SIMANCAS 939: EL PRINCIPIO DEL FIN.
939
Annus Domini
Aniceto descansaba
la vista sobre un pequeño paño verde, cuando unos golpes en la puerta del
taller le sobresaltaron. Uno de los monjes, el más próximo a la puerta, se
decidió a abrir. Apareció entonces el abad Jorge junto con otro hombre de
apariencia cortesana, tal vez un paje o un heraldo. Efectivamente era un
mensajero.
- Este emisario de
nuestro amado rey, el Segundo Ramiro, nos trae una nueva ciertamente grata -
comenzó dirigiéndose al resto de los religiosos – pues ha decidido que sea uno
de los nuestros su nuevo cronista, ya que el insigne Padre Ceferino, Dios tenga
en su Gloria, nos ha dejado recientemente.
- ¡ Ooohh ! – una
exclamación de asombro se extendió entre los monjes.
- Y ¿ Quién es el
elegido ? – preguntó un monje mofletudo y de incipiente calvicie - ¿Teófilo,
tal vez ? ¿ Aniceto ?
- No, Juan –
respondió secamente el abad.
- ¿ Juan ? – se
sorprendieron todos.
- Sí, Juan –
sentenció el prelado.
Aniceto echó un
vistazo general a sus compañeros, distribuidos por todo el taller de copia. Sus
caras reflejaban una mezcla de incredulidad y frustración. “¿ Cómo podía el
monarca haber elegido a Juan entre todos ellos ?” parecían preguntarse. “¿ Por
qué él y no otro ?” El anciano Aniceto esbozó una sutil sonrisa de satisfacción
y volvió a su tarea.
- ¡ Aniceto,
Aniceto !
- ¿ Qué ocurre ? –
se sobresaltó el anciano al oir aquellas voces desde el otro lado de la puerta
de su sencillo habitáculo.
- ¡ Soy yo, Juan,
ábreme !
Aniceto se levantó
del camastro y acudió a abrir lo más rápido que las piernas le permitían.
- ¡ Juan, muchacho,
enhorabuena ! – le felicitó Aniceto nada más abrir.
- Gracias, Aniceto.
Estaba en la huerta cuando me dieron la noticia, hay algunos monjes enfermos y
tuve que ir a echarles una mano en sus labores… ¡ El rey, Aniceto, el rey me
reclama ! ¿ Te lo puedes creer ? Todo es gracias a ti – le abrazó el joven.
- No, no – se
apresuró a desmentir Aniceto con su incorruptible humildad – eres tú el
poseedor del mérito. Eres joven, de sangre noble e instruido en historia y
caligrafía, amén de tu dominio de la poética y retórica clásicas… ¿ Acaso no
eres el candidato ideal ?
- Bueno, pero todos
esos conocimientos te los debo a ti; tú me los enseñaste cuando llegué aquí.
- Era mi deber, tan
sólo eso…
Se hizo el silencio
por un instante, en el que ambos monjes, a los que separaban más de treinta
años, miraron al suelo, como recordando aquella lejana fecha en la que, siendo
un adolescente, Juan llegó al monasterio.
- ¿ Sabes ? Algunos
no han acogido con alegría mi designación.
- Lo sé; te creen
demasiado joven y lo que es peor, poco devoto.
- Bueno, al fin y
al cabo desciendo de una estirpe de nobles caballeros; en el fondo, no puedo
dejar de sentir devoción por las armas, pues en mis primeros años lo viví de cerca
y admiraba tal condición, aunque eso no quiere decir que no sea un buen
cristiano aquí. Cumplo con mi quehacer y mis oraciones… De hecho, si mi hermano
mayor muriera, debería abandonar el monasterio para hacerme cargo de las
tierras de mi padre y emprender el oficio de las armas…
Sí, ya lo sé, Juan.
Quizá este encargo del rey sea un punto intermedio en el que te encuentres
mucho más cómodo. No eres estrictamente un caballero, pero tampoco eres un
verdadero monje, aunque tu instrucción sea muy superior a la de la mayoría de
los que aquí te rodean… Tan sólo te deseo buena suerte y rezaré por ti todos y
cada uno de los días. ¡ Que Dios te acompañe, Juan !
- Gracias, Aniceto,
lo mismo te digo… maestro…
Aniceto miró
fijamente a Juan y esbozó una gran sonrisa.
A la mañana
siguiente, y tras los maitines, el joven Juan, subido a una acémila, se
disponía a abandonar el monasterio de Wamba rumbo a la capital del reino, León.
Llevaba un par de
alforjas; una estaba repleta de viandas del propio monasterio, y en la otra
portaba algunos códices con los que obsequiar al monarca por la deferencia
mostrada con la comunidad religiosa a la que representaba.
Había decidido
dirigirse hacia Sahagún y, desde allí, seguir el Camino de Santiago hasta León,
por considerarlo un camino más seguro y transitado, y de esa forma evitar
sorpresas desagradables. Le acompañaba otro monje, algunos años mayor que él,
llamado Telesforo, de estampa alta y robusta, ideal compañía para custodiar al
joven monje y los preciados regalos que llevaban al monarca. Al lado de
Telesforo, Juan parecía mucho más bajo y delgado de lo que en realidad era,
pues no tenía mala talla, pero es que aquel gigantón podía hacer sombra hasta a
la mismísima espadaña de la iglesia del monasterio.
- Espero que seis
días sean suficientes para llegar a León.
- Sí, creo que
cinco o seis jornadas serán suficientes – repuso Telesforo con rotundidad.
- Bueno, pues… ¡ En
marcha ! – exclamó Juan arreando al animal sobre el que iba montado.
Viajaban sin más
conversación que las breves indicaciones sobre el camino a seguir que se hacían
mutuamente, y paraban tan sólo para que las bestias se refrescasen a orillas de
alguna charca o riachuelo, momento que aprovechaban para comer un pedazo de pan
y otro de queso.
No era muy hablador
aquel Telesforo, con el que apenas había coincidido en el monasterio, pero
infundía confianza y seguridad.
- ¿ De dónde eres ?
– se atrevió a preguntarle Juan.
- De Penna Fidelis
– respondió el fornido monje.
- ¡ Oh, eso no está
muy lejos de aquí ! ¿ Verdad ?
- No, unas jornadas
hacia el Este, en la frontera, muy cerca del Duero.
Tras unos segundos,
y apreciando que Telesforo no continuaría conversando, ni aportaría detalle
alguno, Juan prosiguió:
- Debe ser difícil vivir
en territorios fronterizos…
- No mucho más que
aquí. En medio se encuentra la “tierra de nadie”; aquello sí que es peligroso.
Gentes de uno y otro lado, campesinos en su mayoría, se arriesgan y conviven
hasta que aparecen nuevas incursiones de ejércitos cristianos o sarracenos y
acaban con las pocas esperanzas de labrarse un futuro en aquellas tierras…
- ¡ Oh, sí, la
“tierra de nadie”… Debe ser un caos – observó Juan – Sin rey y sin leyes… Nadie
que los proteja… pero es un buen escudo para sentirnos más seguros.
Tras aquello, no
volvieron a cruzar palabra en todo el día.
A media tarde del
cuarto día de viaje llegaron a Sahagún. Habían pagado el pontazgo en la villa de
Grajal, al atravesar el río Cea, por lo cual, entraron sin más demora por la
puerta Sur del burgo.
Sahagún había sido
edificada siglos atrás alrededor de una pequeña ermita donde estaban enterrados
dos mártires cristianos llamados Facundo y Primitivo; ahora prosperaba como
centro de comercio, con un importante mercado, en el que se daban lugar
personajes de muy diversa ralea y de muy variados territorios.
Nada más sobrepasar
el arco de la puerta Sur de entrada a la villa, un mendigo les salió al paso
suplicándoles una limosna por amor del Padre Creador. Lo hizo en sermo vulgaris, la lengua del pueblo, que no era más que una evolución
degradada del latín. El gigante Telesforo le apartó de un soberbio empujón y
continuó su camino como si nada hubiese pasado. Miró entonces a Juan y dijo:
- Si diéramos
limosna a cada menesteroso que se nos acercase, acabaríamos tan pobres y
enfermos como ellos.
Juan, profundamente
extrañado, no dijo una sola palabra.
Confundidos entre
la multitud de peregrinos que se dirigían a la tumba del Apóstol, llegaron
hasta una hospedería regentada por los monjes de la abadía sahagunina. En
seguida encontraron cobijo entre sus muros al enseñar la credencial que
aseguraba que aquel joven era el nuevo cronista del rey Ramiro.
- ¿ Por qué no la
usasteis en el puente, a la hora de pagar peaje ? Os hubiera ahorrado unas
cuantas piezas de plata. – le preguntó uno de los monjes de la abadía, al que
habían encargado la atención de los dos viajeros.
- No queríamos
llamar la atención – respondió Juan.
- Está bien… Éste
será vuestro habitáculo; espero que sea de vuestro agrado. Las mulas están ya
en el establo.
- Perfecto, perfecto…
Has sido muy amable, gracias.
Tras despedirse del
anfitrión se tumbaron en el raído jergón y durmieron placidamente.
A la mañana
siguiente, fueron despertados muy temprano por Atanasio, que así se llamaba el
monje que les acompañó la tarde anterior, y conducidos hasta el refectorio,
donde desayunaron un buen cazo de leche con miel y migas de pan y unas cerezas.
