrero y se detuvo un instante a echar un vistazo general
al tugurio. Buscaba a alguien, pero parecía no encontrarlo. Tal vez no había
llegado. Aún.
Se dirigió a la barra y
pidió una jarra de cerveza. La estancia estaba repleta, pero le llamó la
atención un ruidoso grupo de ociosos soldados que charlaban, entre risas y
chanzas, alrededor de unos cuantos cuencos de vino. Quizá ellos pudieran
ayudarle.
Se acercó hasta la mesa
y saludó cortésmente con la mejor pronunciación frysia que pudo.
-Buenas tardes,
caballeros, ¿ Conocen al Sobremando Jeyson Ziriab ?
Los seis soldados
detuvieron en seco la conversación y observaron de arriba abajo al extranjero.
-¿ Quién lo pregunta ?
– interpeló uno de ellos.
-Yo lo pregunto.-
respondió el forastero socarronamente.
-Pues, me temo, Yo, que no conocemos al bastardo por el
que preguntas.- contestó otro, ante la consiguiente carcajada de sus
compañeros.
Sin pensárselo dos
veces, y a la velocidad del rayo, el mercenario sacó una de las pistolas que
llevaba en la gabardina y apuntó a la cabeza del soldado que se había burlado
de él. Todos dejaron de sonreir y se quedaron atónitos. Perplejos.
-¿Conocen al Coronel
Ziriab ? – volvió a preguntar sin dejar de apuntar al soldado.
¡ Aquel tipo estaba
completamente loco ! Seis hombres contra uno era un mal negocio. Sin duda era
hombre muerto.
Pero entonces llegó su
salvador.
-¡Todos los hombres de
armas, en pie y andando, partimos esta misma noche hacia Varnia! – gritó desde
la puerta un hombre de mediana edad, moreno, corpulento, elegantemente vestido
de uniforme militar y totalmente repleto de galones. Era Jeyson Ziriab.
El mercenario bajó el
arma y esbozó una leve sonrisa. Esperó a que el coronel le mirase para saludarle
con un guiño de ojo. La expresión de Ziriab fue de grata sorpresa. No esperaba
encontrarse con aquel viejo amigo.
-Este hijo de puta se
ha salvado…-farfulló uno de los soldados, refiriéndose al forastero.
-Nos veremos las caras,
en otra ocasión…- amenazó el que hasta hacía unos segundos había sido
encañonado, sosteniendo la mirada del extranjero.
- Será un placer.-
respondió el hombre de los ojos verdes.
Entre tanto, el coronel
Ziriab ya se había acercado hasta el forastero con los brazos abiertos para a
continuación darle un efusivo abrazo.
-¡ No me lo puedo creer
! ¿ Cómo tú por aquí ?
-Ya lo ves, soy un
soldado de fortuna y voy donde se me puede necesitar. Donde está la guerra,
está el dinero y ahí estoy yo.
-¡ Maldito cabrón ! No
me puedo creer que hayas llegado a esto. Un flamante General de Kardia,
desertor y convertido en mercenario.
-Había cosas que no me
gustaban en Kardia… No fue una guerra legal…
-¡ Ninguna guerra es
legal, amigo mío, en qué mundo vives !
-Pero aquella fue
diferente, demasiadas muertes inocentes… Sé de qué estoy hablando…
-Bueno, tu lo sabrás
mejor que nadie.- Jeyson Ziriab ablandó el gesto hasta llegar casi a sonreir.-
De todas formas, amigo, me alegro de volver a verte.
Avanzaban despacio
entre las más absoluta oscuridad. La mayoría de los soldados del ejército
frysio apenas sobrepasaba los veinte años y muchos de ellos jamás habían
traspasado las fronteras de su comarca natal, y mucho menos las del reino. Al
Sur, hacia donde se dirigían, les esperaba el contingente Varnio que, junto con
las hordas Lysias, conformaban el grueso de las tropas de aliados contra el
enemigo común, Kardia.
Tras la invasión
kardiana de Éridan, el más pequeño y septentrional reino de la gran
isla-continente de Alteria, el resto de naciones intuyeron que su voraz enemigo
no se detendría en aquella conquista y proseguiría su expansión por todos los
territorios de Alteria. Y como no hay mejor defensa que un buen ataque, se
apresuraron a reclutar a todo aquel que estuviese en condiciones de empuñar un
arma y encaminarse, sin demora alguna, primero a liberar Éridan, y
posteriormente a arrasar Kardia.
A parte de las unidades
varnias, frysias y lysias, completaban el descomunal ejército aliado un nutrido
batallón de exiliados eridanos y algún que otro mercenario o disidente
kardiano, entre los que se encontraba Zacarías Shoniak, nuestro pistolero y
viejo amigo del comandante Jeyson Ziriab.
Zacarías Shoniak estaba
acostumbrado a la guerra. Había luchado en dos de ellas: en la primera, como un
jovencísimo soldado raso, en la segunda como Alférez, grado conseguido tras el
arrojo mostrado en la primera contienda. Había combatido codo con codo junto
a Ziriab en una guerra civil fratricida
que dividió la isla en los actuales cinco reinos, cara a cara, frente al
enemigo, pero también había disparado por la espalda, matado civiles, violado
mujeres y niñas, y aparentaba no sentir remordimientos por ello. Pero por
dentro estaba podrido; muchas veces había deseado haber muerto en la batalla
antes que cargar con todos aquellos recuerdos. La guerra le transformó en un
ser humano vil y despreciable, y a cambio le regaló un buen puñado de medallas,
monedas y la vitola de héroe.
En su periplo por
tierras lysias, hacia Varnia y Éridan, los altos mandos del ejército federado
negociaban el aprovisionamiento con los comerciantes y alcaides de las ciudades
por las que pasaban. Aquello era un puro trámite, pues todos sabían que en
tiempos de guerra, se podía confiscar un porcentaje de las reservas que cada
población tuviera para abastecer el ejército. Así pues, todos callaban y
aceptaban el ínfimo precio acordado por temor a que vaciasen sus despensas por
la fuerza y no recibiesen una sola moneda a cambio. Aquello era como un deber,
la forma en que los civiles ayudaban a aquellos que les protegían y luchaban
por ellos, como decía Ziriab.
Seguían al ejército
aliado un numeroso grupo de pequeños comerciantes de productos básicos de
primera necesidad y armeros que reparaban o afilaban las armas de aquellos que
tenían el dinero suficiente para que alguien lo hiciera por ellos; pero también
se podía distinguir una nutrida caterva de estafadores, buhoneros, fulleros y
prostitutas, que veían en una tropa movilizada una buena ocasión para ganarse
la vida.
Entre los personajes
más curiosos y conocidos que formaban parte de aquella marea humana había un
juglar-soldado llamado Ivo Dávilan, que en las noches de frío, junto a la
hoguera, o al raso, en las noches cálidas de verano, animaba las veladas con
historias sobre la guerra o con canciones de alto contenido erótico o satírico.
Tendría alrededor de cincuenta años, enjuto, medio miope, de pelo cano y
arrugas que competían con las cicatrices de las cuantiosas heridas que podían
vérsele por todo el cuerpo. Era el segundón de un noble frysio, abocado como
tal a la vida monástica. Así pues, pasó su infancia entre los muros de un
monasterio, aprendiendo los rudimentos de la escritura, la música y las
ciencias, pero en cuanto tuvo la edad y la fuerza para empuñar un arma, decidió
abandonar la vida eclesiástica y enrolarse como soldado bajo las órdenes de su
hermano mayor Aslan, uno de los generales al mando del ejército de Alteria, con
el que años más tarde lucharía en la guerra civil que desunió a la gran isla en
los cinco reinos de Kardia, Varnia, Frysia, Lysia y Éridan.
Ivo, en el ejército
frysio, hacía labores de intérprete y redactor de documentos - ya que entre los
militares pocos eran los que sabían leer o escribir - aunque eso no le impedía
pelear como el que más. Pero con el tiempo y la edad, todos le iban conociendo
como el veterano contador de historias que amenizaba las hogueras nocturnas de
los campamentos. Todos se afanaban en convidarle a su círculo junto al fuego
para poder disfrutar de una cancioncilla picante, un relato fantástico o alguna
lejana batalla adornada por el tiempo…
Al sexto día de marcha,
los aliados acamparon a pocos kilómetros de la frontera que separaba Varnia de
Éridan, junto a una vetusta fortaleza, reservada para alojar a los nobles y
altos mandos. Aquel era el último lugar seguro antes de entrar en territorio
eridano, donde sin duda encontrarían los primeros focos de resistencia de los
invasores kardianos.