- ¡ Exquisito ! –
se apresuró a afirmar Juan.
- Es un pequeño
lujo para tan insigne huésped – respondió el adulador Atanasio – en Córduba,
los cristianos no podíamos ni soñar con un desayuno así...
- ¡ Qué me dices !
¿ Eres cordobés ?
- Así es, vine ya
hace unos años al reino de León y recalé en este monasterio, donde nos hallamos
acogidos varios religiosos mozárabes. Con el califa Abd al Raman, las
comunidades sarracenas se volvieron muy intransigentes con nosotros y con los
judíos.
- Algo parecido me
contaron al respecto unos monjes mozárabes que se asentaron en Mazote, cerca de
nuestro monasterio de Wamba.- interrumpió Juan.
- Nosotros llegamos
con un grupo de renegados musulmanes que se unieron a nosotros en “tierra de
nadie”; seguramente fueran prófugos de algún delito cometido en tierras de
infieles, pero eso poco importó en su momento, pues se convirtieron a nuestra
fe y nos sirvieron de escolta hasta aquí. Ahora viven en unas casas junto al
barrio judío, hacia la puerta del Camino de León, donde subsisten como
buenamente pueden realizando trabajos de artesanía y albañilería.
- Y por allí hemos
de pasar ahora, pues nos marchamos sin dilación.
- Los animales
están ya preparados en el establo. Que tengáis buen viaje y que el Altísimo os
proteja.
- Gracias a ti,
hermano, por tu hospitalidad.
Dicho lo cual,
cogieron sus acémilas y tras cruzar el barrio judío, salieron por la puerta
Oeste de la muralla, camino de la capital del reino.
Al día siguiente
llegaron a Mansilla de las Mulas, una plaza fuertemente fortificada y en la
cual se detuvieron a hacer noche.
Al sexto día de
periplo, tal y como habían previsto a su partida, avistaron las impresionantes
murallas de León.
- ¡ Dios mío, es
una ciudad inexpugnable ! – se admiró Juan.
- Ciertamente lo
es... – corroboró Telesforo boquiabierto.
En las
inmediaciones de la Puerta
del Rey, que así llamaban a una de las entradas principales a la urbe, se desplegaba
un conjunto de tenderetes que conformaban un interesante mercado. En él, se
daban lugar granjeros, artesanos y comerciantes judíos que traían joyas, sedas
y tapices de Al Andalus, pero también grandes hacendados que aprovechaban la
feria para negociar la propiedad de algunas fincas y tierras. Los reyes
leoneses no acuñaban moneda, así pues, las transacciones se hacían generalmente
mediante trueque, aunque también circulaban algunos viejos denarios romanos,
dirhemes moriscos y sueldos suevos de plata.
Una vez vadeada la Puerta del Rey, y tras
enseñar el salvoconducto expedido por el propio monarca a su futuro cronista,
fueron acompañados hasta un pequeño palacio-fortaleza que se hallaba junto a la
catedral. Uno de los dos soldados que les condujeron a palacio les pidió que
aguardaran en una sala con vistas a un patio central porticado desde el cual se distribuían el resto de
estancias del edificio.
- ¡ Pasad ! –
ordenó una voz salida de una pequeña puerta abierta en el lado opuesto al que
miraba hacia el patio.
Acto seguido se
dirigieron hacia el lugar del que provenía la orden y allí encontraron al
monarca, escoltado por una guardia de lanceros. Vestía una túnica de color
anaranjado, bordada en rojo sobre cuello y mangas; cubría el hombro izquierdo con
un manto tejido en seda y oro y forrado de armiño, al estilo gótico. Tendría
aproximadamente unos cuarenta años, pero su pelo era abundante, largo y oscuro
aún. Adornaba su cabeza con una diadema de plata rematada por dos cortos
cuernos y en su mano derecha portaba un alto cetro cuajado de esmeraldas y
granates, signo inequívoco de autoridad.
- Adelante, no
temáis.- dijo el monarca.
Los dos monjes se
inclinaron hasta clavar una de las rodillas en el suelo.
- Levantaos –
ordenó de nuevo Ramiro II – Así que tú eres Juan de Wamba, mi nuevo cronista.-
dijo sonriendo a Juan.
- Así es,
Majestad.- afirmó Juan con inusitado orgullo.
A la mañana
siguiente, el nuevo cronista real fue conducido a la biblioteca de palacio para
comenzar su tarea. En primer lugar habría de empaparse de historia regia,
consultar las antiguas crónicas y realizar un compendio de todas ellas con el
que comenzar la suya propia.
Juan Aztuaga,
consejero del monarca, se encargó de señalar al joven monje la zona de palacio
en la que habría de moverse.
- Ya conocéis la
biblioteca, vuestro lugar de trabajo, y éste será el de vuestro descanso;
espero que sea una habitación de vuestro agrado. De no ser así, comunicadme
cualquier variación que deseéis para mayor comodidad.
- Sois muy amable –
se apresuró a agradecer Juan.
Antes de que el
consejero real se alejase, Juan llamó su atención y le preguntó por qué el
monarca lo había elegido a él como cronista.
- Vos sois un
clérigo, hijo de noble y leal caballero, conocedor del arte de la guerra,
joven, culto y hábil trovador... El rey quería un hombre así para ensalzar sus
gestas.
Tras la
explicación, Juan Aztuaga dio media vuelta y desapareció por las escaleras.
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Ubaldo de Castro
estaba sentado junto a la ventana de la estancia más alta de la torre del
homenaje. Miraba caer la lluvia en el exterior, ensimismado, mientras rasgaba,
sin entusiasmo, las cuerdas de un lujoso y nacarado laúd. Las notas sonaban
sueltas, distantes, y casi entre susurros, tarareaba una vieja y triste canción.
Vestía una túnica
de seda con finos bordados de oro en mangas y puños; su pelo caía, lacio, sobre
sus hombros; su mirada denotaba noches enteras de llanto sin poder conciliar el
sueño.
- Es hora de
partir, Mi Señor...
La voz había sonado
ronca y fuerte, pero sin emoción alguna, desde el otro lado de la sala. Un leve
gesto con la cabeza fue la respuesta de Ubaldo a su lugarteniente Nuño Pérez.
En el patio de
armas les aguardaba Abdul al Hamín, General en Jefe de los ejércitos del califa
Abd al Raman, rodeado de su guardia personal, un grupo de fornidos eslavos, de
tez clara y cabellos dorados. Parecía no incomodarle la pertinaz lluvia bajo la
que se hallaban, pues su amplia sonrisa, llena de orgullo y contenido júbilo,
denotaba quién estaba en ese momento saboreando las mieles del triunfo.
- No negaréis que
he sido benevolente con vuestro pueblo. – afirmó dirigiéndose a Ubaldo en
lengua romance – He cumplido todas y cada una de las condiciones de vuestra
rendición... Ahora marchad hacia el Norte con vuestro rey cristiano.
Una humillante
risotada puso fin al breve discurso de al Hamín.
Ubaldo apenas
levantó la mirada; el odio y la amargura humedecían sus pupilas.
- ¡ Volveré ! – fue
todo lo que dijo por despedida, y tras salvar el rastrillo y el portón de
entrada, azuzó a su caballo y abandonó, junto con el resto de la guarnición, el
castillo de Nivaria, dejando todo aquello por lo que había luchado durante años
en manos del General sarraceno.
Abdul al Hamín era
hijo de un prestigioso cadí cordobés, consejero del califa Abd al Raman. Desde
niño fue instruido tanto en el arte de la ciencia como en el de la guerra. Sus
conocimientos sobre el Corán, astrología, matemáticas o poesía, estaban muy por
encima de los del común de la población andalusí, e incluso de los de otros
hombres de las clases altas. Aún así, Abdul al Hamín, debido en parte a su
valentía y a su fervor religioso, se inclinó por las armas, y desde que
ingresara en los ejércitos del califa, una meteórica carrera, plagada de éxitos
militares, le había encumbrado en pocos años a comandar las tropas del Norte en
campaña contra los cristianos.
El contingente
acaudillado por Hamín estaba integrado en su mayor parte por beréberes,
muladíes y eslavos, más movidos por el ansia de rapiña y botín que por el de
vencer a los infieles, pero que, bajo una férrea disciplina, eran la fuerza de
choque ideal para derrotar a los reinos cristianos del Norte.
Aseguradas las
plazas de Iscar, Olmedo y Alcazarén, y tomada Nivaria, el próximo objetivo
militar era conquistar Simancas, un punto estratégico ya en la mismísima línea
del Duero.
Ubaldo de Castro y
sus huestes habían partido de Nivaria o El Portillo, como también se denominaba
al valioso enclave, rumbo al Oeste, hacia Toro, donde esperaban encontrar
cobijo tras sus murallas y más concretamente en el palacio de un familiar suyo
llamado Rodrigo de Castro, acaudalado noble, miembro del Concejo de la Villa. Ambos descendían de la
poderosa estirpe de los Castro, nobles burgaleses que vieron en la guerra
contra los árabes, en el Sur, la ocasión propicia para aumentar su ya vasto
patrimonio. Y en verdad lo consiguieron, pero tan arriesgada empresa se había
vuelto en su contra y Ubaldo pagaba ahora las consecuencias.