Cuando el contingente
en el que viajaba Shoniak llegó al emplazamiento fronterizo, la avanzadilla
aliada ya había comenzado a levantar las tiendas de campaña para albergar a los
recién llegados y a los cazadores que se habían dispersado por la zona y que
volvían con piezas cobradas en los bosques cercanos con las que completar la
aburrida sopa del rancho y las tortas de cereal. La coordinación entre las
dispares tropas aliadas era ya casi perfecta y eso se notaba en detalles como
aquellos. Sin duda a los rezagados como Shoniak les tocaría hacer la primera y
más larga guardia de la noche, tras la cena. Esas reglas no escritas formaban
parte del compañerismo militar.
-¡Esta muela me está
matando! – se quejó Ivo Dávilan al incorporarse al calor de una hoguera con un
cuenco de comida y su laud al hombro.
-¡Venga ya, Ivo, no
pongas excusas baratas! – le reprochó uno de los presentes.
-Pero si sólo te debe
quedar esa muela, qué casualidad que te vaya a doler esta noche…- alegó otro,
ante las carcajadas del resto.
Ivo gruñó y en un
primer momento no hizo caso a sus compañeros.
-Está bien, os contaré
algo, pero dejadme terminar esta bazofia antes de que se me enfríe.
En ese momento,
Zacarias Shoniak se incorporó al corro, saludando al personal llevándose la
mano al sombrero.
-Buenas noches
camaradas.
La mayoría le saludaron
abiertamente, pero otros le miraron con recelo. Shoniak era kardiano, desertor,
pero kardiano, y eso, algunos, lo tenían muy en cuenta.
Ivo rompió el silencio.
-¿Por qué estamos aquí?
– preguntó a sus compañeros, abriendo los brazos y mirándolos a todos.
-Por la guerra y por el
malnacido de Mornak. – respondió uno.
-Eso es, por el malvado
Mornak, rey de Kardia… Pero lo que pocos saben es que Mornak no siempre fue un
ser odioso y despreciable. Yo tuve la oportunidad de conocerle cuando tan sólo
éramos unos críos y os puedo asegurar que aquel Mornak nada tiene que ver con
el actual… Os contaré una anécdota al respecto, pero antes, los más jóvenes,
habréis de saber que antes de la guerra, de la última guerra, Alteria era un
único y extenso reino agrupado bajo la tutela del Gran Rey Ubaldo, padre de
Mornak, donde el comercio, las artes y las ciencias sobresalían entre un crisol
de culturas distintas pero no enfrentadas... Y sin embargo, míranos ahora, ¿qué
nos ha pasado? Antiguos hermanos luchando unos contra otros…
-Esos bastardos
kardianos no son mis hermanos, Ivo, y nunca lo serán… - interrumpió uno de los
soldados, al parecer varnio, volviendo la mirada hacia Zacarías.
Todos aquellos que
conocían someramente a Shoniak se quedaron petrificados, esperando la reacción
del kardiano. Ivo, por un momento, se quedó sin palabras ante la escena.
Desconocía que aquel malcarado pelirrojo era kardiano.
Zacarías Shoniak se
levantó pausadamente sin desviar la mirada del espontáneo entrometido y se
dirigió hacia él. Éste se levanto también, pero como un resorte. Ambos se
encararon.
-No creo que seas tan
valiente como para repetirlo. – le espetó Shoniak tan cerca de su cara que
podía sentir su aliento. Aquella gélida mirada de penetrantes ojos verdes era
capaz de derretir al más peliagudo malhechor. El varnio le sostuvo la mirada
apenas un par de segundos y luego esbozó una temblorosa sonrisa y agachó la
cabeza.
-Era una broma, hombre,
je, no todos los kardianos tienen que ser iguales, ¿no? - y acto seguido se sentó de nuevo, asustado.
Zacarías Shoniak permaneció allí de pie unos segundos, sin moverse. Por fin Ivo
Dávilan se atrevió a interrumpir.
-Bueno, visto lo visto
y para no caldear el ambiente, ¿qué os parece una cancioncilla alegre para
animar la noche y dejamos las historias para otro momento? ¿Dónde están esas rameras? ¡Esta canción es
para ellas!
Y comenzó a tocar.
El resto de la noche
transcurrió sin sobresalto alguno y la mañana sorprendió a Zacarías Shoniak
habiendo dormido apenas tres horas.
-¡Vamos, gandules, en
pie! – se desgañitaba Ziriab, atravesando la zona del campamento donde se
encontraban las tiendas de la miscelánea tropa de infantería.
Entre la multitud,
Jeyson Ziriab encontró a Shoniak desperezándose.
-Querido amigo,- le
saludó – creo que hoy será el primer día en que tengamos un poco de acción…
-Volvemos a los viejos
tiempos…- respondió Shoniak esbozando una leve sonrisa, apenas una mueca.
-No, esto no tiene nada
que ver, amigo, esto es muy diferente.- hizo una pausa en la que se le escapó
un suspiro.- Mira estos muchachos apenas destetados, nada tienen que ver con
los aguerridos soldados que luchaban hombro con hombre junto a nosotros en
aquella maldita guerra. Aquellos días no volverán, se perdieron muy lejos, en
el pasado…
-¿Eso crees? ¿Acaso no
es siempre lo mismo, la misma historia, la misma mierda?
Se miraron durante unos
segundos en el más absoluto de los silencios. Por sus mentes pasaron miles de
recuerdos, imágenes imposibles de borrar y un sabor amargo que se impregnaba en
la garganta.
Ziriab apoyó la mano
sobre el hombro de su pelirrojo camarada, que permanecía sentado, atándose las
botas, y agachó la cabeza, pensativo. Tras unos instantes, palmeó la espalda de
su amigo y continuó hacia delante, volviendo a gritar.
-¡Arriba, panda de
vagos; esos kardianos os van a meter una pica por el culo y ni os vais a
enterar!- reñía desesperadamente a los más adormilados, que ni con el vozarrón
del Comandante se despertaban. La mayoría de los holgazanes rezagados eran
muchachos que rondaban la veintena, que seguramente seguían apurando sus
primeras noches fuera de casa acompañados de prostitutas, desfogándose como
nunca lo habían hecho, sin prejuicio alguno y mientras durase el mucho o poco
dinero que llevasen y la tranquilidad relativa que suponía la ausencia de
batallas.
A media mañana ya
habían recogido el campamento y atravesado la frontera. El primer objetivo del
ejército aliado era la ciudad fronteriza de Trámara. La coalición varnia,
frysia, lysia y eridana asediaría la plaza en caso de no haber rendición
inmediata e intentarían persuadir a los sitiados con demostraciones de fuerza,
haciéndoles ver que era un suicidio oponer resistencia y que lo mejor que
podían hacer era capitular en condiciones lo más favorables posibles y
abandonar Trámara, replegándose hacia el interior de Eridan o hacia su país de
origen, porque de lo contrario, sufrirían la ira del ejército enemigo, que les
impondría un férreo asedio. Sin duda no habría piedad para nadie.
La ciudad de Trámara se
asentaba sobre una loma no muy pronunciada, encajonada entre la confluencia de
dos corrientes de agua, pues no se les podía otorgar la categoría de río,
debido a su escaso caudal y proximidad entre sus orillas. A pesar de ello, los
elementos geográficos, si bien no eran insalvables, sí ayudaban a la imponente
cerca que resguardaba la ciudad a parecer una ciudad difícil de asaltar.
Enviarían un mensajero
para instarles a marchar sin daño alguno, pero la mayoría de los altos mandos
de la Coalición
daban por hecho que aquello sería un asedio más o menos prolongado.
Y así fue. El alcaide
kardiano de la recién conquistada plaza eridana, no se rendía, pues tenía
órdenes de resistir hasta la muerte. Es más, amenazaba a los asediantes con
pasar a cuchillo a todos los prisioneros eridanos que guardaban en mazmorras y
edificios, si no deponían su actitud belicosa y regresaban a sus tierras del
otro lado de la frontera.
Estaba claro que la
población eridana que permanecía dentro de las murallas era elevada: unos como
prisioneros y esclavos, otros en connivencia forzosa en mayor o menor grado con
los conquistadores, bien por interés o por salvar vida y haciendas.