La noticia de la
toma de Nivaria llegó pocos días después a la capital del reino, causando una
considerable alarma en la población leonesa.
Juan de Wamba se
encontraba en la biblioteca, consultando las crónicas que el maestro Ceferino,
su antecesor, había confeccionado, cuando Juan Aztuaga, el consejero real, irrumpió
en la estancia.
- Partimos de
inmediato, Juan.
- ¿ Partimos ? ¿ A
dónde ? – se extrañó el seglar.
- Hacia el Sur. Un
numeroso contingente musulmán ha conquistado Nivaria, una plaza muy importante
en nuestro avance repoblador más allá del Duero, lo cual supone un serio revés
que ha de ser subsanado cuanto antes. El rey ya ha ordenado que se reúna el
ejército en Zamora, para desde allí marchar a Nivaria pasando por Toro y
Simancas.
- Está bien,
prepararé mi equipaje lo más rápido posible.
- Tan sólo lo
imprescindible.
- Así lo haré.
A la mañana
siguiente, la comitiva real y las mesnadas de varios nobles de la capital
abandonaban la ciudad por la antigua calzada romana, llamada “de la plata”,
rumbo a Zamora. El calor del verano hizo más penoso de lo esperado la travesía,
viéndose obligados durante las horas centrales del día a descansar bajo la
sombra de alguna arboleda, aguardando que el ímpetu del astro rey remitiera.
Al tercer día de
marcha, llegaron a Zamora, donde Ramiro II fue informado con mayor precisión de
la situación que se vivía al Sur del gran río. Al parecer, el propio Abd al
Raman se encaminaba a Nivaria para dirigir en persona el ataque a Simancas,
plaza fundamental en el acceso al Norte, repoblada pocas décadas atrás, en su
mayoría por mozárabes toledanos emigrados al Norte y campesinos cántabros.
Pero no todo eran
malas noticias, pues la reina Toda de Navarra había enviado un grupo de
soldados para ayudar al rey leonés; y de igual modo, los condes Fernán González
y Asur Fernández, ponían a disposición de Ramiro II un nutrido batallón de
guerreros castellanos. Ambos contingentes aguardarían en Simancas la llegada
del monarca leonés.
Al día siguiente,
expirando ya el mes de julio, las tropas leonesas recalaron en Toro, ciudad
enclavada en un alto, rodeada por una amplia vega junto al Duero y provista de
recias murallas. Allí descansarían un par de días, tiempo que emplearían para
abastecer de víveres y múltiples utensilios de uso común la mermada
impedimenta.
Ya hacía unas horas
que el Sol se había ocultado en el horizonte de aquella extensa vega bañada por
el Duero. A pesar de ello, la noche aún conservaba parte del asfixiante calor
que durante el día había asolado la campiña torensana.
Juan de Wamba
paseaba por el patio del palacio de los Castro, donde había sido hospedado
junto con otros miembros del séquito real. En su deambular, tan pronto
levantaba la cabeza para observar las estrellas como cerraba los ojos y
aspiraba el embriagador olor de las rosas que inundaban el amplio patio. Llevaba
así unos minutos, hasta que una lacónica voz, a su espalda, lo apartó del
silencio y soledad de la noche.
- Yo tampoco podía
dormir – afirmó el recién llegado.
Juan se dio media
vuelta y llevándose la mano al pecho exclamó:
- ¡ Me habéis
asustado ! Estaba totalmente distraído y no os he oído llegar. – extiende los
brazos – La verdad es que este palacio abstrae a cualquiera, es una
construcción auténticamente maravillosa.
- En verdad lo es…
Perdonad, no me he presentado, mi nombre es Ubaldo de Castro, sobrino de Don
Rodrigo.
- El mío es Juan;
soy el cronista real.
- ¡ El cronista
real ! – se asombró Ubaldo, apreciando la juventud de Juan.
- Así es, aunque
este bochorno me impida realizar mi trabajo, incluso de noche… Dentro no paraba
de sudar y temí estropear el pergamino, así que dejé mi tarea y decidí bajar a
dar un paseo; aquí fuera el calor es más soportable.
Ubaldo permaneció
en silencio unos segundos, cabizbajo; parecía recordar momentos o vivencias
desagradables.
- Mi desvelo tiene
una causa bien distinta – comentó al fin.
- Contadme si os
place; tal vez os pueda ayudar…
- No lo creo. –
afirmó Ubaldo mirando a Juan a los ojos con una tristeza infinita – Yo fui
quien perdió Nivaria… Quien la entregó al enemigo…
Un respingo de
asombro hizo retroceder a Juan.
- ¡ Oh, lo siento,
no pretendí importunaros ! No sabía que vos…
- No te preocupes –
le interrumpió Ubaldo serenándose – aunque tal vez como cronista deberías estar
más informado.- apareció entonces una leve sonrisa en su rostro.
- De veras, lo
siento, y perdonad mi ignorancia, que sin duda se debe a mi falta de
experiencia, pues tan sólo llevo unas semanas en mi cargo…
- En serio, no le
des más importancia; estoy convencido de que muy pronto recuperaremos El
Portillo de las manos de ese mal nacido de al Hamín o incluso de las de su
propio califa.
- ¡ Estad seguro de
ello ! – ratificó Juan con inusitada decisión - ¡ Estad seguro !
Pasaron el resto de
la noche hablando como si de viejos amigos se tratase. Recordaron la conquista
de Madrid cinco años atrás y su posterior abandono por la dificultad de
defender una plaza tan alejada de León; así como la campaña del Poder Supremo
comandada por el tercer Abd al Raman, un par de años atrás, y en la que fue
repelido en Osma. Comentaron también aspectos de la guerra civil iniciada tras
la muerte de Fruela II y la victoria de Ramiro sobre sus hermanos gracias al
apoyo de gallegos y navarros; y otras múltiples y variadas historias, hasta que
les sorprendió el alba…
Abdul al Hamín y su
califa se reunieron en la fortaleza de Iscar el último día del mes de julio.
Abd al Raman III había llegado desde Toledo, por el puerto de Tablada, a la Meseta Norte de
Hispania, para comandar en persona la campaña contra los rumíes.
En la antigua
capital visigoda se le habían unido tropas procedentes de las zonas
fronterizas, como Zaragoza, Daroca, Calatayud, Huesca o Santover, agrupando un
ejército de más de sesenta mil hombres, al que comenzaba a resultar complicado
abastecer.
La sala principal
del castillo era de escasas dimensiones y parca en ornamentos; sin embargo, Abd
al Raman se hallaba recostado sobre un lujoso diván que le acompañaba en todos
sus desplazamientos por la
Península , ataviado con una túnica de seda blanca y un sencillo
turbante, mientras que al Hamín descansaba entre grandes almohadones de
coloridos bordados.
El califa era un
hombre de baja estatura, pero robusto; de cabello oscuro, tez blanquecina y
ojos azules, rasgos que denotaban su ascendencia vascona, ya que su madre,
Muzna, fue una esclava norteña y su abuela, Iñiga, una princesa oriunda de
Pamplona.
- He enviado una
partida de oteadores para inspeccionar la zona. – comenzó explicando Abdul al
Hamín cogiendo una copa de vino de una bandeja de plata repujada que les acercó
un esclavo – Existe una loma junto a la confluencia del Adaja y el Duero, por
el Sur; desde allí se puede ver Simancas. En el lado opuesto hay una amplia
llanada cubierta, en parte, por pinos y encinas. Tal vez pudiéramos
aproximarnos a Simancas por ahí, ocultos entre el boscaje.
- ¿ Es que acaso
tenemos miedo a esos rumíes como para atacarles por sorpresa ? – increpó Abd al
Raman a su General incorporándose levemente y asiendo la copa de vino que
quedaba en la bandeja – Cruzaremos el puente romano que hay pocas millas al
Este de Simancas y acamparemos delante de sus propias narices. No se atreverán
a salir de los muros de ese villorrio – argumentó el califa mostrando toda su
autoridad y prepotencia.
- ¿ Atacaremos
entonces o esperaremos su rendición asediándoles ? – preguntó el General sarraceno.
- Esperaremos hasta
que capitulen. Aunque nuestro ejército es numeroso, no me fío de la lealtad que
me dispensan algunos de los gobernantes de los territorios fronterizos y temo
que en caso de enfrentamiento no respondan como se espera…
- ¿ Se refiere su Majestad
a al Tuyibí de Zaragoza ?
- Entre otros, pero
sí, en especial a él…
- No se preocupe
por ello, Mi Señor, le tendré vigilado.
- Está bien. Ahora
prepararemos todo para ir hacia El Portillo. Por cierto, fuiste poco expeditivo
con su gobernador…
- Mi Señor, rindió
la plaza sin oponer resistencia, tan sólo exigió unas cuantas condiciones sin
relevancia… Fue un hombre cauto, sabía que no tenía posibilidad alguna… -
deposita la copa de vino en la bandeja - Es un enclave vital para nuestro
avance hacia el Norte, aunque el botín haya resultado escaso.
- ¿ Escaso ? ¡ Y
tan escaso ! Unos cuantos caballos, un pequeño rebaño de ovejas y unas burdas
campesinas que sólo pueden servir para aliviar la entrepierna de la tropa,
porque no creo que en Qurtuba dieran un solo dirham por ellas. ¡ Así cómo voy a
mantener este ejército ! – visiblemente airado, el califa se incorporó del
confortable diván y abandonó la sala.
*****************
Simancas era una
población habitada desde tiempos muy remotos debido a su excelente posición
estratégica, en un escarpado promontorio desde el que se controlaba la
impresionante vega del Pisuerga en su confluencia con el Duero varias millas al
Sur.
Ramiro II y sus
hombres principales se alojaron en la pequeña fortaleza situada en la parte más
alta de la villa, junto a la iglesia visigótica, mientras el resto del
contingente cristiano se apiñaba en las viviendas de la ladera Este,
desalojadas para la ocasión, por tratarse del punto más vulnerable en caso de
ataque enemigo, ya que allí se encontraba la única puerta de acceso al interior
de la muralla.
Los reyes y nobles
cristianos del Norte de Hispania no eran muy dados al lujo, sino más bien
austeros, y máxime en tiempos de guerra, pero aquella noche disfrutaban de una
copiosa cena en el salón principal del castillo.
En torno a una
recia mesa de roble se hallaban sentados el monarca, Fernán González, Asur
Fernández, Ubaldo de Castro, Nuño Pérez, Juan Aztuaga y otros nobles leoneses,
asturianos, gallegos y navarros, que prácticamente en silencio daban buena
cuenta de lo allí dispuesto, servido minutos antes por un séquito de hermosas
muchachas castellanas.
- Nada mejor que
saciar el apetito y alegrar los sentidos antes de una batalla – bromeó Asur
Fernández, conde de Saldaña, haciendo uso de su mejor relación con el monarca
que la de su colega Fernán González, cuyas ansias de independencia provocaban
una situación bastante tensa entre el conde castellano y su rey.
- Así es,
caballeros; bien merece el placer quien está expuesto a futuros sufrimientos y
penalidades – ratificó Ramiro II asiendo las tenacillas y el cuchillo y
disponiéndose a cortas un trozo de carne de ternera.
Juan de Wamba, en
un discreto segundo plano, había sido requerido por el monarca para recitar
algunos versos tras la degustación de los alimentos, ayudado por el fastuoso
laud, prestado para la ocasión por Ubaldo de Castro, con el que había trabado
en aquellos días una cordial amistad.
Había compuesto una
Loa a su rey Ramiro II; un extenso poema que ensalzaba las gestas
protagonizadas por el monarca desde que fuera coronado el seis de noviembre del
año 931 en la Catedral
de León y augurándole un próspero porvenir en su reinado. Terminada la
declamación, las felicitaciones se sucedieron por parte de todos los allí presentes
y, especialmente agradecido por la alabanza, el rey Ramiro II le obsequió con
un paternal abrazo que sorprendió, por inusual, al resto de comensales. Juan no
cabía en sí de júbilo.
- Fue todo un
acierto la elección de ese joven como cronista.- comentó Nuño Pérez a Juan
Aztuaga.
- Sí, lo es –
afirmó el consejero real con una sonrisa en los labios.
- Juan, cuando
retome Nivaria quiero que compongas algo así en mi honor…- le animó Ubaldo,
jocoso, a su amigo cronista.
- Así lo haré
Ubaldo. Será todo un placer.- respondió Juan con una leve reverencia.
Una numerosa
avanzadilla del ejército califal cruzó el puente romano sobre el Duero al
amanecer del primer día del mes de agosto.
De inmediato, los
ojeadores cristianos apostados junto al río, abandonaron sus posiciones y se
dirigieron raudos hacia Simancas para informar sobre lo que estaba sucediendo.
Abd al Raman III
había ordenado, desde su base en Nivaria, la partida de diez mil hombres con la
finalidad de construir un campamento al otro lado del Duero desde el que
hostigar mucho más de cerca el enclave de Simancas y preparar maniobras de
bloqueo, cerco y asedio.
Abu Firnas,
arquitecto del contingente musulmán, analizaba sobre la marcha el terreno más
idóneo para emplazar el destacamento andalusí. Este estudioso de la
poliorcética grecolatina y en especial de la Belopoeica
de Herón de Alejandría, era en parte el artífice de multitud de éxitos
militares del califa en cuanto a asedios y asaltos a fortalezas se trataba.
Finalmente encontró
un lugar en el que asentar el campamento. Quizás estaba más alejado del puente
de lo propuesto por Abd al Raman en un principio, pero era el único espacio que
presentaba una pequeña elevación en medio de aquella inmensa llanada junto al
Duero.
Talaron todos
aquellos pinos y encinas que se hallaban dentro del imaginario contorno del
emplazamiento y comenzaron a trabajar los troncos, transformándolos en altas y
gruesas estacas con las que construir una empalizada a modo de parapeto
protector. Con igual finalidad se cavó un foso alrededor de la empalizada y se
dispusieron picas en su interior, casi ocultas por el agua que se filtraba
proveniente del río, convirtiendo el fondo del foso en un mortífero lodazal.
A mediodía llegó
una segunda avanzadilla más numerosa que la anterior que, además de útiles de
uso común y víveres, portaba las tiendas de campaña. Dispusieron éstas en
cuadrícula a partir de dos vías principales en forma de cruz griega,
coincidiendo con las cuatro puertas que habían abierto sus predecesores a cada
lado de la empalizada, reservando el espacio central del recinto para las
viviendas del califa y algunos de sus generales, que llegarían horas más tarde,
ya casi entrada la noche.
Aquella misma tarde
se reunieron en la sala principal del castillo de Simancas el rey, Ramiro II, y
sus hombres más relevantes para trazar la estrategia a seguir ante el avance de
las tropas enemigas.
El monarca contaba
con más de veinte mil hombres: unos quince mil infantes, entre infantería
pesada, zapadores y arqueros, y algo más de cinco mil hombres a caballo. El
grueso de la caballería lo formaban las huestes de los vasallos del rey:
gallegos, asturianos, leoneses y castellanos, acompañados por grupos menos
numerosos de caballeros navarros, huestes concejiles o caballeros de las ciudades
con capacidad para costearse montura y armas para la guerra y miembros de las
guarniciones de Olmedo, Iscar y Nivaria, plazas rendidas al adversario, y los
de la propia Simancas.
Al parecer, la
intención del ejército del califa Abd al Raman, de unas cincuenta mil unidades
frente a Simancas, era asediar la plaza cortando el suministro de alimentos e
impedir el auxilio exterior, hasta que capitulase.
Ramiro II,
basándose en la Epitoma Rei Militaris, el tratado bélico más
utilizado en el occidente cristiano, dispuso una arriesgada táctica de ataque
por sorpresa debido a la inferioridad numérica de su ejército, pero a su mejor
preparación – ya que las tropas del califa eran en su mayoría mercenarios sin
apenas formación – y a la ventajosa posición de su emplazamiento y posibilidad
de despliegue, que se ejecutaría a la mañana siguiente.
- Al alba saldrán
del cobijo de las murallas los arqueros, los peones de infantería y la
caballería en su totalidad. Arqueros y peones se situarán cerca del puente de
la villa, por si hubieran de replegarse y entrar de nuevo en el recinto
amurallado; por su parte, la caballería realizará una rápida maniobra
envolvente a prudencial distancia del campamento musulmán. El objetivo es
arrinconarlos entre los dos ríos. – Ramiro II señalaba con el índice sobre un
rudimentario y esquemático mapa - Tú,
Ubaldo, y los hombres de tu guarnición, tomaréis el puente sobre el Duero para
cortar el paso a posibles refuerzos o evitar la huída. El resto, comandados por
Asur, esperarán frente al campamento enemigo la salida precipitada de las
tropas, si es que se produce, cuando los arqueros inicien su descarga
incendiaria contra el emplazamiento. Una parte de la infantería se quedará,
entonces, protegiendo a los arqueros, mientras que la otra se unirá
inmediatamente al grueso de la caballería, que efectuará un ataque masivo...
Tan sólo espero que el factor sorpresa sea determinante.
- Es una opción
arriesgada, Majestad, pero es nuestra única posibilidad, ya que un prolongado
asedio nos conduciría inexorablemente a la derrota – corroboró Fernán González
que, en aquel instante, había dejado a un lado sus rencillas con el monarca
para unirse al conveniente objetivo común.
- Sí, es nuestra
única posibilidad – ratificaron al unísono el resto de los allí congregados. -
¡ No entregaremos Simancas !
- ¡ Venceremos ! –
gritaron enardecidos.
Al otro lado del
Pisuerga, el caudaloso afluente del Duero, conversaban en el campamento
musulmán, al Mumín, gobernador de Tolaytulah, y al Tuyibí, Señor de Zaraqusta,
en medio de un espectacular trasiego de soldados que se afanaban por terminar
de construir la empalizada, el foso y los accesos, así como ultimaban el
montaje de las tiendas, cuadras, almacenes y la puesta a punto del material de
combate.
Habían llegado unas
horas antes, cuando el calor no era tan asfixiante.
- Querido amigo,
temo que nuestro califa desee permanecer aquí largo tiempo... Con todo lo que
ello supondría...- comentaba el gobernador de la antigua capital goda.
- Sí, es más que
probable... ¿ Pero acaso no se da cuenta de que estaríamos mucho mejor en
nuestras hermosas almunias, disfrutando de todo tipo de placeres y lujos, que
en estas tierras de rumíes ?