Tal vez los soldados
kardianos suponían un tercio de los sitiados, pero se trataba de auténticos
fanáticos que no se rendirían hasta derramar su última gota de sangre sobre las
empedradas calles de Trámara.
Aún así, el ejército
aliado no podía detenerse mucho tiempo ante el primer escollo que encontrase en
su camino hacia la capital eridana. Así pues, desplegaron toda la maquinaria
bélica que transportaban consigo y comenzaron a actuar.
Aquella misma tarde
comenzaron a llover proyectiles a discreción contra casi todos los ángulos del
perímetro amurallado, actividad que no cesó durante la noche. Argamasas
incendiarias, piedras del peso de un hombre, flechas, todo valía para
amedrentar cuanto antes a los cercados. Si de paso causaban un buen número de
bajas, pues mejor que mejor.
Algunos soldados de la Coalición cometían la
temeridad de aproximarse hasta las murallas y lanzar algún que otro animal en
descomposición para intimidad y a la vez provocar pestilencia dentro de la
ciudad; repitiendo la operación introduciendo y esparciendo vísceras
putrefactas en los arroyos que cruzaban la urbe, con el ánimo de causar
intoxicaciones y enfermedades entre las tropas enemigas.
Así estaban las cosas,
cuando la mañana del cuarto día de asedio se pudo escuchar un estrepitoso
alboroto dentro de las murallas de Trámara. Los sonidos de lucha eran evidentes
e inequívocos. El chocar de los aceros, las detonaciones de pistola, los
desgarradores gritos de rabia, de muerte y venganza. ¡Alguien estaba luchando
en el interior de Trámara!
Enseguida, Ziriab y el
resto de mandos del ejército aliado, se imaginaron que aquello se trataba de
una confrontación entre los propios kardianos o lo más probable, entre soldados
kardianos y la desesperada población autóctona, que se habría levantado en
armas ante una situación insostenible que los precipitaba a una muerte segura.
Al menos - pensarían- morirían matando y luchando por lo suyo y su dignidad.
Al día siguiente, todo
era silencio. Ni siquiera se oía el llanto o el quejido de algún posible
superviviente. Algunos jirones de humo ascendían por entre los torreones de la
muralla. Olía a muerte, y como un buitre revoloteando sobre la carroña, el
ejército de la Coalición
había decidido que aquel era el momento de entrar al asalto en la ciudad y
saborear las mieles de un triunfo que no por inesperado iba a ser menos
satisfactorio.
La unidad encargada del
ariete se aproximó a la puerta principal de Trámara y comenzó a descargar su
atronadora furia contra los robustos maderos reforzados con piezas de hierro
que conformaban la entrada.
¡Pero qué equivocados
estaban al pensar que aquello iba a ser un inesperado y grato paseo militar! Al
parecer, las tropas kardianas habían ganado la refriega y se habían
reorganizado durante la noche y, aún diezmados, se aprestaban a defender la
ciudad.
Así, comenzaron a
arrojar grava hirviendo por los matacanes de las torres barbacanas que
flanqueaban la puerta principal y achicharraron en el acto a los soldados que
manejaban el ariete, a pesar de ir cubierto el artilugio militar con un grueso
toldo de cuero.
-¡Hijos de perra! –
protestó estupefacto y cariacontecido el Mariscal Taverner, el más veterano de
los altos mandos de la
Coalición. – Ahora sí que se van a enterar esos mal nacidos.-
dio un fuerte golpe sobre la mesa en la que se desplegaban unos planos de la
ciudad de Trámara y se dirigió al resto de mandos, entre los que se encontraba
Jeyson Ziriab.- ¡No hay tregua, señores, ya saben lo que hay que hacer!
-¡A por ellos!
-¡Muerte a los
kardianos!
-¡Muerte! – corearon
todos al unísono, enardecidos por la situación.
Zacarías Shoniak estaba
integrado en una unidad varnia de infantería con arma corta: cuchillos,
alfanjes, pistolas y pequeñas ballestas. Algunos llevaban un escudo redondo de
reducidas dimensiones, más aptos para repeler los golpes en las distancias
cortas y la lucha cuerpo a cuerpo que
para protegerse de dardos o saetas. Estaban posicionados, según lo dispuesto
por los Generales, tras las unidades de asalto, formadas por una línea de
arqueros que mantenían a raya la resistencia de las torres, infantes provistos
de armaduras y largas picas en vanguardia, y un contingente de caballería
pesada como fuerza de choque, dispuesta para cargar y abrir brecha en las
líneas enemigas y facilitar el acceso y avance al resto de la tropa al recinto
amurallado.
Algunos arqueros, al
llegar a la altura de la puerta principal de Trámara, guardaron sus armas y se
hicieron cargo del ariete, retomando la actividad asediadora de los
achicharrados. Tras varios intentos, la puerta, finalmente, cedió entre
tremendos crujidos y chirridos; aquellos tablones remachados con piezas de
metal parecían quejarse del castigo inflingido por el ariete, maldiciendo su
destino.
Las primeras unidades
atravesaron el rastrillo de la puerta e inmediatamente fueron recibidos por una
lluvia de flechas y proyectiles varios, que si bien hacían mella en los
arqueros e infantes, apenas inquietaban a la caballería pesada, resguardada
tras sus recias armaduras, cuyos componentes se iban dispersando por las
empedradas calles de la ciudad, persiguiendo a los soldados kardianos que les
habían brindado tan amable
recibimiento y que habían salido despavoridos al ver la que se les venía
encima.
La diezmada infantería
kardiana caía desperdigada por las ensangrentadas callejas de la urbe; algunos,
con los miembros amputados, otros, con los cráneos abiertos, dejando escapar la
masa encefálica, pero todos ellos asesinados con ensañamiento.
La patrulla varnia en
la que servía Shoniak, avanzaba por las laberínticas calles, camino del
castillo, donde se presumía que se hallaría el grueso de la resistencia
kardiana y donde tendrían recluidos, muy probablemente, a los prisioneros. En
su camino hacia la fortaleza, se cruzaron con apenas una docena de
enemigos, a los que abatieron a tiros y
remataron a cuchilladas; incluso decapitaron a algunos. También se toparon con
civiles eridanos, a los que conminaron a encerrarse en sus casas o en algún
lugar seguro hasta que terminase la contienda.
Cuando los componentes
del comando en el que servía Zacarías llegaron a la fortaleza, ésta ya había
sido asaltada por las tropas de vanguardia. Decenas de cuerpos yacían
desperdigados por las estancias, patios y escaleras del castillo; algunos eran
soldados, tanto aliados como sardianos, otros civiles, probablemente se tratase
de prisioneros ajusticiados a última hora por los efectivos kardianos,
sabedores de su inevitable final y que querían despedirse de este mundo de la
manera más vil y despreciable: llevándose consigo el mayor número de vidas
posibles, aunque estos fueran inocentes e inofensivos civiles. “¡Qué mezquino puede llegar a ser el ser
humano!” pensó Zacarías Shoniak ante aquella escena tantas veces vista. “¿Cómo no despreciar a toda nuestra
especie... cómo no despreciarme a mí mismo, que, al fin y al cabo, soy uno más
de ellos?” Tal vez no, pero una lágrima parecía asomar a sus ojos...
Unas semanas más tarde
ya estaba toda la tropa asentada en la ciudad de Trámara. Durante aquellos días
reconstruyeron el castillo, la muralla, varios palacios y edificios como el
hospital o la lonja; enterraron extramuros a los muertos propios y quemaron a
los enemigos en una descomunal pira tras requisarles las armas e inventariar el
arsenal, hasta devolver, en parte, la normalidad a la ciudad.
Los altos mandos, entre
los que se hallaba Zyriab, así como las unidades de caballería, se instalaron
en el restaurado castillo y en el antiguo palacio del conde eridano Baruk
Salhad, mientras el resto del ejército lo hacía diseminado por los barrios
populares, repoblados de nuevo por los supervivientes de la contienda, los
prisioneros liberados, los comerciantes, mercachifles y prostitutas llegados al
calor de las tropas aliadas y por lugareños huidos que habían regresado a sus
casas tras la victoria aliada provenientes de los bosques y montañas cercanos
donde se había escondido durante la invasión para salvar sus vidas y
pertenencias.
Zacarías Shoniak y los
compañeros de armas que lucharon con él en la toma de la ciudad, con los que
había trabado sincera amistad, fueron ubicados en una vivienda de dos alturas
del barrio sur de la urbe, el destinado a los artesanos del cuero y las telas.