- Qué razón
tienes... Si esta situación se alarga en demasía, le pediremos que levante el
cerco. Por mi parte, haré todo lo posible por desalentar a la tropa y
soliviantarlos contra Abd al Raman, incluso por dificultar el abastecimiento de
víveres; así seguro que desistirá de su empeño...
- Sí, así podremos
irnos a casa...
- ¡ Oh, sí, mi
amada e inexpugnable Tolaytulah !
- Por otro lado,
sabe que sin nuestros hombres no podrá hacer efectivo el cerco. Nos necesita y
eso nos fortalece.
- Sí, tal vez sea
buen momento para aclarar ciertos aspectos onerosos en cuanto a tributos se
refiere...
- ¡ Ja, ja, ja, no
hay nada como utilizar la guerra como un mero instrumento de poder en beneficio
propio !
- Así es, mi querido
amigo, así es – sonreía al Mumín secundando a su colega.
A escasos pasos de
distancia, oculto tras unos fardos de comida para las bestias, Abdul al Hamín
había escuchado gran parte de la conversación que los gobernantes fronterizos
habían mantenido.
Aquella noche, Juan
de Wamba, a la tenue luz de unas velas, consultaba la Crónica
Albeldense , escrita
unos cien años atrás, pero no conseguía concentrarse. Sabía que a la mañana
siguiente la batalla sería inevitable y los nervios o la intranquilidad
atenazaban su cabeza y aceleraban su corazón.
Había hablado
aquella tarde con Ubaldo de Castro y le sorprendió la serenidad con que su
amigo afrontaba aquellos momentos y se disponía para el combate. La pérdida de
Nivaria y su fe en recuperarla eran un poderoso acicate.
“Ojalá algún día yo
sea como Ubaldo y pueda afrontar así las adversidades” deseó para sí Juan,
volviendo a posar su mirada en los pergaminos albeldenses.
*****************
Apenas asomaba el
Sol en el horizonte. El relativo pero agradable frescor de la mañana bañaba el
campamento musulmán, en el que Abd al Raman III rezaba tranquilo en su tienda
con una preciosa y ricamente decorada copia del Corán en las manos, cuando las
flechas comenzaron a caer.
- ¡ A formar ! ¡
Nos atacan !
La lluvia de dardos
inundaba de fuego el asentamiento califal. El caos y la confusión se adueñaron
en cuestión de segundos del recinto, mientras los generales sarracenos se
afanaban por formar lo más rápidamente posible las tropas.
Abd al Raman hizo
llamar a sus lugartenientes para organizar la contraofensiva y, de inmediato,
ordenó la salida de un escuadrón de caballeros a galope para atacar al grupo de
arqueros que lanzaba sus flechas contra el campamento. Entre tanto, una gran
parte del contingente de a pie huía despavorido sin que los mandos pudieran
dominar la desbandada.
Ubaldo de Castro y
el resto de la guarnición de Nivaria, unos trescientos hombres aproximadamente,
cabalgaron hasta el puente sobre el río Duero. Encontraron éste prácticamente
desguarnecido, pues apenas una treintena de soldados andalusíes lo custodiaban.
Varios caballeros, entre ellos el propio Ubaldo, se adelantaron del grueso del
pelotón entre feroces alaridos y se aprestaron para la lucha.
Ubaldo protegía su
cuerpo con una loriga de escamas metálicas hasta la cintura, un yelmo cónico de
hierro con nasal y un escudo redondo con el león púrpura rampante en el centro.
Portaba una lanza corta y otra larga de madera con una punta de metal y una
espada de doble filo de longitud similar a un brazo.
Nuño Pérez, por su
parte, vestía una cota de mallas hasta la rodilla, abierta en su parte inferior
para poder cabalgar; un yelmo redondo de hierro, escudo almendrado y espada
larga de doble filo. En los pies calzaba espuelas dobles, en talón y punta. Con
ésta última taladró, de una formidable patada, la cabeza de un enemigo,
derribándolo de inmediato, mientras el resto de compañeros masacraba impunemente
a los despavoridos andalusíes, cortándoles la cabeza o cercenándoles miembros
de diestro tajo.
El grupo de jinetes
sarracenos que salió del campamento para interceptar el ataque de los arqueros
cristianos alcanzó su objetivo topándose de lleno con las picas de una cerrada
infantería, rodilla en tierra, que protegía la descarga de los afilados
proyectiles.
Tras un fuerte
encontronazo, en el cual cayeron al suelo multitud de caballeros musulmanes,
una pequeña brecha se abrió en las filas de la infantería cristiana, que
inmediatamente aprovecharon los jinetes enemigos para desbaratar desde allí la
defensa contraria, descargando espadazos a diestro y siniestro, causando
cuantiosas bajas.
Cuando parecía que
los soldados califales estaban desmantelando por completo la infantería
norteña, apareció en escena un grupo de caballeros cristianos, comandados por
el conde Don Diego de Navarra, para respaldar la aniquilada tropa.
Las espadas
refulgían en todo lo alto y chocaban entre sí o impactaban en el cuerpo del
enemigo con brutal estruendo. La sangre brotaba a borbotones y la batalla no
había hecho más que empezar...
- ¡ Mi Señor, es
mejor que nos retiremos, nos han cogido por sorpresa ! – opinó Abdul al Hamín
intentando armarse y preparando el caballo del califa.
- ¡ Jamás pensé que
esos pusilánimes rumíes fueran capaces de algo así – argumentó Abd al Raman.
- Nos tienen
rodeados, la única escapatoria es vadear el río antes de que sea tarde...
Podremos organizarnos mejor en Nivaria o en Iscar.
- Está bien, Abdul,
tú eres el único en quien confío. Contén el ataque hasta que esté al otro lado
del río, después ordena retirada y que los hombres de al Mumín y al Tuyibí
sigan luchando y cubran tu repliegue. Sería bueno quitárselos de en medio en
tan deshonroso hecho.
- Pero, Señor, no
te son leales... Ayer los descubrí conspirando...
- Ya no podemos
hacer otra cosa...
Abd al Raman III
montó en el caballo, lo espoleó y salió al galope rumbo Sur, directo hacia el Duero.
En aquel mismo instante, al Tuyibí y al Mumín huían mucho antes de recibir
ninguna orden.
Ramiro II, al mando
de la guarnición de Simancas, observaba los acontecimientos desde la torre sur
del castillo. A su lado, se hallaba Juan de Wamba, entre exaltado y horrorizado
por lo que desde allí se divisaba del campo de batalla.
- ¡ Retroceden,
Juan, parece que se retiran ! – gritaba el monarca cerrando los puños y
esbozando una rotunda sonrisa.
Los cristianos
atacaban en tromba y ganaban terreno segundo a segundo, arrasando con todo aquello que encontraban a su paso,
semejando una mortífera guadaña entre la mies.
Unas horas después
el enfrentamiento era generalizado, pero en las filas musulmanas la anarquía
era total... y eso los conducía inexorablemente a la derrota.
Poco a poco, el
contingente comandado por los condes castellanos fue arrastrando al andalusí
hasta la confluencia del Duero y el Pisuerga, cercándoles como si de un simple
rebaño de ovejas se tratase. Muchos saltaron al agua. Algunos consiguieron
llegar a la otra orilla sin ser arrastrados por la corriente, pero muchos
perecieron ahogados en el intento; los más valientes se enfrentaron con fiereza
al enemigo y murieron con dignidad, alcanzando directamente la salvación...
Abdul al Hamín fue uno de ellos.
Al caer la tarde,
miles de cuerpos inertes poblaban el campo de batalla e impregnaban el aire de
un olor nauseabundo. Grupos dispersos de fatigados y sudorosos soldados
cristianos caminaban entre los montones de cadáveres. Unos buscaban objetos de
valor, despojando a los muertos de sus armas y enseres personales; otros
hacinaban en pequeños claros del bosque los cuerpos de los guerreros sarracenos
para posteriormente prenderles fuego, a la vez que cavaban fosas comunes para
enterrar a los suyos.
Los efectivos de la
antigua guarnición de Nivaria, con Ubaldo de Castro a la cabeza, se encargaron
de saquear y desmantelar el campamento musulmán. Entre los trofeos más
destacados sobresalían una copia del Corán del califa y algunas piezas de su
armadura, así como valiosos cofres de plata y adornos de gran riqueza
ornamental.
Los condes
castellanos, Asur Fernández y Fernán González, y la mayor parte de la
caballería pesada cristiana que había sobrevivido a la contienda, se
encontraban ya tras los muros de Simancas, disfrutando de merecido descanso o
restañando las heridas sufridas en el combate.
Mientras, al otro
lado del río, Abd al Raman III y su mermado y desmoralizado ejército ponían
rumbo a Toledo ante la imposibilidad de abastecerse y restablecer la tropa en
aquellos territorios tan al Norte.
Dos días más tarde,
las restablecidas huestes del monarca leonés, envalentonados por la victoria,
emprendieron una cabalgada rumbo a Nivaria e Iscar, con el fin de desmantelar
las guarniciones sarracenas que allí pudieran seguir instaladas.
Ubaldo de Castro,
como antiguo Señor de aquellas tierras, comandaba la incursión. Tras atravesar
el Duero y salvar la hondonada que producía su cauce, vislumbraron en
lontananza la torre del castillo de Portillo. Hallaron la población abandonada;
ni siquiera los campesinos se habían atrevido a regresar a sus casas del
arrabal tras permanecer semanas escondidos en los bosques cercanos.