Tuvieron suerte, pues otros dormían en establos, cuadras y gallineros de casas
aún más humildes que aquella. Así pues, no podían quejarse, aunque Shoniak
había pasado días enteros en lugares mucho peores que aquellos.
Aquella misma mañana
les habían comunicado que se quedarían en la ciudad como parte de las unidades
de la guarnición encargada de custodiar la plaza tomada, lo cual no agradaba al
proscrito kardiano, que prefería marchar hacia Éridan, conquistarla y de allí
poner rumbo a Kardia, que quedarse realizando labores mucho más seguras, pero
en extremo tediosas para un hombre de acción como él.
El propio Zyriab se lo
comunicó en persona, al quedar con él en una taberna de la barriada sur.
-¡No puede creer que me
hagas esto, Jeyson! – se quejaba Shoniak a su viejo amigo y superior. Había
llegado una hora antes que el comandante frysio; tiempo más que suficiente para
conseguir que adornaran la mesa en la que se sentaban media docena de jarras de
cerveza de las que el pelirrojo kardiano había dado ya cuenta.
-No he podido hacer
nada, Zacarías, no dependía de mí decidir qué parte del ejército se quedaría
aquí y cuántos efectivos marcharíamos hacia Éridan...
-Pero qué casualidad,
que una pequeña guarnición de no más de quinientos hombres se quede aquí para
salvaguardar un enclave recuperado y me vaya a tocar a mí ser uno de ellos...
¡Yo, un veterano que valgo por diez de esos chiquillos imberbes que lleváis a
la muerte en vanguardia!
-Has bebido demasiado,
Zacarías, y estás diciendo tonterías. Aún así, te prometo que en cuanto pueda,
te llamaré al frente conmigo. ¿Entendido?
-¡Va! – gesticuló con
desdén el pistolero que, volvió la cabeza y llamó la atención de la voluminosa
tabernera. - ¡A ver, más cerveza aquí!
-¡Zacarías, no me
jodas! No bebas más y vete a casa a dormir la mona.
-No me quiero ir,
Jeyson.- dijo golpeando con el puño en la mesa.
La tabernera, que
llevaba en ese instante dos jarras de cerveza en las manos, se sobresaltó y
derramó parte del contenido en el suelo de la sala.
-Lo siento, señora,
este soldado está borracho y al parecer no sabe comportarse...- le disculpó
Zyriab ante la dueña.
-No se preocupe, capitán.- respondió la tabernera con una
leve sonrisa de resignación que aún así resultó agradable. Era una mujer de
mediana edad, de grandes pechos y anchas caderas, pero hermosa aún. Sin duda en
su juventud debió tener muchos pretendientes y le rondarían nobles, a pesar de
su condición plebeya. Ella y su marido se habían vuelto a hacer cargo del
negocio tras pasar los últimos meses en la costa Este, en las cuevas de los
acantilados de Fabern, escondiéndose de las patrullas kardianas. Rosamunda, que
así se llamaba la mujer, posó las jarras de cerveza sobre la mesa y volvió a su
lugar tras la barra.
-Necesito estar con una
mujer.- soltó de pronto Shoniak.
-No lo dudo, amigo,
pero hoy no creo que sea el día más indicado, no podrías ni...- Zyriab no
terminó la frase y se echó a reir a carcajada limpia.
-¡Cállate, cabronazo! –
le acompañó Shoniak riéndose también.
-¡Muchachos! – llamó
Zyriab a un grupo de soldados varnios que se encontraban en una mesa cercana a
la de los dos viejos camaradas. – Llevad a este compañero a sus aposentos. No se encuentra bien. Está
alojado aquí mismo, en un edificio de la calle de los curtidores.
-¡Grrrr, grrrr! – se
quejó Shoniak con una especie de gruñido. Sin embargo, apuró la jarra y se
levantó tambaleándose y accediendo a la orden del comandante.- Sí, creo que
debería echarme un rato, a ver si se me pasa la cogorza...
-Está bien. Ya sabes
que mañana partimos hacia Éridan. Iré a despedirme personalmente de ti. – le
dijo dándole un cariñoso tortazo para despabilarlo. Y se lo llevaron.
Ziriab tomó rumbo hacia
la parte alta de la ciudad, donde se encontraba el castillo, mientras los
soldados que llevaban a Shoniak se dirigieron hacia el Sur. En poco más de dos
minutos estaban frente a la puerta de la vivienda de dos alturas en la que se
alojaban el kardiano y sus compañeros de armas.
Se oían voces y mucho
jaleo desde fuera; también el sonido característico de un laud de cinco
cuerdas. Alguien entonaba una canción burlesca, pues todos reían y chillaban al
son de la tonada. Sin duda se trataba de una hazaña más de Ivo Dávilan. ¿Quién
si no?
Entraron por la puerta
principal y atravesaron todo el pasillo, llegando hasta el patio central
porticado de la edificación, donde se desarrollaba la fiesta, aún con Shoniak
portado en volandas, con el gesto desencajado y los ojos medio cerrados,
susurrando frases ininteligibles. Iba realmente ebrio. Había perdido toda la
apariencia de persona extremadamente peligrosa que le caracterizaba.
-¡Compañeros, aquí os
traigo a un camarada vuestro que se ha pasado un poco con la cerveza! – saludó
uno de los soldados varnios alzando la voz.
Ivo Dávilan dejó de
tocar, lo que hizo que de inmediato todos se volviesen hacia la puerta de
entrada al patio.
-¡Adelante, amigos,
dejad al pobre Zacarías por ahí sentado y uníos a la fiesta! – contestó el
bardo con un gesto con la mano en la que portaba la púa.
-Lo sentimos mucho,
pero no podemos; mañana partimos hacia Éridan. El comandante Ziriab nos ordenó
traer a vuestro compañero, nada más. Disfrutad los que os quedáis aquí, pero no
descuidéis vuestro cometido, que también es importante, sobre todo para
nosotros...- Dejaron al pelirrojo kardiano en un butacón apartado en una
esquina del patio y se fueron por donde habían venido. Y la fiesta continuó.
Shoniak no se enteraba
de nada, pero Dávilan tocaba y cantaba jocosas cancioncillas, mientras corría
el vino frysio y la cerveza eridana a raudales. Soldados y meretrices se
entremezclaban por todos los rincones, ellos, para desfogarse, y ellas, para
hacer negocio. Incluso, algunos comerciantes y artesanos eridanos se habían
acercado a la celebración, atraídos por la feliz algarabía tras una larga
temporada de terror y sufrimiento; al parecer, la ciudad recobraba, si no una
tranquila paz, sí una tensa normalidad, que ya era más que suficiente, pues
ahora Trámara debía servir de lugar seguro y enlace a las tropas que avanzaban
hacia Éridan y proporcionarles una vía franca de suministros, protegiendo y
custodiando los caminos por los que transitaban los comerciantes y campesinos.
Amanecía cuando Jeyson
Ziriab se levantó para preparar sus pertrechos. Bajó a las cocinas y al almacén
del castillo para ordenar que se comenzara a repartir la ración de pan, queso,
tocino y vino que correspondía a cada soldado. Era su cometido aquella mañana
en la que partían de nuevo a la batalla. Debían liberar Éridan de los invasores
kardianos, al igual que hicieron con Trámara. Las primeras horas de cada nuevo
día eran un verdadero suplicio para el veterano comandante, pues le traían un
sordo dolor a sus huesos, cansados ya de tantas contiendas y tantos golpes y
cicatrices.
No se había olvidado de
su camarada Shoniak, pero era prácticamente seguro que no tendría tiempo para
ir a visitarle y despedirse personalmente como lo prometió. Estaría bien.
Seguro que no se lo tendría en cuenta la próxima vez que se vieran.
Salió al patio de
armas, donde la caballería se hallaba en formación, lista para partir. En la
amplia explanada que se desplegaba frente al castillo esperaban las diferentes
columnas de infantería -lanceros, arqueros y hoplitas - dispuestos para avanzar
hacia Éridan.
Jeyson Zyriab inspiró
hondo el aire fresco de la mañana; hinchó los pulmones y soltó el aire con
estrépito dando un resoplido. Esbozó una leve sonrisa y comenzó a andar con
rapidez, camino de la vanguardia. Parecía animado. Volvía a la acción. Al fin y
al cabo, sólo era un viejo soldado que lo único que sabía hacer era guerrear.
Cuando Shoniak despertó
le invadió un horrible dolor de cabeza. No parecía ser muy tarde, pues aún
refrescaba, y tan sólo se escuchaba el tintineo de unos dados rebotando sobre
una mesa de madera. Los últimos trasnochadores aún apuraban su suerte y su
dinero.
Un par de prostitutas abandonaba
la vivienda en dirección a la calle. Ya habían cumplido con creces sus
servicios.
El pistolero kardiano
se incorporó lentamente. Notó cómo las piernas le fallaban. Subió hasta su
habitación a trompicones y abrió la puerta. Allí encontró a uno de sus
compañeros de batalla retozando en la cama con una mujer. Se trataba de
Torsend, un joven de veinte años, tercer hijo de un herrero varnio, que se
había enrolado en el ejército al no tener ninguna posibilidad de prosperar en
su pueblo natal. Su vocación guerrera era mínima, pero había mostrado valor en
la toma de la ciudad, por lo que Shoniak le tenía cierto aprecio por ello como
soldado.
-¡Largaos de aquí! –
les espetó el pelirrojo kardiano sin excesivo énfasis. - ¿No teníais otro sitio
en el que fornicar? ¡Ala, venga, que voy a dormir un rato… Espero que no me
hayáis manchado la cama, cabrones! - al
menos estará caliente pensó
para él.
Pero cuando se acercó
hasta ellos pudo comprobar que la mujer que acompañaba a Torsend era casi una
niña. Tendría unos trece años y mientras se vestía torpemente a toda prisa,
Shoniak pudo ver que apenas le habían nacido los pechos, que no eran más que
dos conos ligeramente abultados de pequeños pezones. Nerviosa, se tapaba el
pubis, de oscuro vello ralo.
-¡Torsend, no me jodas…
Es una cría! – le recriminó el kardiano dándole un empujón que lo arrastró
hasta una esquina de la habitación.
-¿Qué te pasa, Shoniak?
¿A ti qué coño te importa con quién me acuesto yo?
-¡Lárgate! – le ordenó
Zacarías a la joven que, cabizbaja, obedeció y salió volando de la estancia.
-¡Torsend! – se volvió
hacia su colega.- ¿Es que no tienes dinero para pagar una puta que tienes que
engañar a la hija de un alfarero o un tejedor? ¡La madre que te parió, era una
niña!
-No lo creas…-
respondió Torsend entre temeroso y socarrón.
-Mira, imbécil, si esa
chiquilla se queda preñada, le joderías la vida. ¿Es que no te das cuenta?
¡Coño, sólo pensáis con la polla!
Torsend bajó la cabeza.
No se atrevió a seguir sosteniendo la mirada al veterano soldado pelirrojo. En
el fondo, se sentía avergonzado.
-Está bien, Shoniak. –
susurró a modo de disculpa.
-Si quieres follar y no
tienes dinero, pídemelo a mí, pero no vuelvas a engatusar a otra pobre niña,
¿entendido?
-Entendido.
Torsend salió de la
habitación y Shoniak se dejó caer en la cama, para ser abrazado de inmediato
por el sueño.
Por la tarde, el grueso
del ejército ya había abandonado Trámara en dirección Sur, hacia Éridan; entre
sus unidades se encontraba un Jeyson Ziriab que no se iba del todo tranquilo,
pues, tras el pánico inicial de la invasión kardiana y posterior liberación
aliada, la ciudad estaba un poco convulsa. Durante la última semana habían
crecido las denuncias de los tramarianos que se creían en el legítimo derecho
de dirigir ahora la ciudad, con el apoyo del contingente aliado, hacia aquellos
que, según los primeros, habían recibido a los kardianos con los brazos
abiertos cuando tomaron la ciudad tras hacerse con toda Éridan. Aquellos que
habían tenido que dejar la urbe tras el avance kardiano y que habían regresado
tras la victoria aliada, culpaban a sus vecinos de haberse quedado y recibido
con mayor o menor simpatía a las tropas kardianas. Los acusados argumentaban
que no habían tenido otra opción, que ellos también habían sido víctimas de la
invasión, sólo que no habían podido huir y debían quedarse e intentar
salvaguardar sus pertenencias y posesiones. Sonreir a los kardianos sólo era
una pose interesada para no ser encarcelados o degollados por estos y
embargados todos sus bienes. Así pues, en un principio, no tuvieron más remedio
que doblegarse a los invasores, aunque luego se sublevasen y fueran duramente
castigados. Es más, culpaban a los que se habían marchado de la ciudad y no se
habían quedado para defenderla de la forma que fuese. Esos sí que eran unos cobardes. Otros, simplemente, habían huido
con los kardianos hacia Éridan por miedo a las futuras represalias de sus
paisanos tras la derrota de aquellos a los que habían servido.
Pero sólo unos pocos de
los denunciados fueron encarcelados por su flagrante, libre y sincera simpatía
a los kardianos y además tener la desfachatez de quedarse y fingir todo lo
contrario. El resto, fueron absueltos, pues realmente sólo intentaron con su
comportamiento salvar lo poco o mucho que tenían aparentando amistad con el
enemigo invasor.
Aquella misma noche
comenzó a llover como no lo había hecho en semanas. Jeyson Ziriab estaba
reunido con el resto de altos mandos del ejército aliado en la tienda de
campaña del general Argond, diseñando el plan de batalla y las directrices a
seguir para liberar la capital eridana. Entre ellos hablaban en kardiano, la
lengua primigenia que todos conocían y de la que derivaban los dialectos
varnio, frysio, lysio y eridano. Todos conocían en mayor o menor medida el
kardiano, ya que antes de la época de los cinco reinos, la gran isla-continente
de Alteria era una sola nación bajo el puño de hierro del gran Ubaldo de
Kardia, siendo ésta la ciudad que en aquellos tiempos ostentaba la capitalidad
del reino de Alteria y principal centro de cultura. Pero hacía ya muchos años
de aquello y la mayoría de los presentes eran apenas unos niños por aquel
entonces; y aunque se habían sucedido guerras de menor envergadura entre los
pueblos de los cinco reinos, seguía aún muy vivo el persistente deseo de los
reyes kardianos de someter al resto y gobernar de nuevo sobre toda la isla; es
más, lo creían un legítimo derecho.
Los mapas se
desplegaban sobre un fino tablero de roble, sustentado por dos caballetes. La
tenue luz de una lámpara de aceite iluminaba el montañoso relieve del reino de
Éridan.
-Debemos cruzar el paso
de Tiriash si queremos ahorrarnos un largo rodeo por la costa, con la
consiguiente pérdida de tiempo, víveres y dinero…- argumentaba el propio
Argond, el más veterano, fornido y barbudo de los que allí se encontraban.
-Estoy de acuerdo, pero
todos sabemos que es un paso muy peligroso, susceptible de ser utilizado para
una emboscada, ¡sería una masacre, una desgracia si nos atrapan allí dentro! -
opinaba Saktis, uno de los comandantes que mejor conocía el suelo eridano.
-Habrá que arriesgarse
si queremos llegar a Kardia antes de que se nos eche encima el otoño kardiano,
que sin duda convertirá el terreno en un lodazal, dejándonos a merced de esos
mal nacidos.
-¡Y el invierno ni te
digo, podemos morir sepultados bajo metros de nieve!
Estuvieron dando
vueltas a la situación hasta bien entrada la madrugada. Finalmente decidieron
arriesgarse y afrontar el camino más corto con toda la cautela posible,
disponiendo avanzadillas de exploradores por todo el territorio eridano por el
que habrían de pasar en dirección a la antigua capital sureña.
La guarnición
acantonada en Trámara, de la que Shoniak formaba parte activa, no tenía otros
cometidos que mantener el orden dentro de los muros de la ciudad y asegurar el
flujo de mercancías y víveres hasta la tropa movilizada con dirección a Éridan.