El castillo había
sido en parte derruido por las tropas del califa Abd al Raman, en su huída.
Ubaldo de Castro
vadeó el portón y el rastrillo de entrada a la fortaleza y detuvo su montura en
medio del patio de armas, junto al pozo. Descendió del caballo y examinó
detenidamente los muros de su añorado hogar.
- Parece que
tenemos mucho trabajo por delante... – se lamentó Ubaldo.
- Sí, pero Nivaria
vuelve a ser nuestra. – afirmó sonriendo Nuño Pérez.
****************
940 Annus Domini
Era aquella una
calurosa noche de finales de mayo. Ubaldo de Castro y su reciente esposa Oneca,
hija del conde gallego Don Mariano, yacían desnudos sobre la cama de su
estancia conyugal ubicada en lo más alto de la torre del castillo de Nivaria.
Habían contraído
matrimonio en Lugo unos meses atrás, y fue el propio rey Ramiro quien concertó
el enlace como forma de premiar a Ubaldo por la valentía y el arrojo mostrados
en la batalla de Simancas y con el fin de procurarle un ascenso entre la
nobleza del reino.
Oneca era una
hermosa joven de largos y oscuros cabellos, poseedora de una piel blanquísima
salpicada de pecas y lunares. Sus pechos eran grandes y firmes, sus caderas
rotundas y su timidez incalculable.
- No llores más,
por favor, Oneca, el rey me lo ha pedido y no puedo hacer otra cosa… Es mi
deber.
- Y lo entiendo,
Ubaldo, pero…
- Tan sólo serán
unas semanas, te lo prometo…
- ¿ Y si no vuelves
?
- No temas, volveré
– aseguró Ubaldo acariciando la mejilla de su mujer.
Ramiro II, tras la
victoria del año anterior en Simancas, había emprendido una labor repobladora
de considerable magnitud, pretendiendo hacerse con el control efectivo de todas
las tierras al Sur del Duero, centrando su esfuerzo en Ledesma y el valle del
Tormes por el Oeste y la estratégica plaza de Sepúlveda en el Este.
Los colonos
provenientes de los territorios cristianos no eran suficientes para repoblar
tan vasta extensión de terreno, por ello, el rey había decidido enviar una
algarada en busca de mozárabes dispuestos a emigrar desde Al Andalus hasta el
Norte cristiano. Obviamente, se les ofrecía multitud de prebendas, tierras de
cultivo y todo tipo de ventajas fiscales para incentivarlos a dar el paso.
A la mañana
siguiente, todo estaba ya preparado para comenzar el viaje. Unos veinte hombres
perfectamente armados y equipados formaban la comitiva. Entre ellos se
encontraba Juan de Wamba, que había llegado la noche anterior desde la capital
del reino y que charlaba de forma distendida con su amigo Ubaldo a las puertas
del castillo.
- Es una suerte que
el rey Ramiro te diera permiso para venir con nosotros.
- Al principio se
mostró reacio a mi petición, pero la insistencia, a veces, obtiene sus frutos…
- Me alegro por
ello; además, no nos vendrá nada mal tener un seglar entre nosotros para
convencer a nuestros hermanos de Fe de que lo mejor es que abandonen tierras
sarracenas y se unan a nosotros.
- No tenemos que
convencerles de nada. Sin duda sus vidas aquí serán mucho mejor que las que
llevan allí, sometidos a los designios de los infieles. En cuanto conozcan las
ventajas que les ofrece nuestro monarca lo dejarán todo y se vendrán con
nosotros. El único motivo por el que no abandonan sus hogares y huyen al Norte
es por un atávico sentimiento de apego terrenal hacia el solar de sus
ancestros.
- Espero que así
sea y hagamos efectiva la repoblación hasta las montañas del Sur.- concluyó
Ubaldo alzando la mano y despidiéndose con una mirada de su esposa que, asomada
a la ventana más alta de la torre del homenaje, le lanzó un beso que se perdió
en el aire.
Salieron por la Puerta del Arrabal o Puerta
Grande y pusieron rumbo a la recién repoblada y fortificada Sepúlveda, para
desde allí adentrarse en tierras toledanas, territorio nunca del todo sometido
al dominio musulmán y lugar que creían más propicio para alcanzar en el menor
tiempo posible su arriesgado objetivo.
Pasaron por la
villa de Cuellar a mediodía. Allí les hicieron saber que muchos de sus antiguos
moradores musulmanes, con los que convivieron años atrás, cuando aquella zona
era considerada tierra de nadie, habían partido hacia el Sur, dejando la
población en manos de los cristianos.
Tras adquirir unas
pocas provisiones, continuaron su periplo hacia la villa de Sepúlveda, la cual
avistaron al caer la tarde, alineada a lo largo de un promontorio de ligera
pero ascendente pendiente y rodeada de profundos cañones atestados de buitres.
Allí les recibió el
Abad Paulino, hermano del anciano noble castellano Don Elpidio, encargado de la
administración de la plaza y de la recaudación pecuniaria para su completa
fortificación.
Fueron alojados en
un antiguo pero remodelado palacete romano, que aún conservaba ricos y
coloridos mosaicos de su época de construcción, la mayoría con motivos
geométricos, aunque unos pocos, de menores dimensiones, representaban escenas
mitológicas. Los vivos colores de las paredes de la antigua mansión romana
habían sido cubiertos por una fina y homogénea capa de estuco, dotando al
edificio de mayor sobriedad. Todas las estancias daban a un patio interior
porticado, en cuyo centro se disponía un gran aljibe con unos cuantos nenúfares
flotando en el agua.
- Mañana
atravesaremos las montañas y nos adentraremos en territorio enemigo.- comentó
Ubaldo a su lugarteniente Nuño Pérez mientras paseaban por el atrio del patio.
- He oído que los
sarracenos están construyendo una impresionante fortaleza un par de días hacia
el Este de aquí. Tal vez sea mejor no acercarnos mucho por allí o por
Medinaceli, el número de efectivos de que dispongan en esa zona puede ser muy
elevado.
- Sí, yo también lo
he oído y ya he pensado en ello. Iremos hacia Masdrit y de allí a las
inmediaciones de Toletum.
- Lo mires por
donde lo mires, nos estamos jugando el pellejo.- aseguró Nuño Pérez.
- Lo sé, Nuño, pero
son órdenes del rey y es nuestro deber.
Al atardecer del
segundo día de marcha se toparon con las impresionantes moles de granito que
conformaban el Guadarrama, las montañas que precedían a al Mansa, La Mancha para los cristianos,
que significaba La Gran Llanura , y
decidieron detenerse para comenzar la ascensión con los animales descansados ya
al día siguiente, jornada que ocuparon por completo en tal menester.
El terreno, siempre
descendente hasta Masdrit una vez atravesada la cordillera, presentaba, sin
embargo, suaves lomas diseminadas por todo el paisaje.
Transitaban sin
contratiempo alguno en su tercer día de viaje por aquellos parajes reverdecidos
por las copiosas lluvias de mayo, cuando les salió al paso un inesperado
escuadrón de reconocimiento sarraceno, de unos cincuenta individuos a caballo,
que rodearon de inmediato y comenzaron a saetear con precisión maestra al
sorprendido contingente cristiano, cuyos miembros, en un primer instante, se
protegían con los escudos del aluvión de flechas y viraban constantemente en
zigzag para no presentar un blanco inmóvil.
- ¡ Hay que cargar
rápidamente contra uno de sus flancos y huir, no tenemos otra posibilidad, nos
superan en número ! – sugirió Nuño Pérez.
- ¡ Todos a mi
diestra ! – ordenó Ubaldo - ¡ Al ataque !
Arremetieron contra
el flanco derecho de la formación sarracena sin compasión alguna, dispuestos a
abrir un hueco en las filas enemigas por el que poder escapar a galope hacia
las montañas. El encontronazo fue directo y brutal. Algunos caballeros
cristianos cayeron segundos antes al suelo víctimas de las últimas flechas
lanzadas por los andalusíes hacia los que dirigían el embate, que una vez en la
lucha cuerpo a cuerpo fueron abatidos por las lanzas y espadas de los leoneses
en su feroz descarga, consiguiendo romper el cerco y tiñendo de sangre la verde
pradera manchega.
Daban éstos ya la
espalda al resto del destacamento musulmán, retirándose velozmente hacia el
Norte, cuando un postrero y desesperado dardo alcanzó al caballo que montaba
Juan de Wamba, hiriendo mortalmente a la bestia y haciendo perder el equilibrio
al cronista real, que se precipitó contra unas rocas tras un brusco escorzo del
animal.
- ¡ Juan ! – gritó
Ubaldo, deteniendo su montura, al ver a su amigo golpearse contra las enormes
piedras.
- ¡ No podemos
detenernos ahora, nos matarán a todos ! – reaccionó Nuño Pérez.
- ¡ Juan ! ¡ No ! –
volvió a exclamar Ubaldo lleno de rabia, esta vez espoleando su caballo
mientras se alejaba.
Juan yacía en el
suelo, inconsciente por el fuerte impacto recibido en la cabeza y abandonado totalmente
a su suerte…
Unas horas más
tarde y ya en las estribaciones del Guadarrama, los once hombres que componían
la mermada expedición leonesa, entre ellos, Ubaldo de Castro y Nuño Pérez, se
detuvieron un instante para calibrar la distancia que les separaba del
contingente enemigo con el que habían peleado; pero, al parecer, éste no se
había tomado la molestia de seguirlos ni siquiera hasta la frontera natural que
conformaba la sierra. Así pues, el peligro había pasado.
- No debía haber
venido con nosotros…- argumentó Nuño Pérez refiriéndose a Juan, entre el
lamento y la reprimenda, sin dejar de otear el horizonte.
- ¡ Cállate ! – le
ordenó Ubaldo con los ojos vidriados por la ira.- ¡ Cállate !
*****************
Juan de Wamba entró
en Qurtuba por la Puerta
de Almodóvar, procedente de Tolaytulah, al sexto día de su captura, custodiado
por cuatro soldados del ejército andalusí, sucio, abatido y con un fuerte
vendaje en la cabeza.
Se adentraron, sin
apearse de sus monturas, en el populoso barrio de la judería por la que parecía
ser su arteria principal, pasando junto a la espléndida Sinagoga y esquivando
como podían a la multitud de personas que se agolpaba entre aquellas estrechas
callejuelas y que miraban con desprecio al fugitivo y a sus captores.
Minutos después
desembocaron en el impresionante complejo del alcázar califal, frente a la gran
Mezquita Aljama, construcción que asombró sobremanera al fatigado monje
cristiano. Una vez dentro de las dependencias de la fortaleza, fue conducido a
las mazmorras, donde lo encadenaron con grilletes.
En aquellos
lúgubres, húmedos e inmundos calabozos, se enteró, unos días más tarde, por
medio de algunos mozárabes presos por exaltación de su fe en público, de la
decapitación y crucifixión de al Tuyibí y al Mumín ordenada por Abd al Raman
III, al considerarles culpables de la derrota de Simancas y de cómo, tras la
ejecución, fueron expuestos a la entrada de la ciudad con la cabeza clavada en
una pica a pocos palmos del cuerpo, para que aquello sirviera de ejemplo al
resto de ciudadanos de lo que Córdoba hacía con los traidores y los cobardes.
- Estuve en
Simancas, pero no luché en la batalla, tan sólo recogí lo ocurrido en una
crónica.- explicaba Juan al grupo de harapientos y demacrados mozárabes con los
que compartía la celda.
- Así que eres un
monje cronista.- se asombró el más joven de ellos.
- El caso es que al
Tuyibí y al Mumín eran muladíes – interrumpió otro retomando la conversación –
y creían que porque sus antepasados abrazaran el Islam tras la conquista serían
tratados como los nobles y emires venidos de Arabia y Siria, y se equivocaban,
puesto que de hecho siempre han estado y estarán muy por debajo de ellos en la
escala social, incluso de los beréberes…
- Bueno, pero no
sólo ellos fueron crucificados; ahorcaron a más de trescientos generales, la
mayoría oriundos de las Marcas, igualmente por supuesta deslealtad. Fue una
auténtica masacre fruto de la ira de ese califa desequilibrado.- resaltó un
tercero.
- Sí, las Marcas
son territorios complejos, difíciles de someter del todo desde aquí, desde
Córdoba.- cavilaba otro de los mozárabes, de escasa estatura y extrema
delgadez.
- Aún así, vosotros
preferís conservar la verdadera fe, la
de vuestros ancestros, incluso en plena capital del reino, y eso que conozco cristianos andalusíes emigrados a los
reinos cristianos por no poder practicar su religión aquí.- comentaba Juan.
- Nosotros creemos
en nuestro Dios, Él nos salvará…
- Así que eres un
monje versado…- reiteró el mozárabe más joven.
- Puedo decir que
sí.- le respondió sonriendo Juan.
- ¿ Sabes tocar
instrumentos, componer música y versos ? – le preguntó otro, de mayor edad y
larga y espesa barba blanca.
- Sí.
- Entonces, a la
más mínima ocasión que tengas, haz saber a todos los guardias que eres un
afamado músico y que conoces lenguas de muchos y variados lugares; de esa
manera serás vendido a muy buen precio como esclavo e irás a parar al seno de alguna
familia pudiente y vivirás sin privaciones.
- ¿ Como esclavo ?
¡ Ni hablar ! ¡ Yo nunca seré un esclavo !
- ¿ Prefieres acaso
la muerte ? – interrogó el anciano con vehemente gesto señalando con ambos
brazos extendidos las cuatro oscuras y mugrientas paredes de la celda.
La accidentada y en
parte fracasada expedición leonesa en busca de mozárabes para repoblar las
nuevas tierras conquistadas, con Ubaldo de Castro al frente, regresó a Nivaria
ocho días después de la escaramuza con el destacamento de caballería ligera
sarraceno.
Traían consigo una
caravana de poco más de cien mozárabes reclutados en pequeños enclaves de la
falda Norte de la sierra, a los que se les distribuiría entre el valle del
Tormes y los alrededores de Sepúlveda, previa entrega del prometido lote de
tierras para su cultivo.
- Debí hacerte
caso, Oneca, jamás debí haber ido más al Sur de la cordillera…- se lamentaba
Ubaldo sentado junto a su esposa en el salón principal de la torre del
castillo.
- Tenía la certeza
de que algo nefasto ocurriría… Pero al menos tú has regresado sano y salvo.
- Ya, pero he
perdido la mitad de mi hueste y entre ellos a Juan, que no era uno de mis
hombres de armas, sino el cronista del rey Don Ramiro…
- ¿ Crees que
caerás en desgracia por ello ?
No lo sé, Oneca, ni
siquiera sé si Juan está vivo…
-No desesperes,
querido, el Señor te iluminará y te mostrará cómo resolver tan complicada
situación.
-Eso espero, Oneca,
mi cielo, mi amor, eso espero…
Una mañana del mes
de agosto, dos carceleros irrumpieron en la celda en la que se hallaba Juan de
Wamba. Echaron un breve vistazo a los famélicos y desaseados presos y
preguntaron quién de ellos era el monje cristiano.
- Yo soy.- afirmó
Juan incorporándose fatigosamente. Los dos meses de cautiverio habían hecho
mella tanto en su cuerpo como en su espíritu.
- ¡ Ven con
nosotros ! – le ordenaron los guardias propinándole un fuerte empujón que casi
lo devolvió de nuevo al suelo.
Fue conducido a
través de largos y estrechos pasillos a una estancia en la que le esperaba
Muhamad al Fatí, alguacil mayor de la prisión del alcázar, un hombre grueso, de
nariz y orejas enormes, ataviado con riquísimas y amplias telas de vivos
colores con las que intentaba en vano disimular su obesidad.
- Así que tú eres
el sabio rumí del que hablan los otros presos…- comentó el alguacil en romance,
lengua conocida y hablada en Al Andalus por la mayoría de la población a pesar
de los intentos de las clases altas por imponer el árabe.
- Tan sólo soy un
monje que enseña lo poco que sabe a los demás…
- Sí, pero un monje
poeta y músico según dicen… Ganaremos un buen puñado de dinares contigo en el
mercado de esclavos de mañana.- se jactó al Fatí con la codicia reflejada en
sus ojos.- ¡ Aseadlo y vestidlo en condiciones y dadle algo de comer, que
parece un mendigo ! - ordenó el alguacil.- ¡ Mañana tiene que estar presentable
!
Al día siguiente,
ya convenientemente acicalado para la ocasión, Juan de Wamba salió del alcázar
en compañía de otros presos, custodiados por más de veinte soldados, en
dirección al zoco, donde se celebraba aquella mañana el mercado de esclavos.
Dejaron el río Guadalquivir a un lado y ascendieron por la Medina hasta llegar a la
abarrotada plaza, en la cual, compradores de los más diversos lugares de
Oriente y Al Andalus se daban cita para adquirir la preciada mercancía.
Juan fue vendido,
junto con Yahiza, una joven bailarina y cantante bagdalí, a un rico mercader
sirio llamado Shalim ibn Yazid. Éste deseaba afincarse definitivamente en la
capital del califato, tras muchos años recorriendo la ruta del oro sudanés, y
necesitaba esclavos cultos capaces de administrar su vasta biblioteca y
amenizar las lujosas veladas que tendrían lugar en su almunia, extramuros de la
ciudad, en las calurosas noches del verano cordobés.
- Bien, Juan, ahora
estás a mi servicio; espero que la importante suma que he desembolsado por ti
haya merecido la pena y respondas a mis expectativas. Por lo pronto, te
encargarás de la traducción de algunos volúmenes en latín y de la adquisición
de interesantes novedades. Más adelante te confiaré otros menesteres más
importantes… - le informaba el comerciante sirio en un deficiente romance a un desalentado Juan. – Por
cierto, ¿ sabes tocar el laud ? – Juan respondió afirmativamente.- Me gustaría
que acompañases a Yahiza en una recepción que daré esta noche a unos viejos
amigos cordobeses con los que recorrí infinidad de veces la ruta del oro del
Sudán.
Con notable
desgana, Juan se inclinó para hacer una reverencia, dio media vuelta y se fue,
acompañado por un guardián.
Aquella misma noche
se celebró en la almunia de Shalim ibn Yazid, a un par de millas de la ciudad,
junto al Guadalquivir, la más fastuosa fiesta que Juan había visto en su vida.