Se organizaban monótonos turnos de patrullaje, de escolta, aprovisionamiento y
racionamiento, los cuales resultaban tediosos para el pelirrojo proscrito
kardiano, ávido siempre de aventuras y emociones fuertes. Desde su estancia en
Trámara se había dado cuenta de que por su físico, no pasaba desapercibido
entre sus compañeros y habitantes de la urbe, lo cual le molestaba en gran
medida por las suspicaces miradas y comentarios de la gente. Su pelo cobrizo y
sus ojos verdes acentuaban un llamativo aspecto que lo identificaba como
kardiano, ya que éstos, desde la guerra de secesión y la formación de los cinco
reinos, se habían esforzado aún más si cabe por mantener estos rasgos genéticos
distintivos propios de los pobladores de las grandes llanuras del Oeste de
Alteria. De hecho, desde no hacía mucho tiempo, hombres y mujeres sanos y
jóvenes eran seleccionados para procrear a la futura raza que conformaría la
élite de los soldados kardianos: muchachos fuertes y robustos, de tez clara,
ojos verdes y cabellos del color del fuego. Y lo cierto es que así eran desde
tiempo inmemorial la mayoría de los kardianos, pero no todos, pues a lo largo
de los siglos, y sobre todo cuando Alteria era un solo reino, kardianos,
varnios, frysios, lysios y eridanos se mezclaron sin fronteras unos con otros
sin mayor problema que unas cuantas diferencias culturales y costumbres típicas
de cada región, porque, por lo demás, habían compartido una misma lengua, con
ligeras variantes, unos mismos dioses a los que rendir culto, una misma patria
y un mismo rey.
El aburrido Shoniak
ansiaba que llegasen pronto noticias del frente reclamando sus servicios;
aquella tensa espera le estaba corroyendo las entrañas. A veces creía fehacientemente
que necesitaba la lucha como modo de expiar sus pecados y como forma eficaz y
heroica de encontrar la muerte y poner fin, de una vez por todas, a aquella
vida salvaje y miserable que no conducía a ninguna parte. Tan sólo le consolaba
y entretenía en cierta medida las historias y canciones que Ivo Dávilan le
contaba, entre cerveza y cerveza, cuando se reunían los veteranos en la taberna
de la plaza del zoco al atardecer, mientras los jóvenes se acercaban hasta los
burdeles del centro para saciar sus instintos según recibían la soldada.
-Cuéntanos algo tú que
no sepamos de Kardia, amigo, aunque no la consideres tu patria… – le interpeló
un día el bardo varnio tras posar la jarra vacía sobre la gruesa mesa de nogal
de la taberna del zoco.
Shoniak, imbuido por el
alegre espíritu de la velada, no se tomó a mal la comprometida pregunta y tras
unos segundos de reflexión, comenzó a hablar:
-No recuerdo mucho de
la tierra en la que nací, la verdad, tan sólo los eternos paisajes, las
interminables llanuras teñidas de verde en primavera y de oro en verano y la
sonrisa de mi madre… También recuerdo el pueblecito en el que nací, muy próximo
a la capital, la ciudad más poblada que he visto en mi vida; en ella se
abarrotan miles de personas, la mayoría fuera de las murallas, en barrios de
campesinos y artesanos, con sus humildes casas de adobe… Y la gran fortaleza de
Kardia...
-Pero, ¿cómo viniste a
parar a estas tierras, qué pasó, por qué eres un proscrito? – aquello parecía
interesar más a la concurrencia que la descripción de una tierra extraña y
lejana.
-Esa es una larga
historia y te la contaré otro día, viejo cascarrabias…- respondió un tanto
enojado; dicho esto, echó un largo trago de cerveza y animó a Dávilan a que
cantase algo divertido. No quería recordar más...
Aunque cruzaron el paso
de Tiriash sin mayor contratiempo, a pesar de los temores de emboscada, el
cerco a la ciudad de Éridan se alargó hasta el invierno, desbaratando así los
planes de la coalición, que pensaba haber rendido la plaza antes de que cayeran
las hojas de los árboles y los primeros copos de nieve, para plantarse frente a
los muros de Kardia antes de expirar el año.
No lo consiguieron y la
contienda se paralizó durante todo el invierno. Las huestes de la coalición se
apiñaban sobre una colina próxima a la otrora hermosa ciudad de los mil
palacios y ebúrneas murallas, desdibujada y teñida de un gris ocre por la
guerra.
Durante el otoño no
pudo llover más; un aguacero tras otro caía sin remisión sobre el campamento
aliado, convirtiendo la zona en un enorme barrizal. El frío y la humedad se
metían hasta los huesos, ayudados por un viento casi huracanado. Los galenos no
daban abasto para tratar a los soldados que enfermaban de bronquitis o
diarreas. El desánimo se colaba incluso en los espíritus más impetuosos. El
propio Ziriab sufrió altas fiebres durante días y le costó más que nunca
arengar y motivar a la tropa.
Y así era imposible
hacer efectivo el cerco, batallar o siquiera patrullar. No se podía hacer nada.
Pero pasó el invierno y
una calurosa mañana de primavera apareció un solitario jinete frente a la
puerta Sur de la ciudad de Trámara. Había cabalgado durante toda la noche,
aprovechando el frescor nocturno para no reventar el caballo y poder llegar más
rápido a su destino. Traía consigo buenas noticias: los soldados de la
coalición habían tomado la ciudad de Éridan y reclutaban tropas de refresco
para asegurar la plaza tomada y proseguir con el resto el camino hacia Kardia.
Este contingente de refuerzo partiría desde el cercano puerto de Tinash y se
uniría al grueso del ejército en la ciudad costera de Zamit, en la frontera
eridano-kardiana, para entregarles munición y víveres, y posteriormente
adentrarse por mar en territorio kardiano.
La alegría de Zacarías
Shoniak al enterarse de la noticia fue inmensa. Por fin un poco de acción que
mitigase los momentos de tedio en los que a su mente acudían recuerdos que le
atormentaban. Odiaba aquellos momentos y por eso prefería combatir, para
distraerse y no reparar en los recuerdos del pasado.
Mientras, muy lejos de
Trámara, en la otra punta de la isla-continente de Alteria, otro jinete volaba
por las estepas del occidente kardiano, procedente del Sur. Éste, sin embargo,
traía una amarga noticia: Éridan había sido entregada.
Nada más divisarlo en
el horizonte, los centinelas le abrieron las ciclópeas puertas de la ciudad.
Atravesó la arteria principal de la urbe entre cientos de miradas de
expectación, tanto de hombres libres como de esclavos. Dejó atrás las suntuosas
fachadas de los palacios nobiliarios y los excéntricos templos dedicados a las
múltiples deidades que se adoraban en Kardia, hasta llegar al palacio-fortaleza
en el que se alojaba el rey Mornak.
Descabalgó y tras
atravesar las broncíneas puertas decoradas con profusa filigrana, subió las
escaleras del patio central del palacio y se plantó frente a la estancia
principal, custodiada por dos alabarderos. Los guardianes le hicieron esperar
unos instantes, que al soldado le parecieron una eternidad. Finalmente fue
anunciado y entró. Allí encontró a un hombre alto, calvo, algo encorvado, de
tez pálida y cejas y barba pelirrojas, recostado sobre unos grandes cojines y
rodeado de media docena de esclavas semidesnudas. El techo, de dorados
mocárabes, confería un suntuoso resplandor a la habitación. El monarca se
incorporó y se acercó hasta el jinete, que hizo una reverencia.
-Majestad, Éridan ha
sido tomada y el ejército enemigo se dirige hacia aquí…- explicó el soldado sin
apenas levantar la cabeza, con la voz entrecortada.
En un primer instante,
Mornak no reaccionó. Giró sobre sí mismo y dio cortos paseos en círculo con el
codo flexionado y la mano derecha en la barbilla, pensativo.
-Está bien, que
vengan.- concluyó afirmando con aparente tranquilidad. Se acercó hasta el grupo
de esclavas y acarició el rostro de una de ellas con el dorso de la mano, para
acto seguido volver a girarse hacia el jinete.
-¡Que vengan, aquí les
esperaremos! – gritó entonces preso de la más furibunda ira. Y desenvainando su
regia espada y alzándola al cielo, de un certero y fugaz mandoble, atravesó al
soldado portador del funesto mensaje, que cayó al suelo en medio de un gran
charco de sangre.
Unos días más tarde, la
destartalada goleta Kassandra zarpaba del puerto de Tinash con rumbo al Oeste
eridano. Viajaba repleta de pertrechos útiles para la guerra, víveres y una
numerosa caterva de malolientes soldados, entre los que se hallaba Zacarías
Shoniak. Por su renovado ánimo, aquellos inexpertos marinos no parecían
inmersos en una contienda de tal magnitud. Aquel micromundo flotante era un
remanso de paz momentáneo en medio de una tormenta global. Se respiraba
optimismo y camaradería entre las enmohecidas cuadernas del barco. Incluso Ivo
Dávilan cedía su protagonismo a otros improvisados contadores de historias,
borrachos cantarines y a todo aquel que quisiera compartir con sus compañeros
de travesía alguna divertida, socarrona o picante anécdota.
Sin embargo, en
aquellos días de periplo marino, el pelirrojo kardiano era más dado a la
contemplación de la inmensidad oceánica que a la distendida charla con sus
compañeros de viaje. Aquella calma era ideal para que el mercenario se viera
sorprendido por todos sus demonios y fantasmas del pasado.
Una tarde, Ivo Dávilan
se acercó hasta él y le preguntó por su marginado mutismo.
-No es buena la mar
para olvidar recuerdos del pasado… - le respondió sin girarse y sin dejar de
mirar hacia el cárdeno infinito.
-Lo sé, compañero, pero
intuyo que hay algo más que te atormenta.
-Así es. – respondió y
durante unos segundos guardó silencio. - Yo he vivido cosas que nadie debería
vivir. - se animó a decir finalmente.- He visto cometer verdaderas atrocidades
que me han convertido en lo que soy, una alimaña, cosas que me han hecho
descreer de la especie humana. En este mundo, los demás animales matan a sus
presas de forma rápida y precisa para procurarse sustento y aniquilan
igualmente con presteza al que invade su territorio, pero no se ensañan, ni
regodean con ello como nosotros y menos con la muerte de un semejante…
-Te entiendo. – asintió
Dávilan apoyando su mano en el hombro del proscrito kardiano.
-Yo he visto disfrutar
a un ser humano torturando a hombres, mujeres o niños desvalidos.- siguió
desahogándose Shoniak. – Yo mismo he participado de tal barbarie; no, no creas
que soy un santo; no sólo he matado a valientes soldados, cara a cara, en el
fragor de la batalla, créeme… ¿Cómo puedo respetarme entonces a mí mismo y
apreciar a mis iguales? ¿Eh? Dime. – Por primera vez en muchos años, el viejo
Dávilan se quedó sin palabras y no supo responder a su camarada. – Ya te digo
yo que es imposible; tan sólo puedes odiarlos o compadecerlos… Ahora sólo
quiero volver a luchar para olvidarme de ello… Ojalá sea pronto…
Con una amarga sonrisa
de asentimiento y un par de palmadas en la espalda, el contador de historias se
despidió del mercenario pelirrojo y lo dejó inmerso en sus cavilaciones.
Esperaba que el hecho de haberse desfogado contándole aquello, le sirviese al
kardiano para mitigar el dolor de los recuerdos.
Mientras, milla a
milla, la desvencijada Kassandra se aproximaba a su destino.
Pero una mañana, cuando
la línea costera del occidente eridano se divisaba a lo lejos, entre la bruma,
quiso la mala fortuna que los vientos se huracanasen y arrastrasen la
embarcación aliada hacia un conjunto de diminutas islas que se hallaban a pocas
millas de tierra firme. Aunque la tripulación hizo todo lo posible por
evitarlo, la Kassandra se desintegró en astillas al impactar contra las rocas
de uno de los islotes. Los soldados saltaron a las gélidas aguas aferrándose a
todo aquello que pudiera flotar y salvarles momentáneamente de verse abocados
al fondo del mar. Zacarías Shoniak se parapetó sobre un odre de vino,
intentando tener el menor contacto con el frío elemento, y evitar así la
inminente hipotermia. Escuchaba los gritos desaforados de sus compañeros, pero
la abundante lluvia que había empezado a caer le dificultaba verlos y mucho
menos acercarse hasta ellos para intentar salvarlos. Él mismo iba hacia la
deriva y poco a poco las voces de sus camaradas se iban apagando entre la
lejanía y el ruidoso aguacero.
Horas más tarde,
exhausto y aterido de frío, el pistolero kardiano alcanzó la costa. Había ido a
parar a una pequeña cala, donde las olas rompían con fuerza. Una de ellas le
despertó de su moribundo letargo y abrazándose a su último aliento, ascendió
por una leve colina y se puso a salvo de la tempestad en un improvisado refugio
natural. Allí descansó toda la noche.
A la mañana siguiente
bajó a la pequeña playa a la que había arribado el día anterior. Hasta allí
habían llegado también cajas con víveres y pertrechos varios, así como los
cadáveres de algunos de sus compañeros. Tal vez ninguno hubiera sobrevivido. Se
emocionó al pensar que tan sólo él podía haberse salvado de aquella catástrofe.
Lo sintió especialmente por el viejo Dávilan.
En cuestión de minutos,
se aprovisionó con aquello que se conservaba en buen estado en el interior de
las cajas y tomó prestado un alfanje de uno de sus defenestrados colegas, para
acto seguido volver a subir por la colina. Debía averiguar en qué lugar
concreto de la costa se encontraba. Si en territorio eridano o ya en tierras
enemigas, en su Kardia natal.
Caminó durante dos
días, viajando de noche y ocultándose entre el boscaje en las horas de sol, sin
hallar vestigio de poblamiento alguno, lo que le llevó a pensar que aquellas
tierras eran fronterizas, y por ello deshabitadas, dado el riesgo que suponía
vivir en ellas. Así pues, Kardia se encontraba al Norte y Éridan al Sur. Las
tropas de la coalición, comandadas, entre otros, por su amigo Ziriab, no podían
encontrarse a muchas jornadas de distancia. Es más, si permanecía por aquellos
lares era muy probable que se topase con ellas camino del Norte. Y decidió
esperar.
Al día siguiente,
mientras permanecía escondido entre unos matorrales, esperando que llegase la
noche, decidido a continuar su camino hacia el Sur, en vista de que las tropas
aliadas no hacían acto de presencia por aquellos parajes, divisó a lo lejos un
rebaño de ovejas. En un primer momento le llamó mucho la atención aquella
visión, pero pronto se dio cuenta de la situación: aquel pastor se había
arriesgado a conducir su rebaño hasta aquellas solitarias tierras en busca de
fértiles pastos y lejos del ejército kardiano, que, de toparse con el ganado,
sin duda se lo requisaría para alimentar a la tropa.
A Shoniak, aquel
encuentro le pareció una buena ocasión para avanzar durante el día por aquellos
parajes adoptando el disfraz de pastor. Sí, puede que de cruzarse con una
patrulla kardiana se quedase sin animales, pero no perdería la vida, pues nada
habrían de hacerle a un humilde pastor kardiano que se resignaba buenamente a
ceder sus ovejas a la causa de su rey. Sigilosamente se fue acercando hasta el
rebaño. Pero uno de los perros que lo guardaba se percató de su presencia y
ladrando se dirigió raudo hacia el soldado, enseñando los afilados colmillos.
Shoniak se cubrió el brazo con una manta de viaje que rescató del naufragio y
se lo mostró al animal, que se abalanzó sobre él, hincándoles las fauces.
Shoniak aprovechó aquel acto del perro para con la mano que le quedaba libre
asir el alfanje y abrir en canal a la bestia. Ésta soltó un lastimero aullido y
cayó al suelo con las tripas saliéndosele por el rajado abdomen.
El pastor, que no era
más que un muchacho, echó a correr, pero el mercenario le dio alcance y le
rebanó el cuello con el mismo cuchillo con el que se había desembarazado del
perro guardián. Le quitó la ropa y se disfrazó con ella, guardando la suya en
un hatillo que posteriormente enterró entre la maleza de un pinar cercano,
junto al joven y al perro.
Adoptando el aspecto de
pastor kardiano se encaminó hacia el Sur, en busca del ejército aliado.
Aquella misma tarde,
nuestro protagonista vislumbró, al Sur, una columna de humo en el horizonte, a
algo más de media jornada del lugar en el que se hallaba. La gran llanura
kardiana solía ser engañosa a la hora de calcular las distancias, pero Shoniak,
desgraciadamente como nativo, sabía casi con exactitud que al caer la noche, si
se daba prisa, podía llegar hasta la fuente de aquel fuego y comprobar si se
trataba de algún vestigio del ejército aliado o no.
Ya el Sol se escondía
en el horizonte cuando el resplandor de numerosas hogueras se reflejaba en las
pupilas de Zacarías Shoniak. Estaba a menos de una milla del paraje en el que
descansaba lo que parecía ser un numeroso ejército. Ahora sólo le quedaba
averiguar de qué contingente se trataba y cómo acercarse y presentarse a ellos
sin ser detenido o aniquilado. Si aquellos soldados eran aliados, debería
asegurarse antes de conocer a alguien entre los acantonados, para que pudieran
reconocerlo y no degollarlo o torturarlo: no olvidaba que su aspecto era
netamente kardiano. Pero de noche era imposible distinguir un rostro familiar.