Abundantes y sabrosos manjares copaban las mesas esperando a los más de cien
comensales que allí se reunirían; intensos y embriagadores olores – vainilla y
sándalo – impregnaban el aire creando un ambiente ensoñador y mágico. Llegada
la hora, las luces se atenuaron y mientras unas esclavas terminaban de servir
te a los invitados de Shalim, Juan comenzó a tañer el laud y la hermosísima
Yahiza inició su danza en el espacio central del salón, despejado para la
ocasión, suscitando la atención de los allí presentes que observaban sus
movimientos y sobrenatural belleza totalmente hechizados.
Juan tocaba una rítmica
melodía que la propia Yahiza le había sugerido para acompañar el baile, pero a
la que no imprimía emoción alguna, sin saber que en aquel mismo instante, muy
lejos de allí, al otro lado de la frontera, en la torre del castillo de
Nivaria, su amigo Ubaldo rasgaba las cuerdas de su nacarado laud como cada vez
que se sentía triste y afligido… Esta vez por la pérdida de un amigo…
- No te atormentes
más, Ubaldo, nada de lo que ocurrió fue culpa tuya.- le consolaba Oneca,
sabedora de lo que su esposo estaba pensando.
Ubaldo de Castro
había dejado de tocar el laud y tenía la vista clavada en la luna llena que
iluminaba la noche.
- ¿ Y si Juan
estuviera vivo ?
- Eso no lo
sabemos, pero si lo estuviera, ¿ no crees que daría una señal ?
- ¿ Y si no pudiera
? – respondió Ubaldo - De todas maneras, tengo que hacer algo, no puedo
quedarme de brazos cruzados, la duda me está corroyendo las entrañas día tras
día…
- Ya, pero ¿ qué
podemos hacer ? ¡ No pensarás adentrarte de nuevo en territorio enemigo !
- No descarto ninguna
opción; el rey lamentó mucho el suceso, yo diría que le incomodó bastante y
tengo que buscar la manera de congraciarme de nuevo con él, y si para ello he
de ir a buscar a Juan al mismo corazón de Al Andalus, lo haré.
- ¡ Pero es que no
sabemos si está vivo ! – reiteró Oneca.
- Si no lo creemos
es como si ya estuviera muerto…- sentenció Ubaldo.
*****************
Alcanzaba el otoño
su fin cuando Ishaq ben Natán arribó en Córdoba. Había cruzado toda Al Andalus
hasta llegar a la capital del califato. Este enigmático judío traía desde
Burgos lana y quesos de oveja que pretendía vender en el zoco cordobés o trocar
por ricas telas con las que hacer negocio una vez de vuelta a la ciudad
castellana.
Se hospedó en una
humilde posada de la judería cordobesa, con la intención de pasar lo más
desapercibido posible, ya que en ella se hospedaban personajes de la más
diversa ralea y procedencia.
A la mañana
siguiente, se levantó muy temprano y recorrió las intrincadas calles de la
medina preguntando por el sirio Shalim ibn Yazid. A mediodía, un aguador del
zoco le comentó que era muy probable que el mercader sirio se encontrara en el
Hamman próximo a la Gran Mezquita ,
ya que solía acudir a éste prácticamente a diario. Y hacia allí se encaminó el
judío.
Encontró los baños
con algún que otro problema después de callejear por las laberínticas y
estrechas vías de la medina y volvió a preguntar por el mercader en la entrada
del Hamman, hallando una respuesta afirmativa.
Ishaq se acercó al
sirio y le dirigió un respetuoso saludo, al que Shalim ibn Yazid respondió
sorprendido.
- Mi nombre es
Ishaq ben Natán y vengo de Burgos con el ánimo de vender mis mercancías en el
zoco y adquirir otros productos con los que comerciar en mi tierra, pero
también traigo un encargo que sin duda es un suculento negocio para un avezado
mercader como tú.
- Di, entonces, de
qué se trata, no deseo perder el tiempo con un pobre judío.
- Se trata de un
esclavo de tu posesión, Juan de Wamba.
- ¿ Juan ? ¿ Y qué suculento negocio puede tener como
objeto un esclavo de mi propiedad ?
- Porque hay
personas muy importantes dispuestas a pagar una buena suma por él…- afirmó
Ishaq.
- Y ¿ Por qué
tienen tanto interés esas personas por mi esclavo, si se puede saber ? –
preguntó el sirio.
- Porque el monje
Juan de Wamba era el cronista del rey Ramiro de León antes de ser capturado en
una algara junto a Madrid y ser traído hasta aquí, donde tú lo compraste.
- ¡ No puedo
creerlo, aunque pagué una cuantiosa suma por él, resulta que su valor real es
aún mayor !
- Así es, y espero
que sepas ver la oportunidad de enriquecerte con ello… Es una oferta difícil de
rechazar.
- Habla, judío,
cuál es el trato, soy todo oídos; pero te advierto que Juan es un esclavo muy
útil y apreciado para mí, aunque lleve poco tiempo a mi servicio.
- Dos mil dinares y
el Corán que el gran califa Abd al Raman perdió en la batalla de Simancas.
- ¿ Cómo, el Corán
del Príncipe de los Creyentes ?
- Como lo oyes; ese
libro es una auténtica joya y el valor sentimental que posee para el califa ha
de ser inmenso… Sería un buen regalo… Seguro que el Gran Abd al Raman te
estaría eternamente agradecido.
- ¡ Eres muy listo,
judío, dile a ese rey que acepto el trato; con dos mil dinares podré comprar
cuatro administradores como Juan… y no se recupera el Corán del califa todos
los días ! – sonreía entusiasmado Shalim ibn Yazid mientras se secaba el
cuerpo.
Dos días más tarde,
Juan de Wamba e Ishaq ben Natán salían de Córduba por la misma puerta por la
que el monje cristiano había entrado en la ciudad seis meses atrás, herido y
derrotado. Seis duros meses de cautiverio y esclavitud.
El invierno se
echaba encima y tendrían que darse prisa si querían atravesar las montañas del
Guadarrama sin verse sorprendidos por la nieve y el mal tiempo.
- Aún no me explico
del todo cómo pudiste dar con mi paradero y menos aún cómo lograste traer el
oro y el libro hasta aquí sin levantar sospecha alguna – se preguntaba un
sorprendido Juan encaramado en lo alto del carromato tirado por dos mulas que
conducía Ishaq.
- Dar con tu
paradero fue lo más fácil; ya en Masdrit y en Toletum me dieron noticia de lo
ocurrido unos judíos locales y tampoco fue muy difícil pensar dónde iría a
parar un prisionero de cierta importancia… ¡ En el mayor mercado de esclavos de
occidente ! Lo más complicado fue traer el oro y el libro camuflados entre
fardos de lana y quesos sin atraer la atención de curiosos. Por suerte, un
comerciante judío goza tanto del desprecio de cristianos y musulmanes como de
cierta libertad de tránsito entre las fronteras de ambos.
- Muchas gracias
por todo, Ishaq, te estaré eternamente agradecido.
- No me las des a
mí, tu rey y Ubaldo de Castro han sido los artífices de tu liberación, yo sólo aproveché
mi viaje para ganarme unas piezas de plata adicionales, que me serán entregadas
cuando lleguemos a Nivaria.
- Y ¿ cómo es que
confiaron en ti para tal empresa ?
- No tenían muchas
otras posibilidades; adentrarse en territorio enemigo para buscarte, sin saber
si estabas vivo o muerto, hubiera sido un suicidio por su parte. De todos
modos, mi mujer y mis hijos están en Nivaria en calidad de rehenes para
asegurar que cumplo con lo acordado, aunque me consta que son tratados
correctamente.
Tras unos segundos
de silencio, Juan comenzó a reflexionar en voz alta:
- Realmente, y
después de todo lo ocurrido, me siento un hombre afortunado. Me veía como un
esclavo de por vida, un esclavo que tenía todo lo que necesitaba, comida, ricos
vestidos, libros… pero al que le faltaba lo más importante… ¡ La libertad !
- En verdad que eres
afortunado, sobre todo por tener tan buenos y altos amigos – concluyó el judío,
y ambos se echaron a reír a carcajadas.
Atravesaron La
Mancha sin contratiempo alguno, pero al cruzar la sierra del Guadarrama, una
pertinaz lluvia embarró el paso de Tablada y tuvieron que aguardar tres días a
que el firme drenase para poder proseguir su camino.
A las dos semanas
de abandonar la capital del califato, se hallaban dispuestos a completar la
última jornada del trayecto, entre Cuellar y Portillo.
La tarde caía y un
viento frío comenzaba a arreciar. Los dos viajeros cubrían sus cuerpos con
mantas de gruesa lana de tal manera que apenas se les veía el rostro.
Charlaban, sin embargo, de forma distendida cuando, en lontananza, divisaron la
silueta de la torre del castillo de Portillo. La conversación se detuvo y se
hizo el silencio por unos segundos.
- Jamás pensé que
volvería a ver Nivaria…- susurró con los ojos vidriosos el joven monje, tal vez
recordando los meses vividos en Córdoba.
- Pues ahí la
tienes – sonrió el judío.
Juan de Wamba saltó
del carro, desembarazándose de la manta, y echó a correr en dirección a la
principal puerta de acceso a la villa entre gritos y lágrimas de júbilo.
Era libre y había
vuelto a su patria.
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