Deseó con todas sus fuerzas que entre aquellos militares se encontrase su viejo
camarada y amigo Ziriab. Tendría que esperar al día siguiente, con las primeras
luces, para comprobarlo. Y se quedó traspuesto, totalmente agotado, aun con el
alfanje en la mano.
Una batería de
puntapiés le despertó en plena oscuridad de la noche. Sobresaltado, se dio
cuenta enseguida del error de principiante que había cometido. Pero ya nada
podía hacer. Una de aquellas patadas hizo que su arma saliese despedida a
varios metros, quedando así indefenso.
Sólo contaba con sus
puños y aquellos soldados, aunque estaba todo oscuro, eran más de seis sombras.
-¡Mira lo que hemos
encontrado aquí! – se jactaba entre risotadas unos de los soldados, por su
acento, varnio.
-Pero si es un simple
pastor de cabras kardiano.- se mofaba otro sin dejar de patear al mercenario
que, intentando recomponerse, rodó por el suelo y se puso en pie.
-Vaya, vaya, parece que
sabe escabullirse esta comadreja.
-Ziriab, Jeyson Ziriab… - balbuceó exhausto Shoniak.
Los soldados se
detuvieron y callaron al unísono.
-¿Cómo has dicho? –
preguntó el varnio.
-Que conozco al
comandante Ziriab, pedazo de cabrones… - respondió Shoniak con la mano en las
costillas y con un ostensible gesto de dolor.
-Este jodido kardiano
pretende engañarnos. – dijo el más alto y gordo de los milicianos abalanzándose
sobre Zacarías, disponiéndose a darle otro golpe más.
Pero Shoniak le esquivó
y propinó un soberbio puñetazo en la mandíbula que le hizo caer inconsciente al
suelo.
-Me llamo Zacarias
Shoniak y conozco a Jeyson Ziriab. Si está en el campamento, llevadme ante él.
Si no es cierto lo que digo podéis matarme si queréis. – fue el último y
desesperado intento de Shoniak por hacer que le creyeran.
Los soldados aliados se
quedaron mudos durante unos segundos.
-Está bien – dijo el
varnio, que parecía ser el cabecilla de aquella patrulla. – te llevaremos ante
el comandante, pero como estés mintiendo, date por muerto.
-Sea – sentenció
Shoniak, que tan sólo esperaba volver a ver a su antiguo camarada.
Y rodeado por el grupo de
soldados fue conducido al campamento aliado.
-¡Comandante,
despierte!
-¿Qué pasa, nos atacan?
-No, tiene visita.-
contestó, socarrón, uno de los soldados aliados, mostrando al cautivo y
postrándole a los pies del catre de Ziriab de un empujón.
-¡Por todos los dioses,
Zacarías, viejo amigo! – se sorprendió Ziriab al ver al kardiano. - ¿Qué
diablos ocurrió? ¡No llegasteis a Zamit! ¡Os estuvimos esperando!
-Naufragamos… –
respondió lacónico Shoniak, que aunque no lo pareciese, se alegraba enormemente
de ver a su antiguo compañero de armas.
-¿Y el resto de la
tripulación? – preguntó el comandante. Shoniak negó con la cabeza.
Se hizo el silencio
durante unos segundos.
-Bueno, ya nada podemos
hacer, amigo; esto es la guerra. Iremos hacia Kardia sin ellos. No hay tiempo
que perder. Partimos en una hora.
Ziriab se acercó al
kardiano y le rodeó con el brazo a la altura del hombro y lo apretó contra sí.
-Por cierto, camarada,
me alegro de verte, aunque tengas un aspecto deplorable… – por un momento
apareció una sonrisa en los labios del comandante.
-Sí, creo que necesito
un buen baño…- sonrió finalmente Shoniak.
Días más tarde, el
descomunal ejército de la coalición, se presentó sin oposición ante los muros
de la monumental Kardia. El rey Mornak había agrupado todas sus tropas tras las
murallas de la gran urbe, esperando defenderse tras ellas y hacer desistir al
enemigo de tomar la plaza. Era la única posibilidad de conseguir un pacto, una
rendición honrosa. Pero el contingente aliado sólo perseguía una derrota total
del enemigo y una claudicación sin condiciones.
Así, Ziriab y el resto
de altos mandos varnios, frysios, lysios e incluso eridanos, diseñaron un plan
de asedio sin fisuras. Los kardianos aguardaban agazapados tras las almenas del
castillo, de las puertas y las murallas, sin malgastar una sola bala, ni
flecha. Sabían cuál era su cometido y se tragaban como podían el miedo y la
impaciencia.
Por el contrario, los
aliados realizaban ataques a pequeña escala, lanzando todo tipo de proyectiles
y argamasas incendiarias, con la intención de dinamitar la moral y la paciencia
de los soldados kardianos y de la población civil que permaneciese aún al otro
lado de los muros.
El calor estival y la
usencia de agua, tras el efectivo corte de suministro y envenenamiento de los
cursos de agua potable que atravesaban Kardia por parte de las tropas aliadas,
hizo que muchos de los civiles y soldados kardianos fenecieran por inanición,
deshidratación, diarreas, fiebres y otras afecciones gastrointestinales o víricas.
Y una vez mermada la
población y socavada la moral de los que se resguardaban al otro lado de las
murallas de la real Kardia, los aliados comenzaron a ver la victoria al alcance
de la mano.
Fue una mañana de otoño
cuando el ataque de un pequeño grupo de soldados a una de las puertas de la
ciudad, ya apenas defendida, consiguió que ésta se abriese y dejara el paso
expedito para que irrumpieran dentro de la urbe el grueso del ejército aliado.
Encontraron toda la
resistencia que pudieron ofrecer los desnutridos y desesperados soldados
kardianos, que más parecían un ejército de esqueletos con armaduras, que los
restos de la brillante tropa que arrasó Éridan y soñó con hacerse de nuevo con
el dominio sobre toda la isla de Alteria. Pero el sueño del primogénito del gran
Ubaldo de Kardia se había esfumado, y en aquel instante aguardaba su final en
una recóndita habitación del Palacio Real, tal vez con una daga suicida en la
mano o un indoloro veneno. O tal vez moriría empuñando una espada y haciendo
frente al enemigo. Fuera como fuese, la suerte estaba echada y el final se
hallaba próximo.
Las tropas varnias,
frysias, lysias y eridanas arrasaron con todo aquello que encontraron a su
paso. Derribaban puertas, quemaban casas, mataban indiscriminadamente a
hombres, mujeres y niños. Saqueaban las viviendas despojándolas de todo aquello
de valor que en su interior hubiese. Era una ofensiva sin cuartel. No había
tregua, ni se tomaban enemigos y todos querían un pedacito de gloria y
empaparse del dulce sabor de la victoria.
Nadie supo nunca si
Mornak escapó o murió de forma heroica o cobarde: las crónicas no reflejan nada
al respecto. Lo único cierto es que al caer la tarde Kardia languidecía entre
escombros y llamas.
La guerra había
terminado.
A la mañana siguiente,
con la primera luz del alba, Zacarías Shoniak ensilló el más veloz de los
caballos del ejército aliado y partió hacia el Este. A pocas millas de la
ciudad de Kardia se hallaba el pueblo natal del mercenario. Tras largos años de
exilio, el proscrito soldado había regresado a casa.
Pero al llegar al
poblado, sólo encontró un puñado de casas aún humeantes, con los tejados
hundidos y las paredes ennegrecidas. Descabalgó y se abrió paso por entre las
ascuas y los cadáveres diseminados por el suelo de sus antiguos vecinos, hasta
llegar a la que fuera su casa. No halló nada más que escombros y cenizas. No le
esperaba su madre en la puerta, llorando de alegría por el regreso de su
vástago. Allí no había nadie…
No sabía con certeza
cuál de los dos bandos había cometido semejante atrocidad, si sus camaradas de
la coalición o los restos del ejército kardiano en su desesperada huida.
Tampoco le importaba demasiado.
En aquel instante, la
amargura comenzó a corroerle las entrañas. Lentamente cayó sobre sus rodillas y
lloró de rabia.
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